sábado, 27 de julio de 2024

Esta es una historia de vascos en tiempo de Rosas. Ocurrió en San Isidro, a mediados de enero de 1849. El Alcalde Mariano Baliño remitió un prisionero al Juez del pueblo. Maniatado y bajo la custodia de un paisano, llegó el vasco francés Domingo Etchegoyen. Fue detenido por la noche cuando se encontraba rondando la casa del vasco Irigoyen, maestro zapatero de la zona. Se sospechaba, con acierto, que había sido el hombre que le había robado unas –atención- botas de potro al vasco capataz que trabajaba en los de Miguel Gutiérrez. Y allí no terminan las acusaciones. El vasco Juan, repartidos del vasco Arostegui, había declarado que un vasco que trabajaba en la fábrica del Acuña (también vasco) le había contado que el vasco Etchegoyen “era un ladrón y que por tal había sufrido muchas presiones”.

Es una curiosa historia que figura entre los papeles de San Isidro, recopilados por André “Coco” Lavalle. Simplemente nos sirve de puntapié para que hablemos del calzado que dejaba libre la punta del pie, valga la redundancia. Nos referimos a la bota de potro que llegó con los españoles y cuyo arraigo en tierras americanas fue inmediato.

Pero ¿Por qué de potro y no de cabra, ternera, vaca o yegua? De estas también había. Pero fueron prohibidas en diversas oportunidades. Sobre todo, porque el valor de aquellos animales era mayor. El sacrificio de una yegua o de una vaca sería mucho más lamentado. En cambio, el potro tenía corta vida porque se prefería la cruza de yeguas con burros para obtener mulas, indispensables para el comercio.

El cuero de las extremidades posteriores del potro proporcionaba el calzado al hombre de campo. Los dedos del pie quedaban al descubierto para permitir que el jinete se aferrara a los toscos estribos. Así eran las botas que el vasco Etchegoyen le robó al “vasco que trabajaba en lo de Miguel Gutiérrez”. En 1855 se estimaba que alrededor de 30.000 hombres usaban este calzado en la provincia de Buenos Aires. Se conoce la cifra porque se hizo un relevamiento con el fin de cuantificar los animales sacrificados. Como además este calzado duraba un par de meses, además de que la coquetería hacia que el paisano quisiera concurrir al baile con relucientes botas nuevas, el número de bajas en el ganado caballar era alarmante.

Por este motivo, aquel calzado que se multiplicó en América desde la llegada del español comenzó a perder terreno a mediados del siglo XIX. Y su competidora fue la alpargata, tan vasca como Irigoyen, Arostegui y Etchegoyen.

Hoy relacionamos las alpargatas con el campo, y está bien que así sea. Sin embargo, hace 200 años en nuestras pampas. Las alpargatas que usaba un gringo (extranjero) eran motivo de burlas por parte del bravo hombre de campo, que pisaba con firmeza la tierra enfundado en su “bota e’ potro”.

Llegados desde el norte de España y del sur de Francia, los vascos se sintieron cómodos en las faenas rurales y se adaptaron a las costumbres criollas. Pero mantuvieron las alpargatas. Esto no significa que rechazaran las botas de potro. Al contrario, fueron adoptadas por la mayoría. Pero el deporte que practicaban (nosotros lo llamamos pelota vasca y fue el más popular durante décadas) exigía el uso de las flexibles alpargatas.

Por otra parte, la extensión territorial general por las tres Campañas del Desierto, (a cargo de Martín Rodríguez, Juan Manuel de Rosas y Julio Roca), sumada a las posibilidades de exportación, multiplicó la actividad rural y encareció el valor de los animales. Ya no era tan económico sacrificar un potro para tener botas nuevas. Las alpargatas eran más económicas. Seamos más precisos: las alpargatas importadas de Inglaterra eran más económicas.

En la segunda mitad del siglo XIX, cuando la industria textil británica crecía con tanta fuerza que se les hacía necesario vender al mundo, comenzaron a instalarse alpargaterías en todo el territorio argentino. El censo realizado en Buenos Aires en 1867, arrojó un total de 62 negocios de ventas de alpargatas. Cargamento de alpargatas arribaban desde los Puertos Ingleses para proveer a estos comerciantes. La demanda era muy alta. Por eso, un escoses y un vasco (otro más en esta historia), Robert Frazer y Juan Etchegaray, formaron una sociedad en Buenos Aires con el fin de producirlas en el país. Montaron una fábrica en Barracas y marcharon por buen camino, con ventas sostenidas. Pero fue la coyuntura económica la que le dio el impulso fundamental.

En 1890, la caída de los precios internacionales complicó el equilibrio de la balanza comercial. Vendíamos materia prima barata y comprábamos manufacturas caras. Las populares alpargatas inglesas dejaron de ser alternativa. Esto benefició a la Sociedad Anónima Fabrica Argentina de Alpargatas, que se había constituido en 1885. A la vez, surgieron nuevos emprendedores locales. Como Laurencio Adot, quien junto con su hermano Nicolás, (descendientes de Navarros), iniciaron en setiembre de 1892 la producción de lonas, lonetas y alpargatas.

Ambas firmas fueron competidoras, más allá de la buena relación entre los dueños. Convivieron con muchos otros emprendedores locales. Por ejemplo en la década de 1910 algunas familias aprovechaban sus días libres para confeccionar alpargatas caseras y vender en el barrio. A esta altura ya se había afianzado como un producto bien criollo y campero. Y ya nadie se burlaba de un paisano en alpargatas.

Párrafos extraídos del libro “Que Tenían Puesto” Daniel Balmaceda.-

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