Las mañanas en el frente de la nueva escuela de Camarones tenían el calor del sol que comenzaba a pintar la tierra, el canto de los pájaros, el despertar de las flores que daban colorido a los canteros la música del viento que azotaba los pinos. Sonidos claros, diáfanos, azules como el mar que bordeaba el paisaje, blancos como la isla que se dibujaba tras las cruces del único cementerio del pueblo.
La ventana del aula donde cursé el último año de mi educación primaria mostraba ese escenario, el mismo que reconocí cuando años más tarde regresé a esta escuela para comenzar mi carrera docente bajo la dirección de quién fuera mi maestra de 6º grado, la Sra. Catalina Eterovich de Mairal, a quién todos nombrábamos cariñosamente Sra. Ketty.
Me recibió un ambiente de cordialidad muy hogareño, donde predominaba la relación afectiva y la camaradería entre todos se desenvolvía dentro del más absoluto respeto, en forma llevadera y alegre.
La mirada atenta de la Sra. Ketty se notaba a cada paso, nada quedaba librado al azar, pero permitiendo un margen de libertad al docente.
Estaba al tanto de todo, sabía si había algún enfermo, que pasaba con el control de los medicamentos, las vacunas, el menú que se servía en el comedor, el brillo de los mosaicos de las galerías y no faltaba su mirada cálida cuando pasaba por los salones de clase o se acercaba al personal no docente.
Se empeñó en rodearnos de un ambiente de belleza que se observaba en el buen gusto del color de las paredes, la decoración de los salones, la disposición de los trabajos que adornaban habitualmente los dormitorios. Desde su función directiva escribe en aquel momento “Es esencial y oportuno, piadoso y fecundo, poner esta gota de color vivo en el paisaje interior ha veces prematuramente gris del niño, logrando así una escuela sana y alegre”.
No olvido sus palabras de aliento acerca de la importancia y la necesidad del cambio, permitiéndonos pensar en términos nuevos y crear originalidad.
En esta escuela alejada de muchos adelantos tecnológicos desarrollamos experiencias muy valiosas bajo su acertada dirección, demostrándome con el tiempo que nos habíamos adelantado al futuro.
En las aulas enseñamos matemáticas moderna, experimentamos técnicas grupales para lograr madurez social y emocional tan importante como la adquisición de conocimientos, impulsamos la búsqueda del camino de la creación desarrollando disciplinas como pintura, modelado, expresión literaria, títere y teatro, adecuándolas a la enseñanza de materias como Historia, Geografía o Ciencias.
Gozábamos con los chicos en los talleres de artesanías, como el que armamos durante largas tardes en el sótano con Olga Mairal para elaborar velas de colores, creando arreglos navideños que luego ofrecimos en una Feria a beneficio de la escuela o haciendo cuentas de colores con papel maché para hacer collares, que todos regalaron en el día de la madre.
Contó con el apoyo de toda la familia y muchas personas que desde diferentes funciones la acompañamos en aquellos años. Todos disfrutamos del trabajo diario en la escuela y con los niños internos.
Tengo presente la calma de la Srta Yolanda Beltramello que llegó de Catamarca y desde allí recibía las encomiendas repletas de dulces regionales que nos hacía compartir, a la chispeante Teresa Aguzzi que venía de Córdoba, siempre dispuesta a organizar algo para divertir a los chicos del internado, como aquel día del estudiante cuando nos disfrazamos representando un casamiento que los chicos creyeron de verdad y nosotros disfrutamos con ganas.
Yo usé el vestido de novia de mi madre y Teresa hizo de novio con un traje a rayas que rescatamos del altillo de la Casa Rabal, Olga Mairal era la madrina con otro de la misma procedencia, atrás iban otras maestras muy bien caracterizadas al paso de la marcha nupcial.
Teresa también se unía a nosotros en los talleres, aprendió a trabajar el papel mache y lo trasmitió a sus alumnos que crearon máscaras muy ingeniosas y expusieron en el aula armando una escenografía espectacular.
En esos años no teníamos profesora de música, pero Mabel Roberts, una maestra que llegó de Gaiman nos sorprendió para un acto de fin de curso organizando un coro con las hermanitas Navarre que interpretaron Jingle Bell.
Incorporar la enseñanza de algún oficio era una necesidad para chicos internos, con la llegada del maestro Erto López se pudo abrir el taller de carpintería donde los varones pasaban las tardes ajando, cortando madera, logrando objetos prácticos y algunos decorativos que luego mostraban a fin de año.
Otros rostros que me resultan familiares cuyos nombres no recuerdo, docentes que llegaron desde Comodoro Rivadavia, Gaiman y Trelew, alumnos del pueblo, compartidas y vividas en otros internos, muchas horas alegre sencillez, los partidos de fútbol en la canchita del frente del colegio, el chocolate que se servía en la galería cuando los chicos tomaban la 1ª Comunión l cotillón y los dulces entre todos y preparábamos.
La escuela era el centro de la vida cívica y social del pueblo, en los actos patrios escolares cantábamos junto a todos los vecinos nuestro himno, también compartíamos como una sola familia el pic- nic del estudiante en la Estancia “La Península”, saboreando después el asado y los pastelitos caseros que preparaban con tanto esmero las señoras de Camarones. Al regreso caída la tarde dábamos una vuelta alrededor del pueblo, todos cantando en una caravana de vehículos.
Me costó mucho dejar aquellos afectos cuando decidí partir. Quedaban atrás muchos recuerdos gratos de esa hermosa escuela a que han trascendido con el paso de los años y acrecentado en mi corazón.
Mi querida maestra de 6º grado culminó su ejemplar trayectoria con el más alto cargo en su carrera docente al ocupar la Presidencia del Consejo Provincial de Educación.
Continuar su tarea es el mejor homenaje.
Por Alba Colángelo. Fragmentos libro “Recuerdos de Camarones y su gente” de Isabel y Víctor Heinken