Durante seis décadas Allan Fraser Jr no supo nada de su papá Allan Fraser. El 8 de agosto del 2021, al cumplir 70, su mujer Alison le regaló su investigación, que incluía una nota de Río Negro que contaba su historia en San Martín y Junín de los Andes. Así fue el viaje del hijo que nunca renunció a saber qué había pasado con su padre.
La mañana del 8 de agosto del 2021, el domingo que cumplía 70 años, Allan Fraser Jr bajó las escaleras de su casa en el sureste de Inglaterra y se llevó la sorpresa de su vida cuando abrió la carpeta marrón que Alison Walker, su mujer, le había dejado en la mesa de la cocina dentro de un sobre con dos palabras escritas en el frente: Happy birthday. «Demasiado grande para una tarjeta», pensó mientras lo abría intrigado. Tomó lo que había en el interior y la primera página que leyó lo estremeció: «La vida de Allan Fraser (1924-1991)«: llevaba más de 60 años sin saber nada de su padre y, aunque lo suponía, la primera noticia era que había muerto, 30 años atrás. Luego empezó a mirar asombrado notas que lo mostraban con cañas, truchas y moscas perfectas en la lejana Patagonia y una que abordaba su historia con datos y fotografías que jamás había visto. Su rosto seguía siendo anguloso y las cejas espesas como lo recordaba, pero el pelo era canoso, como su barba incipiente y ya lo surcaban arrugas. Era él, mucho tiempo después.
«Me quedé congelado, fue un shock»
Por fin, delante de sus ojos estaba la respuesta a la pregunta que se había hecho todos esos años: qué había pasado con el veterano de la Segunda Guerra Mundial nacido en Inverness, en las Tierras Altas Escocesas, que había trabajado como ingeniero forestal en Nigeria y Liberia y que en 1960 había desaparecido de su vida, la de su madre Roma y la de sus dos hermanos menores cuando él tenía apenas ocho años.
Alto, corpulento, de mirada azul penetrante y ya jubilado luego de una vida de trabajo al aire libre enseñando a navegar desde en pequeños veleros a yates de 15 metros, el enigma que atravesó seis décadas comenzaba a develarse con esos artículos de pesca que describían a su padre o que él había escrito desde Junín de los Andes en la cordillera de Neuquén, a unos 13.000 km de su casa sobre el Canal de la Mancha, cerca de la ciudad de Norwich.
¿Cómo habría llegado a parar ahí? ¿Cuándo se había convertido en un experto en el arte de atar moscas y pescar truchas? ¿Qué lo habría impulsado a radicarse entre esas montañas y lagos que le hacían recordar a paisajes de Escocia? ¿Por qué tanta gente parecía quererlo tan lejos de casa en esa otra vida que su familia desconocía? ¿Tendría otra familia en la Patagonia? Esas y tantas otras preguntas se agolpaban en su mente. «Me quedé congelado, fue un shock«, recuerda.
Alison recordó entonces que en los últimos tiempos Allan repetía cada vez con mayor frecuencia que lamentaba no haberles insistido más a su tía ya fallecida y a su madre ya anciana para saber más sobre el destino de su padre. Era junio del 2021 y Alison puso manos a la obra. Ya sabía cuál sería el regalo: estuvo listo dos meses después, dentro de la carpeta marrón.
Aquel 8 de agosto, cuando al fin tuvo conexión, Allan hizo doble clic sobre una nota que Diario Río Negro publicó el 10 de enero del 2021. La puso en el traductor y leyó el primer párrafo: “El comando escocés Allan Fraser sobrevivió a peligrosas misiones en la Segunda Guerra Mundial y llegó a San Martín de los Andes tras enamorarse de la azafata Eva Koessler en Liberia. En la Patagonia dio cátedra de atado de moscas, elección de ríos y lagos y técnica para pescar las mejores truchas. Fue generoso para compartir sus conocimientos, pero vivió sus últimos años como un linyera. Esta es su asombrosa historia».
Luego continuó con la lectura de ese artículo basado en el libro «A mi me tocó Allan Fraser» y en una entrevista a su autor, el odontólogo rosarino radicado en Roca Víctor Brion, apasionado pescador que desde el Alto Valle de Río Negro y Neuquén, al norte de la Patagonia, en los ’70 solía viajar a la cordillera soñando como todos con truchas imposibles en los lagos y ríos cercanos a Junín de los Andes. Pero había otro poderoso motivo para esas escapadas: compartir aventuras con aquel escocés hosco e irónico que sin embargo se hacía querer, ese que conocía los mejores pozones y sabía cómo leer el río, fumaba cigarrillos negros sin parar, era difícil de frenar cuando se pasaba de tragos, escuchaba a Mozart y Beethoven, leía a Shakespeare, canjeaba obras maestras en formas de moscas por platos de comida en el restaurante Ruca Hueney, dormía en una piecita que le prestaban en una hostería de la que una vez lo sacaron inconsciente por el monóxido de carbono y contaba historias como nadie. Por ejemplo, cómo sobrevivió a los brutales combates en Birmania, a donde llegó con 19 años para combatir a los japoneses en la selva.
