Su misión era transportar más pobladores hacia la Patagonia y apropiar la ocasión para traer los rieles que unirían ferroviariamente Puerto Madryn con “Punta de Rieles”, hoy Trelew.
Forman parte del contingente una joven pareja, William y Kathe, con su bebita Magui. Kathe debe dar vuelta la página más feliz de su vida: una infancia inolvidable junto a la familia paterna, trastocada por la que ha construido hace poco. Debe acompañar a William, su esposo. Él está convencido de su participación en la empresa de crear una Nueva Gales… una Gales para amar, cantar y orar.
Al llegar a Rawson, les informan que deben radicarse a unos 22 kilómetros al noroeste. El recorrido se efectúa en carro este es único medio de transporte, por lo tanto debe regresar a su punto de partida cuanto antes. Y quedan solos, en medio del campo.
William fabrica un refugio en pocos días, pues debe partir, debe trabajar, no hay sueldo, no hay dinero, el trato es trueque de días de trabajo por mercadería, que llegaba muy de tanto en tanto, en algún barco. Los rieles fueron sus compañeros de viaje. Ellos quedaron en Puerto Madryn. Hay que extender la línea férrea, esta es la misión asignada, resulta una obra titánica.
Es agosto de 1886. William con el corazón apresado por la congoja, no mira hacia atrás, ya se ha despedido de su espesa dejándole las recomendaciones más convincentes y camina hacia “Punta de Rieles”.
Pala, pico, carrieles y hombre en perfecta consubstanciación avanzan en la tarea. Pasa meses sin ver a su familia.
Amanece. La madre ora y canta. La niña no tiene cuna. El regazo materno se convierte en seguro refugio. La soledad es absoluta, el silencio también. Por eso Kathe canta y ora en voz alta, su contacto con Dios es nítido, no hay interferencias. La mirada se pierde en los matorrales de jume. El viento y el frío son campañeros persistentes.
Kathe debe salir a recoger leña, que arranca y troza con sus manos. Envuelve a Magui en una manta y sale, alejándose bastante. Magui se vuelve pesada carga, tiene sueño. Kathe busca una mata alta y de follaje tupido para asegurar abrigo a su pequeña. Sobre la mata extiende su largo y blanco delantal como bandera. Y se aleja para cumplir con tu tarea. Recoge ramas, hace gavillas, las amontona, se aleja nuevamente un poco más… un poco más allá. Sigue trabajando, las manos le duelen, los pies también. El sol se inclina, es hora de emprender el regreso. Se encamina persuadida de que vuelve por el camino andado hacia el amor de su vida. El viento patagónico ha echado a volar el delantal que servirá de bandera. Kathe se desespera, comienza a correr, a pedir auxilio, más nadie la oye. No hay nadie cerca, mira a su alrededor, matas y más matas, todas iguales, grises y feas. Tiembla su coraje de madre. Exhausta, se inclina y apoya su rostro contra la tierra, trata de oír, quiere escuchar, pero los latidos ansiosos de su pecho han ocupado también su cabeza, sus sienes parecen tambores, su boca seca recoge el sabor salado de sus lágrimas que se han transformado en manifestaciones palpables de su dolor. Su valor de madre se ha cristalizado. Pasa así mucho rato ¿Cuánto? No sabe. El sol en poniente aún le regala un dorado reflejo antes de trasponer el horizonte. Trata de repasar mentalmente el recorrido efectuado desde la salida de la vivienda pero su alocada carrera la ha anulado física y mentalmente. Su capacidad de raciocinio se limita a oír, contiene con dificultad su agitada respiración para poder escuchar. Intenta nuevamente un llamado, su voz en las lomas circundantes hace eco: Magui, Ma gui… gui…gui…gui. Cae de rodillas murmurando una oración. De pronto, cada fibra de su cuerpo cobra vida, ha oído el llanto de la niña.
La luna que filtra su mirada blanquecina por la hendija de una celosía, es único testigo. En un rincón, sobre un cotín relleno con hojas secas de álamo, madre e hija confundidas en silenciosa comunión. La niña ha apoyado su cabecita sobre el pecho que hasta hace un momento la amamantara. Por el cuerpo de la madre corre un espeluzno agitando todo su ser que trata de recomponer el entretejido de distancia, añoranza, tiempo y ausencia.
Testimonio de Freda Non Owens de Medina, nieta de los protagonistas de esta historia.