Los argentinos toman más mate que cerveza, pero la cosecha de la yerba que sirve para la infusión esconde historias de desigualdad y pobreza. La fotógrafa Magalí Druscovich siguió durante años a un grupo de trabajadoras que, como todos los argentinos, aman el mate, pero si pudieran elegir preferirían que sus hijos se dediquen a otra cosa
Ana, de 19 años, posa para un retrato en su casa de Cuatro Bocas, en el norte de la provincia argentina de Misiones. La selva misionera es famosa por las cataratas del Iguazú, los asentamientos jesuitas del siglo XVII, y por albergar una de las fronteras más porosas y calientes de Sudamérica: la que divide Argentina, Paraguay y Brasil. El turismo y el contrabando son notorios, pero gran parte de su economía está centrada en la cosecha de la yerba mate: el 90% de la producción argentina sale de esta región. Unos 30.000 trabajadores se dedican a su cosecha cada año, de los que las organizaciones sindicales calculan que casi el 67% no están registrados formalmente.
El pueblo guaraní originario de la selva misionera tomaba el mate desde antes de la colonia, pero la conquista se encargó de popularizarlo en todo el virreinato de La Plata. En la provincia de Misiones, donde los jesuitas introdujeron el cultivo en pequeñas plantaciones a lo largo de decenas de reducciones indígenas a orillas del río Paraná, aún se mantiene ese modo de plantación: el último censo agropecuario (2018) calcula que la provincia alberga 129.569 hectáreas de explotación a cargo de casi 10.000 organizaciones de producción. La distribución de miles de parcelas y la volatilidad de las contrataciones hace que los trabajadores dependan de muchas horas de transporte para llegar desde sus pueblos hasta las plantaciones.
El mate se toma caliente todo el año y frío en algunas zonas en verano; amargo por tradición y azucarado cuando se busca engañar al hambre. La infusión se bebe en hogares ricos y pobres, en el campo y la ciudad, en oficinas de Gobierno, entre la élite del fútbol, en universidades y mercados populares. En la imagen, Ana Correa, de 18 años, y Daniel Correa, de 10, toman mate en su casa en el barrio rural de Cuatro Bocas en Misiones.
Lidia Correa comenzó a trabajar en la cosecha de la hoja de yerba mate cuando tenía nueve años. Hoy tiene 41. En Cuatro Bocas, su barrio del norte de la provincia de Misiones, viven 94 familias. Todas dependen de los seis meses al año en los que la cosecha da trabajo.
La zafra dura seis meses, entre abril y septiembre. Los meses restantes, la planta de la yerba mate crece y se atiende poco. Los trabajadores que se dedican a cosecharla quedan parados, aunque algunos tienen un trabajo esporádico en los yerbales. En la foto, Alejandro, de 17 años, Daniel, de cinco, y Ana, de 12, todos hijos de Lidia Correa, vuelven a su casa después de ayudar a su madre en la limpieza de los yerbales durante un día de febrero de 2013.
Patricia, de 27 años, pasa la tarde junto a sus tres hijas en su casa en el barrio de Cuatro Bocas.
Aurelia, de 42 años, durante una jornada de trabajo en el yerbal. Comenzó a trabajar en la zafra cuando era una quinceañera. El trabajo infantil está prohibido por ley en Argentina, aunque la Organización Internacional del Trabajo calcula que al menos uno de cada 10 menores de 15 años trabaja en el país.
El trabajo en el yerbal depende de una pirámide opaca. La mayoría de los terratenientes forman cooperativas que no contratan a sus trabajadores directamente, sino que tercearizan la búsqueda de jornaleros mediante un capataz que se encarga de llevarlos a la plantación y quien hace de intermediario para negociar los precios cada temporada.
Algunas trabajadoras juegan a las cartas durante un día de lluvia que suspendió la cosecha.
Gonzalo, de siete años, nieto de Lidia Correa, hace mandados en su barrio de Cuatro Bocas.
Sonia Lemos, de 41 años, organiza el cobro del subsidio asignado a los trabajadores de la zafra durante los meses en los que no hay cosecha. Lemos, secretaria general del Sindicato de tareferos y representate de Cuatro Bocas, trabaja en la cosecha desde los 12 años.
Un trabajador carga un raído, una bolsa de yerba recién cortada que aguanta hasta 100 kilos durante una jornada de trabajo.
Lidia Correa pasa una tarde junto a tres de sus nietos. La madre de los niños dejó el pueblo y se fue a la ciudad de Buenos Aires en busca de un trabajo que no esté relacionado con la cosecha ni la limpieza. Los niños asisten a la escuela rural y estudian acompañados de su abuela.
Dos trabajadores atan un raído tras una jornada de cosecha. Cada trabajador tiene a su cargo hasta tres bolsas de 100 kilos por jornada. La hoja de yerba mate se recolecta en el piso y luego debe cerrarse entre dos personas para poder ser transportada.
Los raídos son almacenados en un secadero tras su cosecha. La yerba recién cortada en la selva debe ser secada y, antes de su distribución, puede pasar hasta tres años en reposo hasta el momento en que esté lista para la infusión.
Daniel, que en esta imagen de 2013 tenía 5 años, acompaña a su abuela Lidia Correa durante una jornada de cosecha. Entre el trabajo y el tiempo que toma transportarse hasta las parcelas de cosecha, un trabajador está fuera de su casa durante al menos 12 horas. “Tengo que levantarme a las tres de la mañana para subirme a un camión para ir a trabajar y volver a las ocho de la noche sin saber si mis hijos fueron a la escuela o si almorzaron”, le contó Lidia Correa a la fotógrafa Magalí Druscovich durante uno de sus viajes a Cuatro Bocas.
El consumo de la yerba mate se ha globalizado, pero su proceso de cultivo siempre ha sido igual. La yerba se corta seis meses al año durante el invierno austral y luego se deja secar antes de que esté lista para el consumo. Un trabajador que corta la yerba hace lo mismo desde hace años: corta y quiebra la planta para juntarla en una bolsa que aguanta 100 kilos, de las que puede llegar a llenar tres por día. Por cada una recibe 700 pesos argentinos (4,7 dólares al cambio oficial), casi lo mismo que cuesta el kilo de yerba lista para consumir en el supermercado.
Fuente: El País