martes, 11 de marzo de 2025
Mujeres tehuelches en el interior del toldo

No existía el adulterio ni la corrupción venal de las mujeres

Las solteras podían, sin deshonrarse ni ser criticadas, tener amores con el hombre que les gustase. El cacique Pincén tuvo 15 mujeres, y 32 Calfucurá.

Entre los tehuelches, la poligamia no existió como entre los araucanos. El marido no abandonaba jamás a su legítima esposa, y un hombre no podía ni siquiera dejar a su concubina a menos que fuera estéril. Si tomaba algunas prisioneras en la guerra, éstas se convertían en las sirvientas y no en las rivales de la esposa.

La infidelidad conyugal era severamente castigada; así, cuando una mujer por seguir a su amante, abandonaba el lecho conyugal, el esposo, si era de una jerarquía elevada o tenía amigos más poderosos que el raptor, se hacía restituir la esposa. Por el contrario, si éste pertenecía a una clase superior, el marido debía soportar con paciencia que le quitaran la mujer sin quejarse. La mayoría de las veces, las partes entraban en tratativas, y transigían por medio de una indemnización en beneficio del esposo ultrajado.

Si después de vivir juntos algún tiempo, los esposos no lograban congeniar, podían separarse de común acuerdo. Si había habido infidelidad, el esposo tenía derecho de darle muerte a ella y al cómplice; aunque prefería conservar la esposa y poner precio a la vida del delincuente, el cual podía pagar el rescate.

Entre los fueguinos, no era extraño que un hombre despidiera a su mujer, o que ésta se fuera con otro, aunque tal tipo de episodios, cuando no eran consentidos, pоdían terminar en graves peleas entre clanes. Tampoco era raro que un hombre estuviera unido a dos hermanas o a madre e hija a la vez.

Entre los onas, la poligamia era considerada como una costumbre requerida por las exigencias de la vida; por lo general, el número de las esposas era de dos o tres; pero la llegada de una segunda o tercera mujer al hogar, no causaba disgusto a la primera, pues se las consideraba una ayuda para el desempeño de los quehaceres. Muchas veces era la misma mujer la que incitaba a su marido a incorporar más brazos para el trabajo.

Una consecuencia de la poligamia era la edad tan prematura en que se celebraban los matrimonios -a los 12 o 13 años de edad, aunque no llegaban a ser madres sino a los 17 o 18 años. Entre los yaganes, los hombres se casaban desde los 14 a los 16 años, según su propia conveniencia, y no siempre con niñas, sino muchas veces con mujeres que tenían 10 o más años que los jóvenes mismos.

El dominio del hombre sobre la mujer en la cultura selk’nam se estructuró bajo una tradición y rito llamado Klóketen, por el cual se instruía a los jóvenes en el antiguo dominio de las mujeres sobre los hombres, y que por ello el machismo debía mantener el predominio para que no se volviera a alterar la situación presente.

Era una norma entre los mapuches la muerte de la esposa cuando fallecía su marido. La mujer debía ser fiel a su hombre y morir cuando él moría. Al quedar viuda, recibía en la cabeza el bolazo que la llevaría al otro mundo, muy distinto de la tradición tehuelche, en donde la viuda, profiriendo gritos agudos, y ayudándole a llorar también los hombres, se teñía la cara de negro en señal de luto. La esposa se encerraba en un viejo toldo, del que no salía durante un año, conservando las lúgubres vestiduras y la cara teñida de negro, estando obligada durante este período a la conducta más austera, no pudiendo contraer otro vínculo, porque la menor infracción a estas normas sería tomada como un insulto a la memoria del difunto, y los parientes tendrían el derecho de castigarla con la muerte de la culpable y de su cómplice.

El cuidado del cuerpo, los atuendos, la depilación y el pintado del rostro

En cuanto al cuidado de su cuerpo y el atuendo que usaban, los hombres y mujeres jóvenes tehuelches se depilaban las cejas como artificio de belleza.

Cuenta Antonio de Viedma que en días de mucho viento, frío o heladas, se pintaban el rostro de negro o morado, tanto hombres como mujeres, para que no se les cortara el cutis. Ellas se peinaban diariamente, dividiendo el cabello al medio y dejándolo suelto o trenzándoselo; de estas trenzas solían colgar pequeños trozos de vidrio, mezclados con laminitas de cobre.

El tocado de la ona era muy sencillo; se untaba el cabello y la piel con grasa que derretía a la lumbre, consiguiendo así un brillo y suavidad que entre ellos eran muy apreciados. Para peinarse usaban generalmente una mandíbula de tonina; además, la depilación en ambos sexos se realizaba por medio de pinzas o valvas.

Tanto el varón como la mujer llevaban el cabello largo que dejaban caer uniformemente alrededor de la cabeza y sobre las espaldas, pero generalmente la mujer se lo cortaba horizontalmente sobre la frente a la altura de las cejas. Pero el arreglo en que los onas dedicaban buen tiempo diario, era el de pintarse el cuerpo con colores, ya para aumentar su hermosura, ya para anunciar exteriormente sus sentimientos o ciertos hechos alegres o tristes.

Las mujeres y un notable sentido del pudor

El sentido del pudor de las mujeres onas era notable, como lo describe Lucas Bridges: “Las reglas de la urbanidad ona permitían a los hombres hacer sus abluciones a la vista de la comunidad; en cambio las mujeres las hacían en privado, ya sea ocultándose detrás de una capa o buscando la protección de un matorral”.

Por 1783, Antonio de Viedma dejó escrita esta descripción de las tehuelches: “No llevan sandalias en los pies como los hombres, pero cuando montan a caballo calzan botas como ellos. Llevan descubierta la cabeza, dividido el pelo en dos partes, y de cada una hecha una coleta, que baja por las orejas y hombros hasta el pecho y cintura, cuya cinta es de lana parda de dos dedos de ancho, guarnecida, si es mujer rica, en días de gala con abalorios y lo mismo las mujeres de alguna autoridad. También se ponen los abalorios en las agujetas con que sujetan el cuero en el pecho, y en las cañas de las piernas con pulseras, y en el cuello gargantillas de cualesquiera colores (…) Para andar a caballo y para montar guardan suma honestidad, no permitiendo que se les vea parte alguna del cuerpo. Las mujeres de alguna autoridad llevan en las marchas sombreros de pajas, que vienen a ser un redondel con cabo, sin copa, que se lo atan por debajo de la barba con cualquier cosa, y con esto se cubren del sol y agua cuando van a caballo”.

Las nativas de la Tierra del Fuego empleaban una piel de lobo marino por la espalda hasta la mitad del muslo, y se la amarraban a la cintura con una cuerda de tripa de pescado. Llevaban un taparrabo de plumas que les cubría las partes pudendas; algunas veces solían calzar una especie de pellejo de lobo marino amarrado a la pierna.

Los adornos de las fueguinas consistían en collares de conchillas y de huesecillos.

La riña entre mujeres tehuelches parece que comenzaba con palabras ofensivas, hasta que una se deshacía las trenzas del pelo con mucho enojo, acto que repetía la otra sin interrumpir los improperios, y trenzarse en furiosa pelea de tirones de pelo, sin interferir los demás, hasta que ellas mismas se apartaban cansadas, permaneciendo todo el día con el pelo suelto.

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