sábado, 27 de julio de 2024

Ya a partir de la segunda guerra mundial la economía argentina empezó a mostrar síntomas inflacionarios. Esto no era extraño ni demasiado preocupante. Lo mismo que a fines de la primera guerra mundial, el cuantioso superávit comercial se reflejaba en entradas de divisas que se convertían en moneda nacional, lo que a su vez alimentaba el aumento de precios. Durante cada uno de los años entre 1941 y 1945, la base monetaria creció más de un 15%, un aumento elevado para lo que era la tradición argentina desde principios del siglo. La resistencia de la sociedad argentina a las políticas inflacionarias era bastante fuerte, quizás como reacción a la desagradable experiencia de crisis en 1890. Cuando se fundó el banco central, en 1935, para reemplazar a una caja de conversión que ya no tenía razón de ser, la bancada socialista criticó duramente el proyecto por considerar que abría la puerta al emisionismo y la inflación. De manera idéntica, al conocer los contenidos del plan Pinedo, los radicales se mostraron escépticos acerca del programa de créditos que contemplaba, denunciando también una amenaza inflacionaria. Pero no podía culparse al gobierno por la inflación de los años de guerra, ya que se trataba de un fenómeno puramente coyuntural que desaparecería con la paz. Eso era, al menos lo que se creía.

No fue así. La Argentina mantuvo, a partir de la posguerra, una inflación consistentemente más alta que la de los países más avanzados. A partir de fines de los años 40 los caminos de la inflación argentina y la norteamericana se separaron definitivamente, o al menos por varias décadas.

Recién iniciado el gobierno peronista, el régimen monetario y bancario argentino fue modificado profundamente. En marzo de 1946 fue nacionalizado el Banco Central, hasta entonces una sociedad mixta. Al mes siguiente se decidió otra medida fundamental: la nacionalización de todo el sistema bancario. Esto significaba que los depósitos pasaban a ser pasivos del Banco Central antes que de los propios bancos comerciales que los recibían. Los bancos no eran más agentes que receptores de depósitos por cuenta del Banco Central, y desde luego no se les permitía prestarlos. Ambas disposiciones tenían como fundamento la idea de que el estado debía reservarse para sí mismo el monopolio de la emisión monetaria. Si bien los bancos no emiten directamente dinero, tienen un cierto control sobre la “creación secundaria” de dinero a través de su política de préstamos. Suprimiendo esa actividad se conseguía un manejo más inmediato de la cantidad de dinero. Pero seguramente haya tenido más peso en esa decisión el reconocimiento de que la política monetaria podía servir para alcanzar y mantener el pleno empleo. De hecho, el tradicional objetivo del Banco Central, consistente en “ajustar los agregados monetarios al volumen de los negocios”, fue reemplazado por los más ambiciosos de promover, orientar y realizar la política económica adecuada para mantener un grado alto de actividad que procure al máximo empleo de los recursos humanos y materiales disponibles y la expansión ordenada de la economía, con vistas a que el crecimiento de la riqueza nacional permita elevar el nivel de vida de los habitantes de la nación.

Curiosamente el sistema monetario inaugurado en 1946 tenía algunos resabios de lo que habían sido las propuestas monetarias consideradas más ortodoxas. En círculos académicos, se identifica con el economista Henry Simons la idea de reemplazar el sistema habitual de reserva fraccionaria por uno de reservas 100%, en el que los bancos están impedidos de prestar el dinero que reciben en forma de depósitos. El fin buscado en ese caso es evitar el periodo de crisis bancaria al que se está expuesto todo el sistema de encajes fraccionarios. A pesar de las apariencias, sin embargo, el modelo monetario elegido por el peronismo distaba mucho de tal propuesta. La diferencia estaba en la discrecional política crediticia y redescuentos del Banco Central. A través de los bancos comerciales, el Banco Central desplego la generosa política de créditos que permitió a la industria financiar inversiones y, sobre todo, pagar salarios cada vez más elevados. Estos créditos eran en realidad un sustancial subsidio, ya que las tasas de interés pagadas fueron menores, entre 1946 y 1948, que la tasa de inflación.

