martes, 20 de mayo de 2025
Elaboración en base a datos tomados de los libros de bautismo de 10 parroquias de la Ciudad de Buenos Aires y de la División de Archivo del Ministerio de Defensa.

“Indios: servidumbre barata y de fácil obtención mediante la carta de un amigo influyente […] No bien llegaron a Buenos Aires las primeras mujeres y criaturas capturadas en las tolderías pampeanas, familias allegadas lograban por este procedimiento indígenas de ambos sexos en calidad de sirvientes […]”

Leoncio Deodat

 

En la nómina de tutores aparecen varios militares, muchos de ellos de alto rango y profusa hoja de servicios que, en general, incluye la participación en la guerra contra Paraguay. Ven la expedición al desierto, tal el caso de los generales Manuel Campos y Nicolás Levalle, del coronel Manuel Fernández Oro, del comandante Manuel Rubial y del contralmirante Guerrico, jefe de la escuadrilla que acompaño al general Roca en la expedición al río Negro.

Junto con estos altos oficiales encontramos importantes hacendados, empresarios y comerciantes como Saturnino Unzué, miembro prominente de la Sociedad Rural y por largo tiempo diputado nacional; Enrique Sundblad, dueño de grandes extensiones de tierras en el partido de Maipú, quien fue también presidente de la Sociedad Rural y del porteño Club del Progreso; y Agustín Méndez, comerciante, hacendado y empresario que instaló la primera línea de tranvías a caballo que circuló en Buenos Aires.

También integran esta nómina profesionales, políticos y miembros del poder legislativo como el prestigioso médico y político Carlos Durand, diputado provincial y luego senador; el también reconocido médico y director de la Casa de Expósitos, Juan Argerich; Pedro Mayo, cirujano mayor de la Armada para esa época; Tomás Crespo, jefe de la policía de Paraná, Entre Ríos, y además diputado nacional; Rufino Varela, legislador provincial y nacional, ministro de Hacienda durante la presidencia de Miguel Juárez Celman; y el historiador, diplomático y diputado provincial Vicente Quesada.

Completan esta primera nómina un conocido cronista, León Walls, director del periódico Le Courrier de La Plata, el presbítero Francisco Arrache, secretario del Arzobispo de Buenos Aires por ese tiempo y una serie significativa de empleados públicos.

Saber cómo fue la vida y la relación de estos indígenas con las personas o las familias que los tenían a cargo resulta un interrogante difícil de responder. Si nos remitimos a los relatos de contemporáneos de aquella época, sabemos que algunos de los pequeños indígenas adoptados eran empleados como servidores domésticos, mientras otros, en cambio, eran simplemente compañeros de juego de los otros niños de la casa.

Ya adolescentes, generalmente los varones aprendían tareas rurales y las mujeres nociones de cocina y costura. Como sostienen Sabato y Romero, “niños o adultos, estos sirvientes se convertían en personal para todo servicio, viviendo en casa del patrón, disponibles a toda hora, sujetos a una relación paternalista que en ocasiones se traducía en protección a cambio de lealtad y deferencia, y en otras desembocaba en maltrato y rebeldía”.

En efecto, si eran bien tratados y lograban asimilarse al medio quedaban para siempre conviviendo con la familia que los había recogido; en el seno de ella crecían, envejecían y morían. Y si bien no contamos con demasiados testimonios acerca de cómo se desarrollaba esa relación y cuál era la vida de estos indígenas, algunos de los relatos conocidos -fruto del testimonio de testigos de la época, o de descendientes tanto de las familias de acogida como de los propios indígenas acogidos- muestran casos de cierto grado de afinidad y fidelidad.

Si, por el contrario, no lograban integrarse a su nueva vida o eran maltratados por sus tutores, sólo esperaban que se les presentara una oportunidad propicia para poder fugarse. Generalmente a las mujeres ese momento les llegaba -según Alfredo Ebelot- “cuando iniciaban algún romance, y a los hombres cuando tenían oportunidad de salir al campo”.

En este sentido, debemos decir que los partes policiales transcriptos por los periódicos de la época ilustran sobre los intentos de algunos indígenas distribuidos de ganar la libertad o escapar de los maltratos o castigos que sistemáticamente le propinaban sus tutores:

Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública.

Diciembre 12.

Comunica que [en] el Departamento General de Policía existen algunos indígenas detenidos por haber abandonado sus colocaciones y pide se dicten las ordenes correspondientes para que sean alojados en la Comisión de Inmigración […]

Este parte policial exhibe intentos fallidos por ganar la libertad, pero también hay ejemplos de fugas que tuvieron mejor fortuna y cuyos protagonistas lograron, con la ayuda de sus compañeros de infortunio, volver al suelo natal. Tal es el caso de lo sucedido con el matrimonio Bernabé-Ranguren.

Según lo relatado por su nieta Amalia Bernabé, este matrimonio, hacia 1878, vivía en una comunidad aborigen que tenía asentados sus toldos en la región de la pampa central. A mediados de ese año, en plena ofensiva del Ejército Nacional, una de sus innumerables partidas volantes adentradas en territorio indio llegó hasta el lugar donde se hallaba el mencionado asentamiento, al que luego de rodear lograron reducir. Entre los prisioneros estaban este matrimonio y sus dos hijos de corta edad. Trasladados a la isla Martín García junto con el resto de la tribu, el hombre, Juan Bernabé, fue al poco tiempo destinado al servicio de las armas pasando a formar parte de un batallón del Ejército de Línea. Su mujer y sus dos hijos fueron trasladados a la Ciudad de Buenos Aires y distribuidos por separados entre las personas que así lo solicitaron. De esta forma la niña fue a parar a manos de una familia cuyos datos desconocemos, mientras que la madre y el niño fueron entregados al matrimonio formado por Baldomero Videla, hacendado y oficial de la Guardia Nacional y su esposa, Clarisa Aranguren, que vivía en el barrio porteño de San Telmo. Poco tiempo después el niño fue bautizado en la Parroquia de la Concepción con el nombre de Pío José Nahuel, y la madre pasó a llamarse Juana Aranguren (cabe aclarar, de acuerdo al testimonio de su nieta, que si bien figura en el acta de bautismo con el nombre Venancia Esperanza Pegeillan el apellido usado era el de la esposa de Baldomero Videla aunque, con el correr del tiempo y por problemas de pronunciación, el mismo se fue deformando quedando como Ranguren). Durante algunos años la india Juana Ranguren estuvo prestando servicios en casa de la familia Videla, hasta que un día tuvo noticias – por conducto de otros indígenas que se encontraban en Buenos Aires en su misma condición-, de que su esposo había desertado del batallón donde estaba incorporado y se hallaba nuevamente en la pampa. Esta noticia, sumada al constante temor de que le quitaran el niño como había ocurrido anteriormente con su otra hija, la decidió a escaparse. Así, con la excusa de llevar a su hijo a jugar a una calesita de las inmediaciones obtuvo permiso para salir de la casa; una vez en la calle se dirigió inmediatamente a la estación Once de Septiembre del Ferrocarril Oeste y allí abordó un tren que la llevó a Trenque Lauquen, donde finalmente se reencontró con su marido. El matrimonio Bernabé-Ranguren vivió sus últimos años dedicados a actividades rurales en Monte Nieva, paraje cercano a General Pico en la actual Provincia de La Pampa. (Datos aportados en la entrevista realizada a Amalia Bernabé de Gentile.)

 

Fragmento del libro “Estado y cuestión indígena”, de Enrique Hugo Mases

 

 

 

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