Fue una jornada gloriosa, victoriosa: en pocas horas el bombardeo libertario dejó tierra arrasada. El paladín fue un diputado mileísta con laureles, el señor Alberto Benegas Lynch (a) Bertie, hijo del gran guru del presidente, Alberto Benegas Lynch (hijo), hijo a su vez de otro Alberto Benegas Lynch, que decía hace 60 años lo mismo que Milei dice ahora y era primo hermano de Ernesto Guevara Lynch (a) el Che. Este legislador, entonces, preocupado por las familias argentinas, dijo que “la libertad también es que si no querés mandar al colegio a tu hijo porque lo necesitás en el taller, puedas hacerlo”,
Eficacia absoluta: en una sola frase consiguió cargarse dos pilares de las sociedades democráticas. Con solo docena y media de palabras demolió la educación obligatoria y la prohibición del trabajo infantil. Sabiendo que no era fácil igualarlo compitieron/colaboraron con él en la jornada su jefe, el presidente, que se jactó de que lo que está haciendo en la Argentina es “el ajuste más grande de la historia de la humanidad” –o sea que, según él, nunca nadie empobreció tanto en tan poco tiempo– y el vocero de su jefe, un tal Adorni, que dijo que, en la campaña, “nosotros no dijimos te vamos a llenar la heladera ni a encender la parrilla” –o sea que si millones pasan hambre no será porque no les avisaron. Despechado, supongo, el señor Milei intentó más tarde recuperar posiciones en una entrevista con un presentador que le ríe las gracias, las de nadas: allí habló de un periodista y escritor –que, cobarde, no nombró–, tratándolo de “imbécil, estúpido, bruto que escribe pelotudeces” y por fin, viendo que el triunfo se le escurría entre los dedos, el jefe del Estado declaró que “el Estado es nuestro enemigo”.
Pobreza, hambre, trabajo infantil, todo en unas horas. Pareciera que no se puede ser más rústico. Quizá sea cierto, y quizá no. A veces da la impresión de que estos muchachos se equivocan sin parar. Pero, cuando todos ellos lo hacen con esa intensidad, esa insistencia, es difícil creer que no sea voluntario: ni los tontos más tontos son capaces de producir, si no se lo proponen, tanta tontería.
Quizá piensen que, con ese bombardeo, pueden obtener dos beneficios concurrentes. Uno sería que al emitir tales disparates escandalizan a algunos, complacen a otros y distraen la atención de lo que hacen: viejo truco de magia de burdel. El segundo, más importante, sería la ampliación del campo de lo posible. La primera vez que muchas personas escuchan una reivindicación del trabajo infantil se indignan, se sulfuran; a la décimoquinta ya les parece un tema de debate. En la galaxia trumbolsonarista, lo que hoy resulta impensable se vuelve tangible en unos meses; se diría que el mile(nar)ísmo, alumno retrasado, intenta usar ese sistema.
Mientras tanto, su gobierno sigue destruyendo la Argentina, hambreando a los argentinos, atacándolos sin tregua. Su jefe de antiEstado se pelea todo el tiempo con millones de compatriotas: no solo los desdeña –los que lo apoyan son “argentinos de bien”, los demás son “zurdos”, “ratas”, “orkos”, “delincuentes”– sino que ha recortado el poder adquisitivo de –casi– todos ellos entre un 25 y un 35 por ciento en sus primeros cuatro meses. Un ejemplo aclara el “casi”: en el primer trimestre de 2024 se vendió un 30% menos de coches nuevos que el año anterior; solo se vendieron más que antes los ocho modelos más caros del mercado. Mientras tanto, los precios de la comida, digamos, ya se parecen a los españoles –con un salario mínimo seis veces menor. Así que, en medio del desastre, a veces me despierta una luz de esperanza: ¿conseguirá el señor Milei lo mismo que el finado Menem?
Contra Menem, sin duda, vivíamos mejor. Su Gobierno duró todos los noventa, tiempos de la revolución conservadora. Tantos estábamos de acuerdo en que debíamos oponernos a su ofensiva neoliberal, a su remate de las grandes empresas públicas y su destrucción de los servicios públicos, a su demolición de las industrias nacionales, a su incultura desafiante, que supimos construir un “nosotros”: una forma de reconocernos y de unirnos que consiguió, en las elecciones de 1995, un 30% de los votos y desembocó en la crisis de 2001 y sostuvo, durante un lapso breve, la ilusión de que podíamos crear algo distinto.
Eso distinto terminó muy parecido: el kirchnerismo rompió aquella unión e hizo que algunos se engancharan a él, lo defendieran, y otros lo criticáramos desde varios lugares: la izquierda, sobre todo. Aquel bloque antimenemista se partió en mil pedazos: amigos dejaron de serlo, compañeros de trabajo y de esfuerzo dejaron de hablarse, agresión y desdenes nos rompieron en muchos; lo llamaron la Grieta. Nos quedó, si acaso, la nostalgia de aquellos viejos tiempos en que andábamos juntos.
Y ahora me pregunto si la barbarie del señor Milei no nos llevará a recuperar aquella unión, aquellas coincidencias. Hay muchos momentos en que lo parece: cuando vemos que personas y grupos de los que disentíamos hace unos meses dicen sobre el gobierno las mismas cosas que decimos, cuando encontramos acuerdos que no imaginábamos.
Milei es una catástrofe. Pero tanta desolación despierta –muy rápido, muy eficaz– odios y desprecios de cada vez más gente, reivindicaciones tan primarias que más y más personas pueden reconocerse en ellas. Su único efecto positivo podría ser ese: permitir –hacer necesaria– la reconstitución de una fuerza variopinta que defienda cosas variopintas: desde la legalidad democrática hasta el aborto legal, desde el respeto por el otro hasta la libertad de decir lo que haga falta, desde el derecho de huelga hasta la educación pública, desde la salud pública hasta el cuidado de las artes, desde la investigación científica hasta el control de las policías, desde la posibilidad de pagar un autobús hasta la posibilidad de trabajar y cobrar por tu trabajo, desde el derecho a comer todos los días hasta el derecho a comer todos los días.
Así que esa oposición reuniría a millones, muchos muy diferentes entre sí; la gran pregunta es qué podrán –qué podremos– hacer con esa diversidad, qué movida o movimiento se formará a partir de ella.
Es un momento –como todos– muy particular: los dos bloques que dominaron la política argentina desde 2003, la derecha macrista y el peronismo kirchnerista, se derrumban. Si el desastre Milei durara varios años, probablemente la reacción en su contra sería un estatismo clásico, más ligado o parecido al peronismo, que tendrá tiempo de reconstituirse: el péndulo habitual. Si dura menos aparece la incógnita: ¿quién podrá, quién sabrá, quién será capaz de inventar algo? La última vez, en 2001, fueron los miles en la calle, las asambleas, la ilusión de un país sin políticos aprovechadores que duró unos meses, hasta que Duhalde y Kirchner la entendieron y se la deglutieron. ¿Será, esta vez, distinto?
Para intentarlo, por supuesto, hay que empezar ya mismo.
Por Martín Caparrós para El País