Una parte de los créditos volvía al sistema bancario en forma de depósitos, que –medidos como porcentaje del producto bruto- aumentaron durante los primeros años del peronismo. Sin embargo, el aumento en los créditos fue siempre mayor al crecimiento de los depósitos, y eso no era ni más ni menos que una expansión del dinero circulante, siempre proclive a generar inflación. Pero la teoría cuantitativa, según la cual los aumentos es la cantidad de dinero que llevan a la larga a aumentos en los precios, no contaba con la adhesión de las autoridades económicas argentinas. Predominaba, en cambio, una suerte de “teoría cualitativa del dinero” según la cual las expansiones monetarias bien dirigidas generaban aumentos en el nivel de actividad económica más que los precios. Alfredo Gómez Morales, quien a partir de 1949 sería el conductor de la política económica, sostenía que a través de las políticas crediticias del Banco Central y del Banco del peronismo, decía Gómez Morales, el dinero era considerado como un producto cualquiera, que se vendía al mejor postor, ya que los bancos intentaban sacar el mayor interés posible de sus préstamos; a partir de la nacionalización del sistema bancario, el dinero había pasado a ser un bien público que se concedía de acuerdo con las necesidades de la sociedad en general. Esa filosofía fue el fundamento de la rápida expansión monetaria. Antonio Cafiero la exponía a su modo:

… el Banco Central… estaba en condiciones de dotar de elástica fluidez  a los medios de pago en circulación y a secundar de una manera harto efectiva los planes de desarrollo. Esta emisión cuantitativa y cualitativa de moneda bancaria se convirtió así en un poderoso instrumento de regulación monetaria.

A la expansión crediticia provocada por la ayuda a la industria siguió la que recibía el estado nacional para cubrir se creciente déficit presupuestario. Se iniciaba así una práctica que sobrevivía durante años, y que ligaba íntimamente a la inflación con el déficit fiscal. Durante los primeros años del peronismo, ese financiamiento no fue tan grande, por que el gobierno tuvo otras maneras de cubrir gastos. Hubo en esos primeros tiempos dos fuertes extraordinarias de recursos: las ganancias del IAPI y el superávit del recién nacido sistema social. Ambas eran transitorias. En cuanto los precios internacionales de los productos agrarios bajaran a un nivel “normal”, y a medida que comenzaran a jubilarse trabajadores afiliados a las nuevas cajas de previsión, esas fuentes se agotarían, lo que acabaría por avivar la inflación.

¿Cómo reacciono la sociedad a las inéditas condiciones inflacionarias? Lo esperable, de acuerdo tanto en las teorías económicas como a la experiencia de los países de alta inflación, habría sido un creciente rechazo del público por el dinero. Cuanto más alta es la inflación, más poder de compra está perdiendo quien mantiene billetes en su bolsillo y más rápido se va a desprender de ellos. Algo sorprendentemente, durante el primer trienio peronista ocurrió al revés. La cantidad de dinero circulante medida en términos reales aumento en lugar de disminuir. Estaba operando lo que los economistas llaman “ilusión monetaria”: la gente no sentía la necesidad de desprenderse de las crecientes cantidades de dinero que recibía porque no sentía que ese dinero estuviera perdiendo valor. ¿Cómo iba a pensar tal cosa, si la única manera que concebía de medir el valor del dinero era la cantidad de pesos moneda nacional impresa en el billete? Todavía faltaba algún tiempo para que los argentinos se acostumbrasen a distinguir entre cantidades nominales y cantidades reales, y a usar otras monedas como unidades de referencias.

Inflación incipiente, signos de debilidad externa: aunque todavía no fuera obvio, allí estaban los síntomas de que el impulso expansivo y distribucioncita se había llevado a un extremo peligroso. La bonanza de los términos de intercambio, la abundancia de recursos fiscales provenientes de la seguridad social, de la propia expansión económica y de la apropiación publica de la prosperidad exportadora, el incremento de los salarios en proporción mayor al de la productividad, la capacidad para expandir el crédito sin provocar la inflación; nada de ello duraría para siempre. Si tendrían más vida los instrumentos de política económica que aceitaron la combinación feliz  de los primeros años del peronismo, como la intervención pública en el comercio exterior, la protección arancelaria y cambiaria, los estímulos monetarios y crediticios, las políticas de ingresos. Perón los había usado en favor de la estrategia audaz y hasta inconsistente con la que amalgamo su base política, aprovechando para ello las instituciones que con objetivos más moderados habían legado los gobiernos de los años 30: el Banco Central, los controles de cambio, los organismos reguladores del comercio de agro exportación. Poco a poco, el propio gobierno peronista iría ensayando respuestas a las fragilidades e interrogantes que asomaban en el horizonte. Pero esas reacciones deberían transitar por un equilibrio nada fácil, siendo que ya no podían desandarse- salvo con un alto costo político- el camino hacia la equidad emprendido en los dulces tiempos de miranda.

 

Párrafos extraídos del libro “El ciclo de la ilusión y el desencanto”, de Pablo Gerchunoff y Lucas Llach

 

 

 

 

 

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