jueves, 27 de marzo de 2025

La década del 60 marca también el inicio de otra faceta de Comodoro Rivadavia: el aumento de la violencia, acaso como resultado de su crecimiento poblacional y urbano, por los ya comentados motivos del auge laboral producto de los contratos petroleros. El paso de “pueblo a ciudad”, si se puede establecerse tal diferencia, no se dará de modo gratuito, sino que agarrará varias cuotas que incluyen sangre y violencia.

Así, en estos años, se inicia una serie de crímenes que conmueven no solo por la violencia, sino por la frialdad con la que actúan quienes los perpetran.

Hasta ese momento en el pueblo se habían registrado muertes violentas, pero los crímenes estuvieron ligados al bandolerismo, promovidos con fines de robo antes que la explosión de violencia sórdida que provocan ciertas patologías urbanas.

El 4 de febrero de 1964 la ciudad se conmueve por el triple homicidio cometido por un sujeto de nombre Marcos Arenas, hasta ese momento un tranquilo trabajador gastronómico oriundo de la ciudad de Mendoza. El asesino regresa al domicilio de los hermanos Alfredo y Ramón Monguillanes, ambos comerciantes a los que ejecuta con disparos de arma calibre 38, mientras almorzaban con sus familias. Los dos hombres caen muertos delante de sus hijos.

Sin inmutarse, Arenas sale del domicilio ubicado en Belgrano y Sarmiento, camina hasta la calle Italia, desciende hasta San Martín e ingresa a la parrilla Las Brasas. Allí asesina al propietario del negocio, Norberto Ivanovich, y efectúa disparos contra el parrillero Abel Rojas, quien cae malherido pero logra salvar su vida.

El homicida sale caminando del negocio y pasa a tomar una gaseosa en un kiosco de la calle Ameghino, para luego marcharse siempre a pie hasta el barrio Las Flores, escondiéndose en una cancilla de alta tensión para cruzar el cerro a la noche hacia kilómetro 3. De allí, viajando “a dedo” y a pie, logra burlar el cerco policial y abandona la ciudad.

Arenas es encontrado 20 días después, en la provincia de Río Negro, luego de que un camionero diera aviso a la policía, como si tal cosa el homicida le había contado el crimen. Sobre los motivos del homicidio, Arenas se defiende diciendo que sus víctimas le adeudaban una fuerte suma de dinero que él les había prestado luego de ganar un importante premio en la lotería. Lo condenan a 20 años de prisión.

Séxtuple homicidio

Enigmáticamente, un año después del triple crimen de Arenas, el 5 de febrero de 1965, son asesinados dos taxistas en un camino de kilómetro 8. Las víctimas son identificadas como Julio Urricelqui y Félix Francesqui. El autor permanecerá impune durante cuatro años, suficientes para cometer un nuevo y horrendo crimen. El 26 de enero, asesina a balazos al matrimonio Ruocco y a sus dos pequeños hijos. La mujer estaba embarazada. Los propietarios de la Cantina Italiana, un restaurante ubicado en la avenida Yrigoyen. El asesino resultó ser el mozo al que habían despedido, identificado como Germán Silva.

Cuando Silva es descubierto por la policía dos semanas después del crimen de la familia Ruocco, la pericia sobre el arma lo compromete en el crimen de los dos taxistas. El criminal termina por confesar sin atisbo de remordimientos. Con 24 años de edad, nacido en la Isla de Chiloé, el homicida sorprende por la frialdad con la que relata los seis crímenes cometidos.

Silva había abordado el taxi conducido por Urricelqui sobre las 20 del 5 de febrero de 1965. El homicida confesaría después que subió al taxi con intención de robo. Ignorante de lo que le deparará el destino, el taxista comentó a su pasajero que su socio debía efectuar un viaje a zona norte sobre las 23 de ese día, por lo que pasó a buscarlo para entregarle el vehículo y el turno. Ambos trabajadores convinieron llevar primero al pasajero hasta el kilómetro 8. Al llegar a un camino que conduce hacia la restinga, Silva intentó asaltarlos y ante el intento de los trabajadores para salir del taxi, les disparó a quemarropa. Robó una de las billeteras con 1.500 pesos y se llevó los elementos que serían la prueba de su contra: una radio, una linterna y las llaves del automóvil Siam Di Tella, a las que arrojó a un pozo ciego del baño de su casa.

En 1968, al confesar el crimen, la policía debe efectuar un largo trabajo hasta encontrar las llaves entre la materia removida del pozo desagotado. Las llaves y la billetera encontradas son las pruebas de ese horrendo crimen: “Necesitaba dinero, como sea, porque no conseguía trabajo”, dice el homicida en 1968, mientras mucha gente se agolpa en la puerta del juzgado porque trata de lincharlo. En plena feria judicial, el sumariante llama a los empleados judiciales para que cubran las puertas y ayuden a la policía a proteger al reo, pero la gente no se desborda. “Ojalá me peguen un tiro”, dice Silva, pero poco después cambia de opinión. “Ojalá algún día salga y pueda arrasar mi vida”.

