viernes, 28 de marzo de 2025
Padre Pedro Bonacina, primer salesiano en llegar a Chubut

En 1884 el arzobispo de Buenos Aires había nombrado capellán del Chubut al canónigo Francisco Vivaldi; de modo que los Salesianos, que misionaban en la Patagonia Norte y Austral, no incursionaron en la Patagonia central para evitar conflictos jurisdiccionales.

Pero con el retiro de Vivaldi en 1891, Mons. Cagliero ordenó que desde Viedma se enviara un sacerdote para atender esa región. Le cupo al padre Pedro Bonacina la responsabilidad de ser el primer salesiano que llegara al Chubut. De la relación que de su excursión envía al Vicario Apostólico podemos seguir el itinerario.

El 1º de junio de 1892, en pleno invierno, parte de Viedma acompañado por una reducida comitiva, cuatro en total; el 8 están en Valcheta, habiendo galopado ese día 18 leguas. Apenas hubo acallado su hambre y descansado lo indispensable en casa de Juan Benedé, que los hospedó amigablemente, el padre Pedro inició la visita a las familias, tarea en la que continuó los días siguientes.

El 12 parten con exiguas provisiones; la marcha entre las serranías se vuelve pesada, interminables subidas y bajadas por senderos de piedra. El día 13 tienen que abandonar una mula; el tiempo amenaza nieve. La bajada de Sierra de Corral Chico la hacen a pie por lo escarpada de la ladera, llevando los caballos a la brida; uno se les murió durante esa jornada.

Durante los días 16 y 17 hacen descanso en Sierra de la Ventana para impartir un poco de instrucción a un grupo de indígenas que encontraron allí y para que se repusieran los caballos ya bastante estropeados. El 18 reanudan la marcha; ese día pierden otro caballo… El camino: sierras y valles, lomas y piedras. Con agua de lluvia recogida en los huecos de las rocas toman mate y hasta preparan un puchero. Un frío espantoso, la leña escasa, las provisiones van terminándose. A partir del 20 reducen la ración a la mitad.

El 21 el tropillero y el vaqueano salen a cazar; con no traer nada, se pierden; los que habían quedado en el campamento hacen fuego para orientarlos y se incendia el campo. Al anochecer comienza a nevar. La noche es fría y están con hambre; hasta el mate tienen que racionarlo ya. “Es un peligro muy serio / cruzar juyendo el desierto, / muchos de hambre han muerto”, había comentado Martín Fierro refiriéndose a la llanura pampeana. Nuestro misionero que se aventuró a cruzar el desierto (de verdad) de las Barrancas, el Bajo y los salitrales del Gualicho, la travesía de Valcheta, las sierras de Pailemán, Campana Mahuida, Colorada y Chata en pleno invierno, comprobó la verdad de esa afirmación, aunque él no lo cruzaba huyendo, sino en pos de un ideal.

Durante la noche la temperatura desciende a los 7 grados bajo cero y más. Todas las mañanas amanecen cubiertos o de nieve o de escarcha; los caballos caminan tambaleantes por el hambre y el cansancio; no hay pasto, ni agua, ni carne… El baqueano olfatea el aire, incierto en el rumbo, no contesta las preguntas. “En una palabra, estamos perdidos”, anota el padre Pedro.

La noche del 22 se reúnen en consejo: sentencian a muerte al caballo más viejo. La carne tan dura que apenas podían tragarla, pero les pareció sabrosa. Y sigue la exhausta caravana durante todo el día 23; llega la noche pero no se detienen. Como a las 22 horas la Cruz del Sur apareció a través de la niebla. “Teníamos cifradas todas nuestras esperanzas y a ella dirigiríamos nuestras miradas. En esos momentos, yo ya no podía mantenerme a caballo; bajé y seguí a mis compañeros a pie. Tampoco así podía sostenerme. ¡He deseado morir esa noche!…”

Volvió a montar y se durmió. No debió haber pasado mucho tiempo cuando uno de los caballos relinchó… Al baqueano, que iba adelante, se le oyó una expresión de alegría y después se puso a silbar, los caballos apuraron el paso, renació la esperanza en todos… Se detienen, al producirse silencio oyen un suave rumor como de agua que corre. Habían llegado al río Chubut; se habían salvado de sucumbir en la penosa travesía, y la Patagonia, en esta emergencia, opuso todos los obstáculos que posee en abundancia para hacerles ver qué temple deben poseer quienes pretenden conquistarla.

El padre Pedro miró su reloj a la luz de un fósforo, eran las 23.30 horas; tomó agua del río, acomodó su recado al pie de una gran cortadera y se acostó vencido por el sueño, el cansancio y las emociones “a esperar el nuevo día”.

“Patagonia, tierra de hombres”, de Clemente Dumrauf

 

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