– ¿Y la recién nacida?
Quien preguntaba esto una mañana en Mendoza era doña Josefa Álvarez de Delgado, una señora todavía bastante joven, de mantilla, peinetón, traje negro y capa de abrigo, de antemano designada madrina de la criatura. Lo preguntaba en el umbral de la puerta de aquella casa tan grande en que vivía el general San Martín, dirigiéndose a un granadero que estaba allí como esperando alguna orden tomado de la rienda el caballo en que viniera del cuartel.
– No sabría informarle, señora. – respondió el soldado cuadrándose – Pero aquí viene el jefe.
Y era verdad que venía por el patio el general, de largo capote azul. Le saludó la señora; él le besó ambas manos, dio una orden al soldado, que sin más demora montó a caballo y partió al galope, y volviéndose a doña Josefa le dijo:
– ¿Quiere usted ver a la recién nacida? Pues pase usted.
Y entraron por el despacho del general y fueron atravesando varias piezas comunicadas entre sí, todas alfombradas. Aún hacía mucho frío en ese agosto y la noche antes había helado. Cerradas estaban para mayor precaución las habitaciones, y en cada una de ellas un alto brasero cargado de encendidos carbones difundía una agradable tibieza. Por los postigos del todo abiertos entraba mientras tanto el sol iluminando, ya en una, ya en otra alcoba, quizás la esquina de un sofá, tal vez las colgaduras de una cama.
Atravesaron estas piezas y penetraron finalmente en un aposento en que los postigos apenas entreabiertos casi no dejaban pasar la luz. Verdad que había una vela ardiendo ante una imagen, pero daba tan tenue claridad que era como si ni la hubiese. Allá, en un rincón, junto al lecho en que dormía la madre, se hallaba cubierta de un ligero tul de mosquitero la cuna de la criatura.
– Ahí tiene usted – dijo el padre, hablando bajo – a mi infanta mendocina. Así es como yo la llamo.
– No veo nada. – murmuró doña Josefa. – ¿Cómo hacer?
– Esperar a que se le acostumbren los ojos – contestó él – porque si abriésemos, se despertaría la madre, y conviene que descanse.
Pasaron unos instantes, y gradualmente los ojos fueron viendo más. Levantó entonces la señora el velo de la cuna, e inclinándose cuanto pudo,
descubrió al fin la dulce carita de la niña que asomaba entre las blondas de su gorra finísima y las mantas que la abrigaban.
– Es divina – dijo doña Josefa, acariciándole una mejilla con su mano enguantada.
La recién nacida dio un suspiro como en signo de haber comprendido que se trataba de ella.
– ¿Así que le ha gustado, mi amita?
La señora se volvió con sorpresa al general:
– ¿Quién me habla? Miro y no veo a nadie.
– Difícil es descubrir a una morena en la oscuridad. – respondió riendo don José – Y quien habla es la Jesús.
La negrita Jesús, que allí velaba el sueño de la niñita, había llegado a la casa como regalo que el señor Escalada, abuelo de la recién nacida, le hiciera a su hija Remeditos. Regalo, sí, porque ¡ay! aún no había sido suprimida totalmente la esclavitud y se podía regalar una persona lo mismo que se obsequia con un animal o con una cosa, si bien la Jesús se vio siempre tratada como si fuese libre, dada la bondad de sus amos y el cariño que le fueron tomando por ser la negrita más viva, simpática y conversadora que pudiera darse, aunque hablaba un castellano malísimo y casi no había letra que no transformara en ele.
– Bueno, – dijo la señora despidiéndose – hasta la tarde, que volveré a darle un beso a Remeditos y a traerle alguna chuchería a la infanta mendocina.
Por Arturo Capdevila