Conocida la noticia, muchos testigos que han trabajado con Silva comentan la obsesión que este tenía por conseguir un trabajo y mantenerlo, una vez que lo obtenía. La mayoría lo atribuye a su carácter extraño. Hijo de un obrero petrolero muerto en un accidente en Pico Truncado, Silva ha sido criado por un hermano de su padre, un obrero de Comferpet, que no podía creer que su hijastro le haya robado el revólver que él ocultaba en su casa.

En cuanto al crimen de la familia Ruocco, el homicida dice ante el juez que los mató por el odio a su ex patrón por haberlo despedido del trabajo “solamente porque en un mes llegué tarde dos veces”. La obsesión de Silva por la falta de empleo pinta más su personalidad patológica antes que la preocupación genuina de una persona para conseguir un empleo estable. La frialdad con la que ha ejecutado sus crímenes, sin atisbo de piedad ni siquiera por los dos pequeños hijos de Ruocco, conmueve aún hoy al punto que cuesta examinar los archivos policiales sobre el caso. Tras las muertes, el homicida ha esperado durante más de una hora la llegada de la policía, pero después se arrepiente y se retira de su domicilio. Una firme investigación policial logra atar cabos hasta llegar a dar con él.

Condenado a cadena perpetua, Silva es liberado tras 15 años por buen comportamiento y hoy goza de libertad condicional en la misma ciudad cuya historia ha quedado marcada por sus crímenes.

La violencia provoca xenofobia

 En abril de 1965 se produce otro crimen que conmueve la comunidad comodorense y que no será esclarecido del todo, pese a detectarse a los autores del hecho. El sábado 17, previo al domingo de Pascuas, el fotógrafo Antonio Ostoich es asesinado en su estudio por tres sujetos que fingen requerir una fotografía con el fin de robar el dinero que guardaban su negocio, que además funcionaba como casa de cambios de monedas, especialmente chilena. Cuando Ostoich está junto a la cámara, cubierto por el paño negro que dispara el flash sobre uno de los hombres que ha pedido la foto, los otros dos aprovechan para golpearlo con un pesado objeto en la cabeza, causándole la muerte.

Durante cinco años, la investigación policial se maneja con una única pista, que al final da sus frutos. Antes de morir, Ostoich alcanzó a disparar la cámara fotográfica sobre el homicida que fingió ser el cliente. Su rostro impreso en el negativo guió la pesquisa hacia el vecino país de Chile.

En efecto, los sujetos se habían conocido en Osorno, Chile. Sin trabajo y deslumbrados por el crecimiento de la Argentina, decidieron viajar a Comodoro Rivadavia a probar suerte. Sin embargo, por requisitos legales en su documentación, o tal vez porque llegaron cuando el “boom” ya había terminado, no consiguieron el ansiado empleo buscado. Fue así que planificaron otro asalto en un comercio importante de la ciudad. Omar Gallardo Provoste fue el que puso su rostro ante la cámara, sin saber que la trampa para el comerciante sería también su propia trampa. Sus cómplices son identificados como Heriberto Martínez Vargas y César Aguilar. La justicia no llega a actuar sobre este porque fallece en 1968. Los otros dos son traídos a Comodoro Rivadavia por Interpol en 1970. Pero el crimen no quedará del todo claro. La justicia no logra reunir pruebas suficientes sobre cuál de ellos aplicó el golpe mortal al comerciante. Y ambos se defienden diciendo que fue el fallecido Aguilar el autor material. Tras algunos años, son dejados en libertad.

También en 1965 se produce un violento asalto al relojero Basujno. Cuando la policía comprueba que los autores del hecho son de nacionalidad chilena, muchos sectores de la comunidad reaccionan en reclamo por mayores controles en la frontera, alimentándose así un fuerte sentimiento de rechazo a los nuevos migrantes del vecino país. Comodoro se siente amenazado.

En esa generalizada corriente de opinión, no se tiene en cuenta que muchas de las víctimas de los hechos de violencia también son extranjeros, chilenos o italianos, pero inmigrantes al fin: gente de buena voluntad que había llegado a este suelo a construir con su trabajo. Pero no hay lugar para el análisis. En tiempos tan agitados, lo que prevalece es el temor de una comunidad que de pronto se descubre vulnerable, casi indefensa.

Para colmo, ni siquiera hay seguridad en los sitios estrellados para confinar a los delincuentes.

El 25 de julio de 1968 se produce una violenta fuga a la alcaldía policial, en la que el agente Eleuterio Urrutia, de 27 años, resulta muerto por los prófugos que escapan, abriéndose paso con las armas conseguidas tras reducir a uno de los guardias. Se dirigen especialmente hacia el domicilio de un oficial retirado al que acribillan a balazos, pero este felizmente salva su vida. Uno de los evadidos ha participado en el asalto de Basujno. Los atrapan tras varios días de búsqueda, pero la ciudad ya no duerme tranquila. Las fugas de la alcaldía se repetían siempre con el aviso de “peligro para la población, los delincuentes están armados”. También ocurrirán otros crímenes, no menos violentos. Una mujer decapitada, un hombre asesinado por su esposa, en complicidad con el amante, engrosan las páginas de las noticias policiales de la década del 60. Además, otros hechos que suman al alcohol y la marginalidad como contexto.

Comodoro Rivadavia ha dejado de ser un pequeño pueblito del sur para asumirse en todas sus miserias de las grandes urbes.

Extraído del libro “Crónicas del Centenario” editado por Diario Crónica en 2001

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