¿Exagera Guillermo Calvo cuando sugiere que la opción, por decirlo así, es entre la hiperinflación por un lado y una híper recesión por el otro?
Fue un mensaje muy potente. “Con la democracia”, decía Raúl Alfonsín, “se come, se cura y se educa”. Sin embargo, a cuarenta años de la restauración de la democracia, están multiplicándose las ollas populares no sólo en los barrios más pobres, el sistema de salud está por colapsar y la educación, que hasta hace poco era motivo de orgullo, se ha convertido en una zona de desastre. Aunque en aquella oportunidad Alfonsín advirtió que con la democracia “no se hacen milagros”, no pudo habérsele ocurrido que tardaría tanto en producir aquí los mismos beneficios que en otros lugares del mundo, incluyendo a varios países de América latina.
Los hay que dicen creer que de los resultados de las elecciones del domingo dependerá lo que suceda en los próximos veinte años; es como si creyeran que sería inevitable que el eventual ganador lograra mantener su hegemonía por un período tan largo como el disfrutado por el matrimonio Kirchner.
Es posible, pero también lo es que el gobierno que surja, se califique de libertario o peronista, tenga una vida útil muy breve, ya que será estructuralmente más débil que los de los presidentes Alfonsín, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde que terminaron bien antes de la fecha fijada por las reglas constitucionales.
Nadie ignora que, desde el día en que asuma, el ganador tendrá que hacer frente a una situación económica extraordinariamente complicada. ¿Exagera Guillermo Calvo cuando sugiere que la opción, por decirlo así, es entre la hiperinflación por un lado y una híper recesión por el otro? Como entiende muy bien el economista prestigioso afincado en Estados Unidos, la Argentina podría sufrir ambos males antes de que, por fin, comience a recuperarse.
Hace veinte años, el país consiguió levantarse con rapidez sorprendente de la lona en que había caído al abandonar la convertibilidad merced al aumento del precio de la soja y otros bienes exportables ocasionado por la irrupción espectacular de China en los mercados internacionales. Aunque en términos generales las perspectivas frente a un país con un sector agrícola competitivo, además de muchos recursos mineros y energéticos, son promisorias, para aprovecharlas la Argentina tendría que superar una serie de problemas angustiantes: la inflación, la ausencia de reservas, la falta de confianza de todos los inversores en potencia, sin excluir a los nacionales, en la Justicia, legislación laboral anticuada, la corrupción rampante, una burocracia omnívora y así largamente por el estilo.
¿Estaría en condiciones de emprender la tarea hercúlea que plantean tales rémoras el gobierno que salga de las urnas? Nadie sabe la respuesta, pero no es del todo fácil ser optimista.
Como suele ocurrir en democracias que enfrentan crisis sistémicas profundas, quienes obtienen los votos necesarios para gobernar pronto se ven obligados a tomar decisiones que perjudican a sus propios simpatizantes. Para que sean soportables, algunos caerán en la tentación de atribuirlas a sus enemigos políticos sin preocuparse por el riesgo de que la conflictividad así provocada les ocasione aún más dificultades. Es lo que ha sucedido una y otra vez en los años recientes; las consecuencias están a la vista.
El panorama frente al país sería menos oscuro si tanto los libertarios como los peronistas se sintieran firmemente comprometidos con algo parecido a un plan integral convincente, pero puesto que uno implicaría sacrificios dolorosos, los voceros de los dos movimientos han preferido concentrarse en llamar la atención a las deficiencias del adversario. Por lo tanto muchos, tal vez la mayoría, de quienes se den el trabajo de votar lo harán por el mal menor, no porque crean en las promesas de un candidato determinado.
El domingo marcará el fin del prolongadísimo proceso electoral que ha servido de sedante para los heridos por el violento ciclón económico, pero no culminará con la formación inmediata del gobierno que se encargue de una crisis imputable a lo tremendamente difícil que sigue siendo combinar el respeto por la voluntad popular con la aceptación de un modelo socioeconómico viable.
En las semanas venideras, el triunfador y quienes lo rodean tendrán que definirse. Podrían adoptar una estrategia meramente política que dé prioridad a sus propios intereses, o, si es más ambicioso, procurar privilegiar los intereses a largo plazo del conjunto, para entonces tratar de persuadir a los habitantes del país, comenzando con sus partidarios, de que, por antipática que a muchos les parezca, la alternativa que tengan en mente es la mejor disponible.
A menos que lo logren, les aguardará una sucesión de meses muy agitados ya que el domingo el electorado no habrá dicho su última palabra.
Por James Neilson para El Río Negro