La escena era fantasmagórica, casi surrealista: el coro de las detonaciones y el silbido de las balas se mezclaban, bajo una humareda que olía a pólvora, con el griterío generalizado; había tiradores agazapados en las copas de los árboles y en el palco montado sobre la autopista Riccheri, a unos 12 kilómetros del aeropuerto de Ezeiza. Así se desarrollaba el ataque de la extrema derecha del movimiento a las columnas de la Tendencia Revolucionaria para detener su avance hacia ese punto estratégico.
Era el 20 de junio de 1973. El General regresaba al país.
De pronto, a esa terrible sinfonía se le añadió una voz irradiada por los altoparlantes: “¡Pido a los peronistas que no hagan uso de las armas”. Era la inconfundible voz de Leonardo Favio.
Dos días antes, José Miguel Tarquini, un funcionario del área de prensa del Ministerio de Bienestar Social, lo había citado en la confitería El Olmo, de Pueyrredón y Santa Fe. El encuentro fue breve y de pocas palabras. Luego, el cantante y cineasta salió de allí con cara de entusiasmo: había sido designado locutor oficial del acto en Ezeiza.
Ahora, acurrucado en un rincón del palco –y ya con tono tembloroso– volvía a exhortar la concordia entre los presentes. Su solicitud, desde luego, resultaba extemporánea. A su lado, Tarquini gatillaba una Ballester-Molina.
Después, ya en el Hotel de Ezeiza, Favio enfrentó (de palabra) a unos matones del Comando de Organización (CdO) que se ensañaban a golpes con un par de muchachos capturados. Tarquini lo tomó del brazo para sacarlo de allí. De modo que la cosa no pasó a mayores.
Finalmente, lo acercó en su Torino al barrio de Belgrano. En el trayecto no cruzaron palabra alguna.
Al tiempo, el destino los volvería a juntar.
BLUSES DEL TERROR NEGRO
A fines de 1974, Isabel, la viuda Perón, ofreció en la Casa Rosada un ágape a un grupo variopinto de artistas; entre ellos, el comediante Osvaldo Pacheco, el galán Guillermo Bredeston, el animador Antonio Carrizo y Favio. Era un convite que él no pudo rechazar. De modo que fue de mala gana.
Allí lo recibió José López Rega, quien sonreía de oreja a oreja. Junto a él estaba Tarquini.
El ministro se deshizo en elogios por su nuevo LP, titulado Era… cómo podría explicar. También por su última película, Juan Moreira, estrenada el año anterior. Finalmente, dijo: “Envíele mis respetos a su esposa. ¡Es tan buena actriz!”.
Favio se dio cuenta de que se refería a María Vaner y, con la actitud de quien está a punto de revelar un secreto, musitó: “Vea, ministro, hace más de un año que nos separamos”. Al concluir la frase, el Brujo ya adulaba a otro invitado. Favio lo miró por el rabillo del ojo. Y no sin temor.
Ya se sabe que, luego de la muerte del General, la suma del poder había quedado en sus manos. De manera que, en la Argentina, la sangre volvía a correr en plano inclinado.
Apenas unos días antes había sido el turno del diputado Rodolfo Ortega Peña. Una aún ignota organización, la Triple A, se adjudicó su asesinato. Sin embargo, desde entonces había habido otros siete crímenes con su sello, y esa falange ya estaba en boca de todos.
Ahora, muy incómodo, Favio intercambiaba trivialidades con Tarquini. Ese tipo lucía exultante, y no demoró en explicar el motivo: acababa de ser ascendido en el ministerio a “coordinador general de Prensa”. Y extendió una de sus nuevas tarjetitas hacia el cantante.
Favio también estaba al tanto de que Tarquini era uno de los editores de la revista El Caudillo, el órgano oficioso de la Triple A. Y que integraba una de sus patotas operativas. Pero trató de guardar la compostura.
Al final, se despidió de Tarquini con un rápido apretón de manos.
Las siguientes semanas transcurrieron para él en calma. Ya se sumía en la preproducción de la película Nazareno Cruz y el lobo. Su trama exploraba la leyenda del lobizón, uno de los monstruos legendarios de la cultura guaraní. Pero en el mundo real acechaban monstruos más peligrosos. Y estaban más cerca de lo que él suponía.
De ello se dio cuenta al recibir una llamada telefónica en la oficina del productor de la película, Orlando De Benedetti.
Del otro lado de la línea estaba María Vaner. Hablaba en voz muy baja, como si temiera ser oída por otras personas.
Y le bastó una sola frase para que Favio palideciera:
–Me acaba de amenazar la Triple A. Estoy en una lista.
En efecto, esa lista había sido publicada por El Caudillo.
Tras concluir la llamada, Favio quedó paralizado por algunos minutos que le parecieron eternos. Después se puso a buscar esa tarjetita que Tarquini le había dado en la Casa Rosada.
Tras encontrarla, lo llamó, con el propósito de interceder por María.
Cuando Tarquini se puso al habla, Favio le soltó todo de corrido, no sin atropellarse con las palabras. La respuesta fue:
–Venite al ministerio, porque de esto no podemos hablar por teléfono.
Una hora después, Tarquini lo hizo pasar a su despacho.
–¿Ella anda en la joda? Decime la verdad… –le lanzó al recién llegado, a modo de saludo.
Favio solo meneó la cabeza con lentitud.
Tarquini entonces lo fulminó con una mirada llena de recelo. Luego la bajó, y su tono fue más suave, casi confidencial:
–Mirá, te voy a decir la posta. Esto es cosa del Gordo Pepe. Él odia a los artistas, ¿viste?
El aludido era José María Villone, secretario de Prensa de Presidencia, un lopezreguista de peso.
Tras semejante revelación, Tarquini se permitió una risita idiota. Luego, como un médico que aconseja un tratamiento doloroso, dijo:
–Lo mejor es que la señora se vaya del país por un tiempito.
María Vaner y los dos hijos que tuvo con Favio –Luisito y Leonardo– partieron hacia España dos días más tarde.
LA CITA QUE NO FUE
En 1975, Nazareno Cruz y el lobo fue un éxito de taquilla. Y las canciones de Favio aún sonaban en la radio.
El 11 de junio se produjo la caída de López Rega a raíz de la reacción popular al plan económico promovido por su protegido, Celestino Rodrigo.
En los meses posteriores, la danza macabra de la Triple A comenzaba a menguar. Pero todavía aparecían cadáveres acribillados en los zanjones.
En las primeras semanas de 1976, María Vaner consideró la posibilidad de regresar a Buenos Aires. Y se lo hizo saber a Favio por teléfono.
Él quedó en averiguarle cómo venía la mano.
A tal efecto, lo llamó a Tarquini otra vez. Así quedaron en verse en una confitería de Quilmes, situada en la esquina de Pringles y Matienzo, a pocas cuadras del domicilio de este.
Tarquini ya no era funcionario y El Caudillo no se publicaba más. Pero él seguía vinculado al aparato residual de la Triple A.
Aquel 5 de febrero de 1976, Favio llegó allí con quince minutos de retraso. Temía que Tarquini ya se hubiera ido. Pero grande fue su sorpresa al ver que esa confitería estaba rodeada de patrulleros, policías y curiosos.
Junto a una mesa, todavía estaba el cadáver de Tarquini, despanzurrado a balazos. Favio supo de inmediato que aquel tipo había sido emboscado por ocho personas que llegaron en dos autos. Dicen que había sido un comando montonero.
Las paredes de la confitería parecían un queso gruyer. Al contemplarlas, Favio tuvo la certeza de que su impuntualidad le había salvado el pellejo.