Entre café y café… el oído atento
Comodoro Rivadavia es tierra de hombres solos y también de aventureros, bohemios y escritos que en la realidad les produce una fuente inagotable de acontecimientos para ser contados como un cuento.
Dalmiro Sáez es uno de ellos, el escritor esta un tiempo en un campo cercano a Rada Tilly y otro tiempo en alguna casa del kilómetro 8.
Porteño, aficionado a los cafés y a los espectáculos nocturnos, tiene una mirada curiosa y los oídos atentos. Escucha y observa, en el prostíbulo conocen la historia que él rescata en un cuento impresionante, acaso metafórico del Comodoro de ese tiempo:
María, la rubia
Esa que está ahí, la que se ríe en este momento, y apoya la palma de la mano sobre su cadera, como si acariciara el anca de un animal querido; esa que mira a los hombre desde el extremo del salón grande, sabiendo que en cualquier momento alguno de ellos le hará una señal con la cabeza y que juntos se introducirán en uno de los cuartos del prostíbulo; esa que asienta sus 43 años de vida sobre sus zapatos violeta que apenas sobresalen de los bordes de su vestido largo, pero que al moverse se abrirá bastante dejando ver no solo la pulsera plateada del tobillo, sino mucho más arriba hasta casi la mitad de sus muslos redondos; esa mujer es María, la rubia, la prostituta más cotizada de Comodoro Rivadavia.
La conocen todos, prácticamente todos los obreros de YPF, que traen el frío de muchos inviernos en sus articulaciones duras; los que hacen pozos, los hombres de las torres, los tractoristas, los mecánicos, los que manejan los camiones de los equipos de exploración, los que en algún momento dado frotarán sus manos en el manojo de estopa y desgrasarán con prolijidad las superficies curtidas y el nacimiento de sus antebrazos hasta el mismo límite que les impone la manga del overol y de la camiseta blanca y que luego tirarán la estopa como un símbolo del trabajo terminado, y encausarán sus pensamientos hacia sus proyectos del fin de semana, en donde seguramente estará incluida la casi obligatoria visita al prostíbulo. La conocen los peones de las estancias vecinas, los de las frentes blancas por muchos soles que no atravesaron el grosor de las gorras o de los sombreros con barbijos, los que bajan al pueblo muy de tanto en tanto, con sus botas lustradas y sus sacos de cuero y que se paran en las esquinas o caminan despacio con recelosa prudencia como si llevaran de la mano el bozal y el cabestro y se acercaran a un caballo arisco en el corral de la estancia. La conocen los empleados de la calle San Martín, los que se inclinan sobre el mostrador de La Anónima o de ArgenSud o de Selecta o de Picón y anotan las boletas de las mercaderías vendidas y que se conocen al 50 por cientos de sus clientes por sus apellidos y aun por sus nombres, y que al final de ese día, en el rapidísimo desbande de las 7 de la tarde, dirigirán sus pasos hacia las paredes y el techo bajo el cual estarán sus padres o sus hermanos o la mujer que lleva su apellido y que tal vez pregunte: “salís esta noche”, y quien ellos contestarán: “No sé, puede ser que vaya un rato al café”, sabiendo perfectamente que no lo harán, porque ya desde hacía horas atrás las caderas de las chicas de la caja o las piernas de alguna clienta en las medias que tal vez él mismo había vendido habían encausado sus pensamientos hacia la “Casa grande” de la calle Belgrano. La conocen todos, prácticamente todos, incluso yo que soy su hijo…
Extraído del libro “Crónicas del Centenario” editado por Diario Crónica en 2001