La “gente decente” del 1800 reclamaba recato en los actos y abundancia en el espíritu. Un generoso y sobrio banquete en rigurosos claustros. Para ellos, la cena publica y el mundo privado fueron arenas mucho más identificables que para la gente del pueblo. Aún en la riqueza, la celebración de la abundancia es privada. Un mundo rico, recatado y exclusivo en una sociedad en la que el hambre y la pobreza eran muchas veces endémicas.
Las noticias con que contamos a propósito de las dietas nacionales son a menudo imprecisas. Sin embargo, sabemos que la leche, el queso y las verduras, por ejemplo, artículos que contribuyen a equilibrar una dieta escasa en vitaminas, aparecen con muy poca frecuencia en las mesas y los fogones argentinos. Dudosa era, entonces, la capacidad nutritiva del alimento diario.
En el mundo rural, sal, azúcar, ají y maíz eran los rubros más importantes. La sal era, además de condimento, un producto indispensable para la conservación de alimentos. Por esto mismo, casi un bien precioso. En Buenos Aires, su precio siempre fue alto, lo que lo hacía prohibitivo para la mayoría de la población. El ají era un buen reemplazante de la sal, su generosidad disimulaba la falta de especies en toda la región.
El azúcar sustituía en todo el mundo a la miel de abejas. Está presente en las pulperías a partir del siglo 17. Lo usan solo los ricos y su precio espanta a los pobres. Los primeros envíos vienen de Paraguay y Brasil. Existían en tiempos coloniales dos tipos bien definidos: el azúcar blanca o refinada de los dominios portugueses y de la Habana, y el azúcar parda o prieta, de origen local (Paraguay, Córdoba, Tucumán y Cusco).
El maíz se hace famoso en los centros urbanos debido a su intervención decisiva en un buen plato de locro, un “guiso de pedacitos de carne de vientre de animal con granos de maíz medios tostados”.
Pero vayamos a una mesa bien servida de la ciudad. El comedor es una pieza sin adornos, con sillas de madera. Los platos son de losa y hay algunas fuentes de plata lisa sin labrar. Un jarro, también de plata o de peltre, contiene el agua –los refrescos recién se van a popularizar en la década de 1840-. Allí veremos cenar, a eso de las diez u once de la noche, un menú importado de España: empanada de carne espolvoreadas con azúcar, probablemente alguno de los mil platos que suministra el maíz (choclos tiernos hervidos, locro –guiso de maíz con carne de cerdo, chorizos y panceta y una salsa de pimentón-, carbonada –un guiso de carne, choclos y zapallo que suaviza el ají picante con el dulzor de duraznos y de peras-, humitas en chala) y, de postre yemas quemadas, dulce de huevos, o arroz con leche.
En las zonas rurales, un brasero hecho con estiércol de ovejas humea en medio del cuarto que sirve a la vez de cocina y salón. El fogón gaucho es punto de reunión del vecindario, mentidero, informatorio y escuela; club, parlamento, academia y hogar. Mate –siempre dispuesto-, asado con cuero y sopa constituyen presencias indispensables.
Horarios, calendarios y elementos siempre tuvieron una relación tirante. Para las clases populares, la jornada laboral (entre once y doce horas diarias, seis días a la semana) se interrumpía de tres a cuatro veces por día para comer. De allí que la dieta de ricos y pobres se diferenciaba menos por la cantidad que por la calidad. Los contrastes comenzaban con el pan. Los ricos, pan de trigo; para el resto, pan de centeno, si lo había. Las élites preferían carne de vaca, carnero y pollo frente al tocino de los pobres. Pero también la diferencia se notaba en el agua. La demora del abastecimiento por parte de los aguadores fueron quejas constante de algunos vecinos, quienes además se solidarizaban con la situación de aquellas familias pobres que carecían de medios para costear los gastos que ocasionaba “la especulación que se hacía en el acarreo del agua”.
Y uniendo todo, pobres y ricos, campo y ciudad, el puchero. Resumen de todo lo que se tiene a mano: carne de res, espiga de maíz tierno, zapallo, papas, zanahorias, tomates, arroz, pimientos. Mescolanza sencilla, noble, generosa. Plato español convertido en símbolo de la cultura culinaria nacional.
Textos extraídos del libro: “Historia de la vida Privada en la Argentina” – Ricardo Cicerchia