A la guerra con 19 años
Se había alistado como paracaidista voluntario y salió indemne de las incursiones detrás de la primera línea japonesa, tan riesgosas que los kamikazes parecían ellos: volaban puentes y cortaban las líneas de suministro y de logística enemigas en plena selva. De los tres mil efectivos volvieron apenas unos mil, entre ellos él.
En mayo de 1982, cuando la guerra de las Malvinas, Víctor Brion recuerda el gesto adusto de su amigo escocés al saber que los temibles gurkhas venían con los ingleses que detestaba. «Si vienen esos no hay nada que hacer», le comentó preocupado. Los había tenido de su lado en Birmania y sabía cómo eran, el pánico que provocaban en los japoneses, pese a que eran igual de sanguinarios. Había visto como uno de ellos mataba delante suyo a un compañero: con una espada corta le partió cabeza en dos en un segundo. Recordaba ese cuerpo inerme, arrodillado. Pero temían la aureola de terror que rodeaba a los guerreros nepaleses, que usaban un abanico con filo que al abrir y cerrar producían un ruido que les hacía imaginar el degüello a los nipones.
Cada vez que contaba una de esas historias, Fraser buscaba aflojar el dramatismo con un chiste de los suyos o al menos una anécdota que bajara la tensión. Por ejemplo, aquella vez que le dijo al sargento de los gurkhas que debían saltar a baja altura, a unos 700 metros, porque así lo exigía la misión. El escocés se asombró de que dudara, si siempre se ofrecían de voluntarios primeros. «No, no, 700 metros es mucho. Tiene que ser menos de 100», le contestó. Entonces el capitán británico le explicó que con menos de 700 metros no se abriría el paracaídas. «¿Es con paracaídas? Entonces sí saltamos», le respondió. El escocés largaba la carcajada al narrarlo. Y contaba también que como oficial a cargo siempre se tiraba primero. «Porque sino estos boludos no se tiraba ninguno», explicaba y se reía.
Solía contarles a sus amigos de la Patagonia que sobrevivió sin tomar precauciones, con una botella de whisky siempre cerca entre salida y salida como único plan. “Todos los boludos que se cuidaban tanto, todos muertos o heridos”, explicaba con su humor ácido y las palabras que no tardó en aprender en la Argentina. Solo él sabía qué heridas profundas le había dejado aquel espanto.
Muchas de las historias las contaba en la Hostería Chimehuin, la base para salir a los ríos y lagos de la zona, que tenía carteles en inglés en las paredes. “Dios hazme pescar un pez tan grande que no tenga que mentir”, era uno de ellos. “La trucha es el único animal que crece después de muerto”, rezaba otro. “Mas vale borracho conocido que alcohólico anónimo”, respondía cuando alguien le decía que tomaba demasiado y largaba la carcajada en las largas sobremesas de pescadores en Junín de los Andes. La pesca con mosca tomaría impulso desde allí para dejar de ser solo la actividad de una pequeña elite de norteamericanos y apellidos porteños de alcurnia. Y allí estuvo Allan Fraser para compartir sus conocimientos sin guardarse nada, como cuenta Víctor Brion en el imperdible libro en el que le rinde homenaje. Ahora, hay fotos de él en las paredes de la mítica hostería.
¿Le gustó el regalo de Alison para su cumpleaños? -le preguntó Río Negro a Allan una tarde del verano 2023 en la casa de Víctor y Alejandra en Roca.
–Fue el más extraño de toda mi vida. Y también el mejor…
En busca de su padre en la Patagonia
En el verano del 2023, cuando le contaron la historia a Río Negro, Allan y Alison estaban de visita en lo de Víctor y Alejandra en Roca. Era su segundo viaje hasta allí, en plan relajado de visita a sus nuevos amigos. En el primero, en el verano del 2022, habían venido a investigar, a buscar respuestas. Y las encontraron. Tanto, que más tarde escribirían juntos el libro «Una leyenda escocesa en la Patagonia… En busca de mi padre».
