sábado, 31 de mayo de 2025
La insurrección puneña en 1874. Yavi, Santa Catalina, Rinconada y Cochinoca, localidades tomadas por los indios.

El fin de la resistencia indígena del Noroeste durante el siglo XVII, básicamente la diaguita y la omaguaca, conllevó la inmediata desmembración comunitaria, a través de los traslados masivos, los reagrupamientos en “pueblos de indios”, la paulatina incorporación a las nuevas formas de trabajo impuestas y el mestizaje. Esta densa dinámica cultural tuvo dos consecuencias principales: en primer lugar, la conformación progresiva de la matriz hispano-indígena, fruto del mestizaje en esta parte del territorio y cuyo desarrollo se llevará a cabo sin solución de continuidad durante los tres siglos posteriores, sentando una de las bases del primer componente del pueblo argentino; en segundo lugar, la aparición de una nueva etnia, los collas, síntesis de diaguitas y omaguacas, definitivamente diluidos, los apatamas -que permanecían relativamente defendidos en su Puna inaccesible- y los grupos de origen quechua y aimara procedentes de Bolivia, cuantitativamente cada vez más numerosos y parte de la masa mestiza no integrada en los centros urbanos.

Los collas son la etnia heredera de los habitantes originarios del Noroeste, consolidada durante todo el siglo XIX. Perdieron su organización comunitaria original y su núcleo, la familia extensa; tecnologías sustantivas como la cerámica fueron expulsadas de la memoria colectiva; su religión fue penetrada por el catolicismo ganancioso; ya no visten como antes, salvo en ponchos y ojotas y tampoco cazan.

Sin embargo, los collas son los auténticos portadores de la tradicional forma de vida andina, a través del mantenimiento de muchos patrones culturales como la economía pastoril de altura, y agrícola de papa y maíz; la recolección de algarroba y sal; la construcción de viviendas; la medicina tradicional y las técnicas de adivinación; los instrumentos musicales como erques, quenas, pinkullos, sikuris y cajas; el culto a la madre tierra e innumerables creencias, rituales (rutichico, corte de pelo como rito de pasaje) y prácticas sociales (el sirvinacuy, matrimonio de prueba); la religiosidad ancestral, que lejos de ser dominada por la nueva religión oficial, ha coexistido con ella, en una nueva forma que ha sido redefinida como religiosidad popular.

Cimientos de la antigua civilización Omaguaca

El particular proceso que sufre el Noroeste hace que esta cultura colla, dilución de otras, por un lado, y síntesis nueva, por el otro, no sea estrictamente indígena sino mestiza, lo cual de todas maneras nos permite ubicarla en el campo aborigen, no solo por su historia cultural sino por su inserción en el contexto regional y nacional, crónicamente marginal.

Los collas comienzan así a diferenciarse del resto del Noroeste mestizo (cultura criolla de Lafón o cultura folk de Cortázar y otros autores) concentrándose en asentamientos dispersos de la zona de la Puna, la quebrada de Humahuaca y parte de los Valles Calchaquíes.

Pero la preservación de la identidad originaria, una vez más, no hubiera sido posible sin la sangre de los hijos de la tierra.

Rebelión y dispersión en la Puna

Durante el siglo XIX el Noroeste también es testigo de la lucha por la tierra. Los flamantes Estados provinciales y sus oligarquías nacientes procuran obtener las otrora posesiones indígenas que en muchos casos permanecen en situaciones legales confusas, herencia de la época colonial.

El problema es que en muchas de esas tierras viven comunidades enteras. Hacia ellas se lanza una política de verdadera disolución (Bernal, 1984), consistente en la creación de cargos fiscales (el impuesto indigenal, reemplazante del antiguo tributo); la introducción de la economía capitalista en desmedro de la tradicional de trueque y la organización de los sistemas de poder provinciales.

Esa política perseguía un único objetivo: el despojo de la tierra. Pero la realidad no es esquemática. Casi imprevistamente, en 1872 el gobierno de Jujuy accede a un reclamo de un grupo de indígenas y declara fis cales a tierras de Casabindo y Cochinoca que hasta ese entonces estaban en poder de los terratenientes Campero. Esta victoria legal, sumada al triunfo de la insurrección de medio millón de indígenas en Bolivia que recuperaron sus tierras en 1871, alentaron esperanzas en las comunidades puneñas que fueron creciendo en organicidad con el surgimiento de líderes como Anastasio Inca, Lorenzo Valle, Gabriel Garay y Ramón Cruz, la obtención de armas y el decidido apoyo de grupos quechuas y aimaras de Bolivia.

Las esperanzas fueron fugaces, porque el gobernador Sánchez de Bustamante, un virtual aliado de los indígenas, fue depuesto por los intereses terratenientes, lo que generó la resistencia indígena, que fue rápidamente sofocada, incluyendo la muerte de Anastasio Inca, la detención de los otros cabecillas y la dispersión momentánea de la masa indígena. Las conquistas logradas por los indios fueron conculcadas de inmediato, pero el nuevo gobernador José María Álvarez Prado quería ir más lejos, quería acabar con la incipiente organización rebelde indígena, que volvería a la insurrección. A fines de 1874, alrededor de 1200 indígenas tomaron sucesivamente las ciudades de Yavi, Santa Catalina, Rinconada y Cochinoca, comandados por líderes como Benjamín Gonza, Federico Zunta y el boliviano Elías Gorena. Durante dos meses las masas indias se enseñorearon en la región, pensando seriamente en la posibilidad de expandir su dominio.

El gobierno jujeño, apoyado por el salteño, envió tropas para reprimir a los insurrectos, que en número de 860 los aguardaron en Quera, un paraje vecino a Cochinoca.

El 4 de enero de 1875 ambos bandos se enfrentaron con fiereza con el saldo de los indígenas derrotados: 200 guerreros, incluyendo a los líderes Zunta y Gonza fueron muertos; otros tantos resultaron prisioneros; del lado de los regulares; 73 hombres habían perdido la vida.

La dispersión indígena fue total; los departamentos rebeldes fueron ocupados por el ejército, las autoridades repuestas en sus cargos y muchos de los rebeldes ejecutados.

La lucha por la tierra siguió siendo el motor de las reivindicaciones indígenas, pero las leyes provinciales que se fueron promulgando las desconocieron por completo, marginando aún más a la población autóctona ocupada en sobrevivir cada vez más aislada, en terrenos limitados, áridos y solitarios, que hacia fines del siglo XIX veía naufragar las ilusiones producidas por el sugestivo alzamiento de 1874, heredero del espíritu libertario de Viltipoco.

 

Fragmento del libro “Nuestros paisanos los indios”, Carlos Martínez Sarasola

 

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