sábado, 27 de julio de 2024

“Todos sufren, y cada uno sufre porque piensa”. Lo dejó escrito el novelista francés André Malraux en su disección sobre La condición humana, como queriendo responder a una duda existencial: ¿Pensar es sufrir? “En el fondo, el espíritu del hombre no piensa más que en lo eterno, y la conciencia de la vida no puede ser más que angustia”.

Pienso, luego sufro.

La cuestión es que, si pensar es sufrir, tal vez la inteligencia sea el camino más directo a la desdicha. Es la pregunta que se hace la psicóloga y psicoterapeuta Jeanne Siaud-Facchin en su último libro, titulado ¿Demasiado inteligente para ser feliz? (Ediciones Paidós).

En él, esta especialista en superdotados cuenta el drama de una antigua paciente cuya angustia la llevó literalmente a borrarse de este mundo. Tras sufrir trastornos alimentarios y varios intentos de suicidio, fue ingresada durante un tiempo en un hospital psiquiátrico.

Siempre quiso ser médico, por lo que estudió medicina militar con un expediente brillante. Sin embargo, nunca la dejaron ejercer por su historial psiquiátrico. “Fue un golpe durísimo y decidió hacerse monja. Hizo voto de silencio y cambió de nombre. Desapareció”, recuerda hoy esta experta.

Ya no es que su inteligencia no le bastase para encontrar una salida a su desesperación. Es que su inteligencia la arrastró al pozo. “El número de adultos superdotados con la vida hecha añicos y que padecen un sufrimiento psicológico severo es elevado”, sostiene Siaud-Facchin.

Podría pensarse que la inteligencia deslumbrante de un superdotado sólo puede asegurarle éxito y satisfacción, pero lo cierto es que tendrá muchas probabilidades de ser una persona depresiva a la que la vida se le haga cuesta arriba. ¿Por qué? Ese es, precisamente, el misterio que esta psicóloga trata de desentrañar.

“Cuando el pensamiento está exacerbado y es de una intensidad muy alta puede hacer sufrir”, afirma Siaud-Facchin. “Pensar hace que cuestionemos el mundo y, de paso, que nos cuestionemos a nosotros mismos. Si dudamos de los otros y de la vida, dudamos en primera instancia de nosotros”.

Es lo que se conoce como el pensamiento arborescente. Un pensamiento que desemboca en otros pensamientos, que a su vez se dispersan en otros tantos… Y así hasta el infinito, como si de un gigantesco árbol se tratase, donde las ramas van escalando y bifurcándose. Un árbol que crece y crece sin que el jardinero -el superdotado en este caso- pueda dominarlo.

“Es pensar constantemente”, dice la autora. “Es pensar de una forma que puede envenenar, donde la duda aparece una y otra vez porque una pregunta lleva a una nueva hipótesis y rara vez dará con una respuesta que le satisfaga por completo

Según un ranking de la Emory University, Bobby Fischer contaba con un CI de 187 puntos

Es la maldición del cerebro superdotado, insoportable muchas veces para quien carga con él. En su consulta, Siaud-Facchin ha tenido que tratar a niños que le suplicaban algún remedio para poder detener el torrente de pensamiento. Dejar de pensar para dejar de padecer. Para esta psicóloga francesa, este es uno de los mayores desafíos para un superdotado: “Encontrar una forma de dirigir su pensamiento y no sufrir a causa de él”.

Puede sonar a paradoja, pero la lucidez de los superdotados les lleva a percibir con una agudeza brutal las debilidades y los límites de los demás. ¿Cómo no van entonces a detectar primero los propios fallos y la propia incapacidad? Los motivos de angustia no acaban aquí. “Al fin y al cabo, a fuerza de buscarle sentido a las cosas, ya nada tiene sentido”. El sinsentido es el absurdo y, para los superdotados, lo que conduce al tedio existencial ante la imposibilidad de comprender el mundo.

Pero hay más, porque existen dos facetas que son inseparables en el superdotado: la intelectual… y la afectiva. Junto con una “inteligencia fuera de los límites” se da una sensibilidad “cuya intensidad invade el ámbito del pensamiento”. El superdotado es hiperinteligente, sí, pero también hipersensible. Sucede en todos los casos, lo que explica que la inteligencia extrema y vaya de la mano de la vulnerabilidad psíquica.

Siaud-Facchin lo describe así: “Ante esta invasión emocional, el córtex prefrontal se desactiva rápidamente. El córtex prefrontal es la zona del cerebro que controla las emociones y organiza el pensamiento. Entonces, las emociones toman el control exclusivo de la situación, sin ser canalizadas ni controladas”.

Cuando los superdotados son niños, comprenden que son diferentes y acaba inhibiéndose y encerrándose en sí mismos

Jeanne Siaud-Facchin
Una vez sometido a la influencia de las emociones, todo puede suceder. Nublan cualquier capacidad de análisis racional, con lo que “un superdotado reacciona de manera mucho más intensa a las cosas pequeñas”. De repente explota y no sabemos por qué. Su reacción desmesurada nos parece totalmente fuera de lugar. “Los superdotados tienen un sentimiento de desfase, que es esa sensación de que no les entendemos pero también de que ellos no nos comprenden a nosotros”, dice Siaud-Facchin.

