miércoles, 11 de diciembre de 2024

Argentina ha vuelto a ser noticia. Desde el Mundial andaba deslucida: solo algún récord de inflación de vez en cuando o un capricho de Messi en el Caribe, y el resto quedaba para los especialistas o las víctimas directas. Pero estos días los medios del gran mundo se ilusionaron con el ganador de sus primarias presidenciales: un “Hard-right tantric sex instructor”, dice un diario inglés, un “Far-right libertarian”, dice uno norteamericano, “Le nouveau Trump sudaméricain”, dice uno francés, para definir al licenciado Javier Gerardo Milei.

Y después cuentan sus gracias habituales: que frecuenta a una médium de animales para pedir consejos a su perro muerto –del que tiene cuatro clones a los que llama “mis hijos de cuatro patas”–, que quiere abolir el Banco Central y adoptar el dólar como moneda patria, que permitiría la venta de órganos y la portación de armas, que canta en sus mítines cual karaoke de geriátrico, que pretende acabar castamente con la “casta política”, que suprimiría la educación obligatoria y los centros de investigación y buena parte de la salud pública, que dice que “el calentamiento global es otra mentira del socialismo”, que vocifera citas bíblicas como cualquier otro loco en una esquina, que proclama –él siempre proclama– que la “justicia social es una aberración” y el Estado no tiene que meterse en eso. Ni siquiera los dueños del “mercado” que tanto defiende confían en su desbarajuste mercadista.

El hombre sirve: es folclórico, da para sorprenderse y conversar y quejarse de lo mal que va el mundo; al fin y al cabo, a eso nos dedicamos. Pese al ruido, es muy difícil que el señor Milei gane la presidencia. Y si algún dios aburrido se empecinara en propulsarlo, lo que no podría es gobernar: tendría el Parlamento en contra, ni un gobernador a favor y los sindicatos y movimientos sociales peleándole en la calle los recortes que tanto pregona: la receta perfecta para otro gran desastre a corto plazo.

Pero sus 7.116.352 votantes rebosan de lecciones. Sobre todo: que un tercio de los argentinos se sienten violentamente fuera del “sistema democrático” que se instaló en el país hace 40 años y buscan con desesperación a alguien que les devuelva algún lugar. Que este sea el elegido muestra la profundidad de la crisis: sus votantes no buscan una crítica racional, un intento de enmienda, un proyecto; quieren a uno que grite que va a reventar todo.

Tienen razón –o sus razones. Y se inscriben con honores en esta tendencia mundial en que parece que los únicos capaces de capitalizar los merecidos descontentos son estos memes de Hitler y Mussolini, dos señores que, en circunstancias parecidas, también consiguieron el apoyo de multitudes que se sentían desplazadas.

Lo sorprendente es cómo, en tan poco tiempo, las izquierdas –tan concentradas en la minucia– parecen haber perdido la capacidad de expresar la insatisfacción general y proponer cambios que atraigan a los que los necesitan. (En Ñamérica las razones parecen claras: durante 20 años, gobiernos que se dijeron de izquierda se perdieron en políticas asistenciales, clientelares, que terminaron en estas crisis crónicas. Tiene sentido, entonces, que los que las sufren piensen que solo la “derecha antibolche”, el otro por antonomasia, puede rescatarlos.)

Para las elecciones presidenciales faltan dos meses y, en la Argentina, dos meses son dos décadas: tantas cosas pueden pasar mientras. Pero, en cualquier caso, lo más probable es que la pelea se resuelva entre una candidata de la derecha derechista, la señora Bullrich, y uno de la extrema derecha, el citado Milei: entre ambos se llevaron casi dos tercios de los votos del domingo. Los une su rechazo a la falsa izquierda que gobierna, su intención de aplicar “mano dura” con delincuentes y manifestantes y, sobre todo, su antiestatismo. Ahí está la clave del asunto.

En las últimas décadas los nombres cambiaron –poco– para que no nos aburramos: podían llamarse perros o gatos o camellos o peces de jardín, pero todos los políticos decisivos en la Argentina no hicieron más que representar las dos tendencias opuestas dentro del consenso capitalista: estatismo y antiestatismo. Los separa, en realidad, una cuestión de dimensiones. Los antiestatistas suponen que el Estado solo debe ocuparse del poder más puro: la seguridad interior y exterior, cierta justicia y el funcionamiento sin trabas del mercado. Los estatistas le agregan alguna idea de responsabilidad social: que sus súbditos no se mueran de hambre o mugre o enfermedades demasiado evitables.