En aquel primer viaje, al llegar a Junín de los Andes, fueron al cementerio y caminaron hasta la tumba rodeada de flores y verde y con una lápida de tonos grises tallada con estas tres palabras: Allan Fraser, pescador. Todo tan impecable que los sorprendió. Esa piedra salió desde Rosario y llegó a Junín en un 147 entre cañas, mosca y carpas, como correspondía. Sus amigos la eligieron porque la recorre una veta que parece un río.
Sus amigos siempre estuvieron ahí para sostenerlo y eso conmovió al hijo que lo buscó tanto tiempo. Para darle un equipo de música, para alquilarle la casita en la que vivió sus últimos años, para organizar el tratamiento quirúrgico de un aneurisma de aorta abdominal del que nunca pudo recuperarse del todo. Donde había una necesidad, ahí estaban ellos.
En Junín, Allan y Alison supieron que Lelia Arrainbide, a quien todos conocen como Chichita, activa y elegante a los 90, se encargaba de mantener la tumba desde que él partió de este mundo en marzo de 1991, a los 67 años. Lo había conocido en los 80, cuando Allan salía de un mercado con una botella de whisky y un paquete de cigarrillos. «Esa no es una buena dieta», le dijo ella. El respondió cortante con una frase del tipo esto no es asunto suyo.
Ella vivía frente al cementerio y él cerca y solía bromear que cuando llegara el momento el camino sería corto. Con el tiempo se hicieron amigos. Ella le prometió que si él moría antes, cuidaría del lugar donde Allan descansaría. Chichita solía bromear, con la ironía que compartían y divertía al escocés, que con esa dieta era lo más probable. Y cuando ocurrió, cumplió con su compromiso.
Más tarde, cuando le preguntaban si había tenido una relación romántica con él, ella respondía que no. «Mi primer marido era alcohólico, no iba a complicarme con un segundo», decía. Así lo relatan Allan y Alison en la apasionante reconstrucción de la vida de Fraser en forma de libro, aun admirados por la calidez, vitalidad y humor de esa entrañable mujer.
Eva, el amor argentino
En su periplo por la Patagonia, Allan y Alison descubrieron que Fraser padre sí tuvo una relación romántica con Eva Koessler, a quien conoció en Liberia cuando ella era azatata de Scandinavian Airlines (SAS). Ella pasaba cada 15 días por Monrovia, a bordo del vuelo que hacía Buenos Aires, Río de Janeiro y París con destino final en la capital del país de la costa oeste africana.
Eva Koessler, ya fallecida, fue parte de una familia que dejó su huella esencial en San Martín de los Andes. Era hija del médico alemán Rudolph Koessler, que atendía a estancieros y peones en el campo y en el mítico consultorio, tuvieran o no con qué pagar. Su madre, Bertha Ilg, nacida en Baviera, también dejó su sello imborrable: enfermera de la Cruz Roja, recopiló leyendas, mitos, cuentos y relatos de los pobladores originarios.
Toda la escala en San Martín fue reveladora para Allan y Alison, desde el día en que se alojaron en un hotel y el recepcionista al ver el pasaporte preguntó si tenían algo que ver con la leyenda de la pesca con mosca o cuando Alison escuchó un comentario similar en una cabalgata con Yvonne Corbett.. Conocieron en la ciudad la historia de los Koessler y detalles de la relación entre Eva y el padre de Allan Jr. Supieron que se inició en 1960, que vivieron primero en Buenos Aires y después en San Martín. Y que cuando se casaron, la familia de ella creía que Allan Fraser estaba divorciado de su primera esposa, Roma. Eva y el escocés se separaron en 1976, tras 15 años de matrimonio.
Ya radicado en Junín, Allan Fraser vivió sus últimos años en la casita alquilada a unos amigos. Aunque su salud se deterioraba, nunca perdió la pasión por la pesca. A veces, pasado de alcohol, le robaban moscas y equipos sin que lo advirtiera. Varias de sus pertenencias y cañas desaparecieron cuando se fue el último huésped en sus días finales. Otras se perdieron con el incendio que arrasó la casita que ya no existe. Nunca le contó a sus amigos en la Patagonia que tenía tres hijos en Escocia.
¿Pudo perdonar a su padre? -le preguntó Río Negro a Allan Fraser Jr el verano del 2023 en Roca.
-Sí. Lo que hizo estuvo mal, tuvo consecuencias nefastas para mi madre, mis hermanos y para mí. Creo que todo fue consecuencia del hecho de que era un hombre joven cuya personalidad cambió con la guerra. Hoy se le llama trastorno de estrés postraumático (TEPT) y nunca fue tratado. Hoy creo que entendemos más sobre el trastorno de estrés postraumático y sus efectos en la familia. Puedo perdonarlo. Me hubiese gustado encontrarlo antes y tener la oportunidad de conocerlo mejor.
Fuente: Diario Río Negro