El origen de su malestar hay que buscarlo aquí, pues “tienen la impresión de que deben hacer siempre un esfuerzo para entender a los otros”, mientras que a la inversa no se da. Su forma de procesar y de estar en el mundo, simplemente, queda fuera de nuestro alcance. El 97,7% de la población mundial encuentra indescifrable el cerebro del 2,3%, de personas con una inteligencia fuera de lo habitual.

El primer choque con la dura realidad suele producirse en el ámbito escolar. El colegio es la primera fuente de malentendidos: “El niño superdotado no descodifica correctamente las suposiciones de la escuela”, cuenta la autora.

Siaud-Facchin recuerda el caso de un pequeño que en sus primeros días de clase dedujo que no hay que contestar a lo que pregunte la maestra. Si ninguno de sus compañeros lo hacía, esa será la norma. El malentendido era tan simple como que el resto de niños no levantaba la mano porque no sabía la respuesta, a diferencia del niño superdotado que ya sabía leer y escribir. De ahí que tardara en comprender por qué la profesora se molestaba cuando él insistía en no responder.

Esta confusión marcará el principio de todas las dificultades que habrán de llegar, incluido seguramente el fracaso escolar. “Cuando se es niño, uno comprende que es diferente, y entonces acaba inhibiéndose y encerrándose en sí mismo”, expone la psicóloga. “Piensa que no vale, lo cual mina su confianza y autoestima y crea una vulnerabilidad que, cuando se convierta en un adulto, podrá implicar el desarrollo de trastornos de ansiedad, depresión o fobias”.

Porque a la humillación de verse señalado como el listillo o de sentirse el patito feo de la clase seguirá el oscuro bosque de la adolescencia. No hay que olvidar la importancia del sentido de pertenencia e identificación con el grupo en esta etapa. Ahora bien, para un joven que ya empieza a ver que hay algo que no cuadra, la “inhibición intelectual” pasa a ser una estrategia de integración. Básicamente, echan “a pique el propio funcionamiento” para intentar ser idéntico a los demás… y dejar de sufrir en consecuencia.

Se trata, en definitiva, de asumir que no sólo la inteligencia es inútil en esta vida, sino que además nos aleja de los amigos. Así que hagámonos los tontos para parecer como los demás.

Muchos superdotados que se vuelven religiosos para alejarse del mundo y dirigirse a una instancia divina superior

Jeanne Siaud-Facchin
Siaud-Facchin advierte de que cada vez se extiende más un fenómeno de reminiscencias japonesas como el síndrome Hikikomori, que consiste en la elección voluntaria del aislamiento social. Jóvenes que se encierran en casa y no salen a la calle. “Afecta a los superdotados en la medida en que ese sentimiento de exclusión, de no poder conectar con los otros, deriva en querer recluirse en uno mismo”, dice la experta en esta población. “Cuando se vuelve algo patológico, hay una incapacidad para vivir, como una especie de discapacidad para vivir”.

En el caso del superdotado, este miedo se vuelve omnipresente, hasta el punto de que explica buena parte de sus singularidades. “¿Por qué tantos miedos?”, se pregunta Siaud-Facchin. “Porque a lo que más teme el superdotado es a sí mismo. Tiene pánico a su pensamiento, que puede arrastrarlo hasta profundidades espantosas; tiene miedo a sus emociones, que lo invaden de manera incontrolable; tiene miedo a los demás, de los que se siente al mismo tiempo distinto y semejante; tiene miedo de no saber dominar la vida…”.

Es más, el análisis permanente de todos los elementos del entorno desde que son niños es el origen de un tipo de ansiedad en los superdotados. Examinan todo lo que puede suponer un peligro. Pero claro, el peligro puede estar en todas partes. Incluso si no vives en una zona sísmica, quién puede asegurar que nunca jamás vaya a haber un terremoto? Nadie, y el superdotado lo sabe. Conclusión: tiene miedo. El problema, según el término que emplea la francesa, es que esa “sobreconsciencia” de todos los peligros que nos acechan agota psicológicamente al superdotado, que siente la necesidad -imposible- de querer controlarlo todo.

La expresión del sufrimiento del superdotado puede guardar similitudes con patologías clásicas como la esquizofrenia o el trastorno bipolar. Siaud-Facchin lamenta que esto provoque en muchos casos errores de diagnóstico: esto es, que se acabe medicando a los superdotados para patologías que nada tienen que ver con su personalidad.

Por ejemplo, el pensamiento divergente o la rapidez de asociación de ideas, junto con una apariencia de frialdad y de distanciamiento emocional, puede dar lugar a un diagnóstico de esquizofrenia. De la misma manera que puede identificarse un falso trastorno bipolar ante los cambios exagerados de humor que pasan de la excitación al pesimismo profundo. “Me escandaliza que haya psiquiatras que no quieran oír hablar de esto, que digan que los superdotados funcionan bien”, cuestiona esta experta.

De nuevo, la incomprensión que pone esa barrera entre los superdotados y el resto de la sociedad. Siaud-Facchin relata otro patrón que ha visto en su consulta: “Hay muchos superdotados que se vuelven religiosos para alejarse del mundo y dirigirse a una instancia divina superior”.

“Todo hombre es un loco”, diría Malraux. “Pero, ¿qué es un destino humano, sino una vida de esfuerzos para unir a ese loco con el universo?

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