Europa y Oriente próximo brillaban gracias a los descubrimientos procedentes de las Américas y la apertura de la ruta marítima a Oriente a lo largo de la costa de África. Sin embargo, ningún lugar lo hizo con mayor esplendor que la India. El período que siguió a la travesía atlántica de Colon fue testigo de la consolidación de un reino que se había desintegrado tras la muerte de Timur. En 1494, Bâbur, uno de sus descendientes, heredó unas tierras en el valle de Ferganá, en Asia Central, y se dio a la tarea de expandirla; inicialmente concentró su atención en Samarcanda, donde tuvo un éxito efímero. Tras ser expulsado definitivamente de la ciudad por sus rivales Uzbecos, se desplazó al sur, y tras años de lucha sin logros significativos, dirigió su atención a otras partes. Primero, consiguió convertirse en señor de Kabul, después de lo cual tomó el control de Delhi tras echar la tiránica dinastía Lodi, cuyos miembros se habían hecho en extremo impopulares debido a la persecución regular y salvaje de la población hindú.
Bâbur ya había demostrado ser un constructor aplicado, y un ejemplo de ello era Bâgh-i Wafa, en Kabul, un magnifico jardín con fuentes impresionantes, árboles de granada, prados de trébol, arboledas de naranjos y plantas de todo el mundo. Tras consolidar su poder en la India, continuó diseñando jardines espectaculares, a pesar de quejarse de la dificultad del terreno. Le consternaba que el suministro de agua fuera un problema tan grande en el norte de su continente indio: “mire por donde se mire”, escribió con horror, “todo es tan desagradable y desolado” que apenas si valía la pena esforzarse intentando crear algo especial. Llegado el momento, reunió el ánimo necesario y se estableció en un lugar cerca de Agra: “aunque en realidad no había un lugar apropiado (cerca de la ciudad), no teníamos nada que hacer salvo trabajar con el espacio que teníamos”. Finalmente, después de un esfuerzo considerable y grandes gastos, se consiguió crear jardines esplendidos en la “desagradable y poco armónica India”.
A pesar de los recelos iniciales de Bâbur, el momento de su traslado al sur no podía haber sido mejor. El nuevo dominio no tardó demasiado tiempo en convertirse en un poderoso imperio. La apertura de las nuevas rutas comerciales y la entusiasta capacidad de compra de Europa con las riquezas venidas de América, supusieron para la India una entrada enorme de divisas. Una proporción considerable de esa riqueza se gastó en la compra de caballos. Ya en el Siglo XIV hay testimonio de la venta de miles de caballos por parte de los comerciantes de Asia Central. Con la plata europea llegando a raudales para comprar mercancías de oriente, mucho fue lo que se invirtió en la compra de los mejores corceles, por razones de prestigio, para diferenciarse socialmente y para acontecimientos ceremoniales (de forma bastante similar a como, en épocas más recientes, el dinero que fluye a los estados petroleros se ha dedicado a la compra de vehículos de lujo, como Ferrari o Lamborghini).
Los beneficios que podrían obtener comerciando con caballos eran grandes. Esa tuvo que ser una de las primeras cosa que llamaron la atención de los portugueses cuando llegaron al Golfo Pérsico y al Océano Indico. A comienzo del Siglo XVI se enviaron a la Metrópoli informe acerca de la demanda de los pura sangre Árabes y Persas y los altos precios que se pagarían por ellos. La participación de los portugueses en el lucrativo negocio del comercio de caballos llegó a ser tal que sirvió para espolear cambios tecnológicos, ejemplo de lo cual fue la construcción de embarcaciones como la Nau Taforeia, diseñada especialmente para transporte de caballos.
El aumento de la recaudación propicio que se invirtiera en construir puentes, mejorar los caravasales y aumentar la seguridad de las principales rutas que iban al norte. El resultado fue que las ciudades de Asia Central disfrutaron de una nueva explosión de vida y esplendor.
La estructura en la que se apoyaba el comercio de caballos también era lucrativa. A mediado del Siglo XVI, por ejemplo, un especulador invirtió en posadas a lo largo de las rutas principales y en un lapso de quince años llegó a montar más de mil quinientas.
Las ciudades que estaban bien situadas para acoger grandes mercados equinos, como Babul, vivieron una bonanza económica. Sin embargo el florecimiento más importante fue el que experimento la ciudad de Delhi, que creció con rapidez gracias a su ubicación cerca del Hindú Kush. Y a medida que la importancia comercial de la ciudad aumentaba, también lo hacia el prestigio de sus gobernantes. Pronto surgió una prospera industria textil local que producía materiales que gozaban de gran aprecio en toda Asia y que las autoridades Mogolas apoyaron con esmero.
El poderoso reino no tardó en extenderse más allá de sus fronteras, utilizando su potencia financiera para vencer a una región tras otra y unirlas en una sola entidad. A lo largo del Siglo XVI, Babur, y tras él su hijo Humâyûn y su nieto Akhar I, supervisaron la gran expansión territorial del Imperio Mongol, que hacia 1600 se extendía desde Guyarat, en la Costa Oeste de la India, hasta el Golfo de Bengala, y desde la Lahore, en el Punyab, hasta lo profundo del Asia Central.
Los mongoles trajeron consigo nuevas ideas, gustos y estilos. Los nuevos gobernantes impulsaron la pintura de miniaturas, la lucha y las carreras de palomas, dos de los pasatiempos favoritos del Asia Central que se hicieron populares.
La innovación fue más pronunciada en la arquitectura y en el diseño de jardines, ámbitos en los que la influencia de las técnicas constructivas y paisajísticas perfeccionadas en Samarcanda, pronto se hizo evidente en todo el Imperio.
El testimonio más famoso de la riqueza derivada del dinero que fluía desde Europa fue un monumento construido a comienzo del Siglo XVII, el mausoleo que Shah Jahân erigió para su esposa Muntâz. Para conmemorar su fallecimiento, Jahân distribuyó cantidades de comida y dinero entre los pobres. Después de seleccionar el lugar apropiado para la sepultura, se invirtieron millones de dólares –en términos actuales- para construir un edificio coronado por una gran cúpula, antes de dedicar todavía más millones a añadir un biombo de oro y cúpulas más pequeñas decoradas con esmaltados de la mayor calidad y basta cantidad de oro.
Para muchos el Taj Mahal es el monumento más romántico del mundo, una demostración extraordinaria de amor de un marido por la esposa. Pero al mismo tiempo representa algo más: el comercio internacional globalizado que dio al Emperador mogol una riqueza lo bastante grande como para plantearse dedicar un gesto tan maravilloso a su amada esposa. Su capacidad para llevarlo a término fue consecuencias de cambios profundos en el eje mundial pues la gloria de Europa y de la India llegó a expensas de las Américas.
Los continentes estaban ahora conectados entre sí, unidos por el flujo de la plata. Eso animó a muchos a buscar fortuna en nuevos lugares: hacia finales del Siglo XVI, un inglés que visitaba la ciudad de Ormuz, en el Golfo Pérsico, la encontró repleta de “franceses, flamencos, alemanes, húngaros, italianos, griegos, armenios, nazarenos, turcos, moros, judíos y gentiles, persas y moscovitas”. La llamada de Oriente era poderosa.
Textos extraídos de “La Ruta de la Plata”, de Peter Frankopan