La influencia de Jesús sobre sus discípulos y seguidores fue excepcional. En Galilea fue seguido por las masas; por él los discípulos lo abandonaron todo y lo acompañaron a la zona de peligro, Jerusalén; le fueron fieles durante su vida y después de su terrible muerte. Atesoraron como una perla preciosa cada palabra que pronunció, incluso parábolas que ellos no entendían y las más enigmáticas figuras del lenguaje. A medida que pasó el tiempo, su imagen espiritual fue cada vez más y más exaltada, hasta que, finalmente, alcanzó la medida de lo divino. Nunca ocurrió cosa semejante con otra criatura humana en los tiempos históricos, ilustrados, y entre un pueblo que proclamaba 2000 años de civilización.
¿Cuál es el secreto de esta asombrosa influencia?
En mi opinión, la respuesta debe buscarse en la naturaleza compleja de su personalidad y en su método de enseñanza.
El gran hombre no era reconocible como tal solo por sus virtudes, sino también por sus defectos, que pueden, en ciertas combinaciones, transformarse asimismo en virtudes. Como todo gran hombre, Jesús fue un complejo de muchas y pasmosas contradicciones; eran ellas las que obligaban a la sorpresa, el entusiasmo y la admiración.
Por una parte, Jesús se inclinaba por la modestia; era tierno y apacible, tolerante en una medida sin precedentes. Dijo de sí mismo que había venido, no ha ordenar, sino a servir. En un momento de la más profunda pena, reflexiono que las aves poseían nidos y la zorra madriguera, pero el Hijo del Hombre no tenía donde recostar su cabeza. Había cosas de las cuales él nada sabía, conocidas solo por su Padre Celestial. Él no podía adjudicar “tronos” en el reino del Mesías: esto solo era potestad de Dios. A un hombre que pecara contra él, contra el Hijo del Hombre, todo podía serle perdonado, siempre que no pecara contra el Espíritu Santo.
Por otro lado, la creencia de Jesús en su misión se acercaba al extremo de la auto veneración. Él es el más próximo a Dios, y vendrá el día en que se sentará a su diestra. El mayor que el Rey Salomón, que el Profeta Jonás, que el Templo. Juan el Bautista fue más grande que todos los que vivieron antes de él, pero Jesús era inmensurablemente mayor que Juan.
Tan fuerte fue la creencia de Jesús en sí mismo que llegó a confiar en sí más que en cualquiera de los grandes de Israel; esta característica aparece en la fórmula: “Los antiguos os dijeron…. Pero yo Jesús, os digo”.
Desde un punto de vista, Jesús es “uno del pueblo”. Sus parábolas tienen el mayor atractivo popular. Casi todas ellas están tomadas de la vida en las aldeas o poblaciones pequeñas. Por lo general se condujo como un hombre simple, corriente, como un artesano galileo. Su atractivo radicaba en su simplicidad, en su carácter verdaderamente común, en la sencillez de todo lo que dijo o hizo. Amo las flores silvestres de múltiple colorido y las aves que podían comprarse a un ardite el par; gustaba de que le llevaran niños pequeños, “pues de ellos es el Reino de los Cielos”; el canto del gallo, los pájaros y sus polluelos, el sonrojo del firmamento en el crepúsculo de la tarde y su anublamiento en la mañana, encontraron lugar en sus sentencias y parábolas.
Pero, visto desde otro enfoque, Jesús no fue de ningún modo un iletrado, un am ha-arets. Era tan experto en la escritura como el mejor de los fariseos, y los sistemas de exposición de estos últimos le eran absolutamente familiares. Estaba saturado de las grandes ideas de los Profetas y de los Salmos; podía emplearlas sirviendo sus propias necesidades espirituales, exponerlas, adaptarlas y complementarlas. Conocía también la “Tradición de los Ancianos”, los fallos de los fariseos y las “Palabras de los Escribas”.
Llamó a si a los afligidos y oprimidos, y les dijo “su yugo (el de Jesús) era fácil y ligera su carga”; tuvo compasión del pueblo más simple que estaba como “ovejas que no tienen pastor”; se mantuvo al margen de los tres partidos de sus días (los saduceos, fariseos y esenios).