Durante buena parte del siglo pasado el lugar del Estado fue decisivo en la Argentina: mucho más que cualquier otro país de la región, el sector público mantuvo escuelas, universidades, hospitales, pensiones, ferrocarriles, aviones, teléfonos, electricidad, aguas, petróleo. Esa fue, durante décadas, su diferencia radical.

Hasta que la revolución liberal global de los noventa supuso la “privatización” de esas empresas públicas. Políticos y propagandistas consiguieron convencer a –buena parte de– la población de una falacia boba: ese Estado al que confiaban su gobierno, su seguridad, su justicia, no era capaz de administrar una línea de tren o la distribución del gas. Así vendieron todo –a la España pesoísta, más que nada– y se llevaron poderosas comisiones subterráneas. Mientras, millones apoyaban y revoleaban con alegría aquellos pesos que equivalían a un dólar.

Pero al fin de la década, cuando el globo estalló y los bancos se quedaron con la plata, más millones salieron a la calle a reclamar “que se vayan todos” los políticos que lo habían manejado. Hubo cuatro o cinco presidentes muy perecederos y al final apareció un gobernador menemista sureño, el señor Kirchner, que, ante el fracaso liberal, entendió que era el momento de proponer más Estado –aunque en su provincia, años antes, había privatizado el petróleo.

En 2003 logró el apoyo nacional con sus proclamas estatistas. Solo que el Estado argentino ya estaba muy tocado: Néstor Kirchner –y después su viuda Fernández– usaron el dinero que quedaba para repartir todo tipo de subsidios y dádivas. Su política asistencial creó esta Argentina donde un buen tercio de las personas, sin empleos ni ingresos genuinos, malviven de estas limosnas y deben –o deberían– obediencia a los que se las dan. Esas vidas sin esperanzas desembocan, a menudo, en la indolencia o la violencia.

Así que, con toda lógica, ahora muchos de ellos se rebelan contra ese Estado que los redujo a esta situación. Y culpan a sus dirigentes y otra vez millones –no necesariamente los mismos– quieren que se vayan todos y que se privatice todo. En la lógica circular de aquellas pampas, ahora nos toca un ciclo antiestatal. Solo que, si en tiempos de Menem ese Estado tenía todavía mucho que vender, ahora no tiene nada: solo deudas.

El líder antiestatal, el señor Milei, ya no puede proponer la privatización de teléfonos o aviones; solo le queda privatizar a cada cual, su trabajo, sus derechos, su cuerpo: que venderse sea una decisión individual y que el Estado no la impida. Eso es lo que imagina: ampliar tanto el ámbito de lo privado que cada quien tenga el “derecho” de vender sus órganos, por ejemplo –”porque ese es un mercado más, por qué se va a meter el Estado a regular lo que cada cual quiere hacer con su cuerpo. Si vamos a respetar la propiedad, ¿por qué no voy a poder disponer de mi cuerpo, que es mi primera propiedad?”, dijo en una entrevista.

Y el Estado está tan desprestigiado por su uso político para el control social que el partido estatista que ahora lo maneja no se atreve siquiera a reivindicar aquellos tiempos en que los argentinos sabían leer y escribir porque había escuelas públicas que no solo servían para darles de comer una vez al día. O a explicar que si la mortalidad infantil bajó de 60 a 6 niños cada 1.000 en medio siglo fue por la salud pública. No puede, porque millones lo ven como el refugio de esos políticos tránsfugas que lo aprovechan para comprar voluntades a cambio de limosnas y llenarse los bolsillos o los bolsos.

Es lógico. El sistema de asistencia clientelar es, sin duda, tan injusto y dañino. Pero sacarle ese sustento a personas que no tienen ningún otro sin reemplazarlo por una integración que habría que construir con tiempo y mucho esfuerzo, puede ser una catástrofe. Por eso hay solo un peligro que la Argentina no corre: la famosa “bukelización”. Que necesita, para funcionar, que su líder consiga algo concreto –aunque sea con los peores medios. Y es muy muy improbable que cualquiera de los dos líderes antiestatistas –Milei, Bullrich– consiga nada.

Argentina no es un país conocido por su paciencia y tolerancia. Si alguno de estos jefes intenta, como dicen, acabar con los subsidios, el país tiene todas las chances de prenderse fuego: millones en la calle, el verdadero caos. O si hacen lo mismo que Mauricio Macri y no se atreven a quitarlos y mantienen la situación en los mismos parámetros, el antiestatismo durará unos pocos años y fracasará y volverá el discurso estatista asistencial y otra vez a dar vueltas en la misma calesita, tiovivo o carrusel.

A menos que, por una vez y sin que sirva de precedente, se nos ocurra algo.

Por Martín Caparros para El País

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