La década del ’90 marca el antes y el después de Y.P.F. Ante la privatización, en la que 5.000 personas deben optar por el retiro voluntario o el despido, hay indiferencia de muchos sectores de la comunidad comodorense, mientras desde el seno obrero amenazado se advierte que la ciudad quedará vacía. Comodoro Rivadavia no reacciona ante las drásticas transformaciones que ocurren en su tierra, con su gente. Acaso sea la característica habitual de una ciudad indiferente, como siempre se ha dicho. De todos modos, en la segunda mitad de la década, ocurrían algunas movilizaciones sociales que, sin llegar a lograr masividad ni apoyo generalizado, darán la pauta de que muchos están dispuestos a reclamar por lo que consideran justo: un trabajo digno, el derecho a soñar y proyectar un futuro, tal vez con la misma fe de los mayores, aquellos que, 100 años atrás, llegaron a una tierra desolada y en la que parecía imposible echar raíces para la vida. Porque entonces no había nada. Y ellos lo hicieron todo.
Al inicio de los ’90, finalmente, el círculo se ha cerrado y aquella teoría de que el Estado es mal administrador, se impone: ya no hay banderas para postular lo contrario. Alguien mira, desde una céntrica vereda, una interminable marcha de pequeños grupos de protesta; lamentan el tiempo que ya no es, mientras el futuro amenaza con vaticinios de pueblo fantasma. Al final de la década, el éxodo no se ha cumplido, pero la marcha continúa en las calles, mientras la mirada sigue distante, desde una cómoda vereda: es Comodoro Rivadavia, que se ha acostumbrado a que su destino sea decidido por otros; y teme salir a buscarlo.
Extraído del libro “Crónicas del Centenario”