Vemos a Jesús en oportunidades indulgente y fácilmente aplacable; perdona a sus discípulos cuando ellos cometen culpas ligeras o graves; no desempeña un papel pedante con el pecador; sabe que “el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil”. Empero, en otros casos lo encontramos totalmente inflexible y apasionado, protestando y reprobando en los términos más severos. A su discípulo preferido, Simón Pedro, a quien unos instantes antes había llamado “roca perdurable”, le gritó: “¡Quítate de delante de mí, satanás!”. Amenaza a los transgresores con el fuego del infierno, con “la oscuridad exterior”, con “lágrimas y crujir de dientes”; maldice a Capernaum, Corazín y Betsaída. Increpa a los fariseos en los términos más duros. Es capaz incluso de actos de violencia, de expulsar a los cambistas y vendedores de palomas del templo.
Jesús, por una parte fue un “hombre del mundo” tenía, en gran medida, sentido de la realidad. Sus parábolas y sentencias prueban ampliamente que conocía la vida y el mundo tal como realmente son. Puede eludir a sus enemigos y perseguidores cuando tal acción es necesaria. Puede ser evasivo en sus respuestas (por ejemplo con respecto al pago de tributo al Cesar, o a la autoridad que se atribuía por su acción en el Templo); a veces responde a un argumento con la finta de un delicado aunque abrumador sarcasmo sin igual en agudeza y mordacidad.
Por otra parte se muestra como un visionario de la mayor espiritualidad por su creencia en lo sobrenatural. Se considera el Mesías y conserva esta creencia hasta el fin contra todo desengaño.
Tal es el secreto de la influencia de Jesús. Los rasgos contradictorios de su carácter, sus aspectos positivos y negativos, su dureza y su suavidad, su visión clara combinada con su nebuloso carácter visionario: todo esto se unía para hacer de él una fuerzo y una influencia, todavía, sin paralelos en la historia.
Su método de enseñanza tendía al mismo fin. Como un escriba farisaico pronunció parábolas y fecundas sentencias. Fue un gran artista de la parábola. Las suyas son atractivas, breves, populares, extraídas de la vida cotidiana, llenas de “consejo de prudencia” (proverbios 1:3), simples (por su forma) y profunda (por su sustancia) al mismo tiempo.
Junto a las parábolas, están los notables proverbios del nazareno. Ellos son breves, agudos y sagaces; dan en el blanco como dardos aguzados y resulta imposible de olvidarlos, como los epigramas y proverbios domésticos. Allí radica la razón secreta de porque sus discípulos pudieron conservar la masa de estos proverbios, casi sin cambios, precisamente como él los pronunció. Como casi todos llevan estampado el sello de una personalidad grande, singular, el sello de Jesús, citemos unos pocos:
“Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos”
“Deja que los muertos entierren a sus muertos”
“Ciegos conductores de ciegos”
“Cuelan el mosquito y dejan pasar el camello”
“Sepulcros blanqueados”
“Es más fácil que pase un camello a través del ojo de una aguja y no que entre un rico en el reino de los cielos”
“El rico da limosna de los que sobra, y la viuda de su necesidad”
“Que quien esté libre de pecado arroje la primera piedra”
“Es mejor dar que recibir”
Hay muchos más del mismo tipo. No podemos dejar de reconocer una personalidad notable y singular, que exhibe una habilidad excepcional para aprehender el principio profundo y expresarlo en un proverbio breve, sagaz, que capte la idea en su plenitud y extraiga de ella una conclusión inolvidable.
La tragedia de la espantosa muerte que padeció Jesús, inicuamente (aunque de acuerdo con la justicia de la época) añadió una corona de gloria divina tanto a la personalidad como a la enseñanza. Más tarde surgió la leyenda de su resurrección, realzando todo valor, disimulando todo defecto y exaltando toda virtud; así el judía Jesús se transformó en medio-judío, medio-gentil, y comenzó a asumir ese rango sobrenatural que le atribuyen centenares y millones de seres humanos.
Párrafos extraídos del libro : “JESUS DE NAZARET – su vida, su época, sus enseñanzas” – Joseph Klausner