
Las corbatas celestes, los cintillos punzós, los moños blancos o colorados marcaron a fuego a los cuatro partidos que dividieron hasta las últimas consecuencias a los argentinos y a los orientales.
Bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas, no solo Buenos Aires, “la ciudad pintada de rojo”, como la tituló Manuel Gálvez, en una de sus más conocidas novelas, sino todo el país se vio invadido de “púrpura y grana”. Puertas, ventanas, muebles, carruajes, vestimentas presentaban una profusión de tonos de sangre.
En cambio, en Montevideo, los antirrocistas argentinos y los antioribistas orientales usaban escarapelas y cintas coloradas, mientras que más allá de las murallas, los sitiadores entrelazaban el blanco distintivo de su partido con el rojo que reflejaba la alianza entre Oribe y Rosas. Tres lustros después, los colorados uruguayos aún circulaban con cintillos que decían: “Con los blancos ni a la misa”.
Corría mayo de 1835, poco después de iniciar su segundo mandato como gobernador de la provincia de Buenos Aires, cuando don Juan Manuel declaró obligatorio el emblema punzó para los preceptores de las escuelas públicas y privadas. En septiembre del mismo año hizo otro tanto con respecto al uso de las etiquetas para pegar los sobres.
En 1837 llegó a devolverle una carta sin abrir al gobernador catamarqueño José Cubas por haberlo cerrado “con oblea celeste, lo que ya entre los federales es recibido como un insulto”.
Y a fines de 1838, el mandatario santafesino Juan Pablo López dictó un decreto precursor de las persecuciones del año del terror en Buenos Aires (1840) cuando los mazorqueros pegaban moños rojos con brea en el cabello de las “unitarias”. Disponía que todo habitante de la provincia debía colocar en “el lado izquierdo de su vestido y de su modo visible la divisa Punzó, signo de la federación, con el lema siguiente: ¡FEDERACIÓN, PATRIOTISMO, LEALTAD! o con el siguiente: ¡VIVAN LOS FEDERALES, MUERAN LOS UNITARIOS! Agregaba la resolución que “el bello sexo también está obligado a usar la divisa y como no es posible que la lleven con lema, se la colocarán en la cabeza formando rosa o moño”.
A medida que fueron exaltándose las pasiones, el Colorado selló la fortuna o la desgracia de los argentinos. Quien no lo ostentaba en un buen chaleco o en alguna prenda, pasaba a integrar el número de sospechosos. Hasta el fondo de las copas de los sombreros llevaba el retrato del dictador, orlado de su color favorito, para que al efectuar ceremoniosos saludos todos vieran la “amada” imagen del “Gran Rosas”, fría y distante como un mármol romano. Por cierto, la divisa campeaba también en las sotanas, en los uniformes de gala de los militares y en las vestimentas de cuarteto. Los jefes y oficiales de tierra y mar portaban fajas, bocamangas, pecheras y vivos punzó.
Los célebres bufones en el Palermo entretenían al gobernador y fastidiaban por lo general sus visitantes, don Eusebio de la Santa Federación y Biguá, obispo de Balchitas, respectivamente vestido con ropas militares y con profano remedio de hábitos religiosos, portaban largos cintillos en que cabían leyendas colosales.
Todo aquel despliegue de prendas coloradas daba grandes ganancias a los sombrereros, sastres y tenderos que bordaban o imprimían con gruesos caracteres negros, cintillos con epítetos cada vez más feroces, moños, guantes de cabritilla y otras prendas destinadas a uniformar por la fuerza de la sociedad. Por cierto, los comerciantes debían cuidarse de poseer entre sus existencias al odiado color celeste, prenuncio de atropellos y vejámenes.
Las porteñas y provincianas de ojos renegridos y afinada estampa, en edad de merecer, lucían sus rojos vestidos, sus abanicos y guantes con la efigie de Rosas, y hasta sus zapatitos de raso exhibían el tono de las “verdaderas patriotas”. Las matronas no se quedaban atrás en ese torneo de devoción federal. El por entonces denominado bello sexo también ostentaba peinetones de gran tamaño de carey o de asta, confeccionados por el exitoso artesano español Manuel Masculino, quien no daba abasto ante la creciente demanda de dichos adminículos, sobre todo en Buenos Aires. Las peinetas llegaron a ser tan grandes que dos damas no podían caminar al mismo tiempo por la vereda. A raíz de ello, la policía debió dictar una ordenanza que daba derecho de tránsito a la que circulaba por la derecha.
La moda generó muchas críticas en los periódicos de la época y fue ridiculizada por el reconocido artista francés César Hipólito Bacle, en una famosa serie de mitografías. Muchos peinetones reproducían la efigie de Rosas con la leyenda “Federación o muerte”.
La niña Manuelita, como la llamaba su padre el gobernador, aún en los días en que había dejado de serlo, no constituía lógicamente una excepción. Sus trajes de miriñaque, ceñidos en la cintura, eran punzó, como lo reflejaban diferentes retratos, entre ellos el célebre óleo de Prilidiano Pueyrredón. En la corte de Palermo, las amigas de la bondadosa hija del restaurador rivalizaban en los adornos, pero jamás se permitían quebrantar la inexorable regla del color.
En cuanto a los peinados y modos de usar la barba y el bigote, había un modo federal y otro unitario. El primero indicaba que los hombres de bigote grueso y caído hacia abajo, el que se atrevía a ostentar la barba “en u”, sin mostacho, denunciaba su condición de adversario y se exponía al seguro ataque en la Mazorca.
Al producirse la caída de Rosas, el general vencedor, Justo José de Urquiza, lejos de desterrar el cintillo, insistió en su uso como símbolo de la Federación, a punto tal que cuando el 19 de febrero de 1852 entró en Buenos Aires al frente del Ejército Grande, mostró una gruesa cinta colorada en su sombrero de copa civil, que otorgaba un raro aspecto al uniforme militar cubierto por un poncho blanco, pero ya no peligraba la integridad física de nadie por no querer prender la divisa en su casaca.
Fragmento del libro “Historias de la historia Argentina”, de Miguel Ángel De Marco