Todos los factores de poder estaban interesados en terminar con el gobierno de Illia. Primera Plana y también la Revista Confirmado, con la Dirección de Jacobo Timerman, seguía contribuyendo a la “tormenta de ideas” para su destitución. A finales de 1965, Confirmado consideraba que el golpe militar era inevitable y arriesgó una fecha: 1ro de julio de 1966. El cálculo fue casi exacto.
La idea de la ruptura institucional estaba asociada no sola a la “inoperancia del gobierno”, sino a un “cambio de mentalidad económica” y en la representación política.
Los azules que ya habían abandonado los combates internos con los colorados, y por medio de sus periodistas e intelectuales “orgánicos” transmitían la idea de que las organizaciones corporativas debían estar por encima del Parlamento y de los partidos políticos, considerados como los responsables de los males del país.
Los índices económicos –crecimiento del 8% del Producto Bruto Interno, reducción del desempleo, aumento de las exportaciones- no alcanzaban a revertir la imagen de Illia que las Fuerzas Armadas, el capital industrial, los sindicatos y la prensa golpista habían edificado: un Presidente lejano a la modernidad economía, conduciendo un país con un sistema político –la Democracia- ya caducó. La conspiración Cívico Militar no solo quería barrer con la “ausencia de autoridad presidencial”, sino también con las elecciones presidenciales de 1967.
El 28 de junio de 1966, las Fuerzas Armadas invitaron a Illia a retirarse de la Casa Rosada. Ni siquiera fue arrestado. Una junta de comandantes eligió al General Juan Carlos Onganía –que había solicitado el retiro seis meses antes- para colocarlo en la Presidencia de la Nación.
Onganía gobernó al margen de la vigencia constitucional, con la actividad política clausurada, sin autonomía universitaria, con una Corte Suprema que juró bajo sus Estatutos y con Gobiernos Provinciales designados desde el Poder Ejecutivo. Para la “prensa orgánica” no era un Dictador en la acepción tradicional, sino “un funcionario para los tiempos difíciles”. Convertidos en un “Estado de necesidad”, los militares, otra vez, frente a la “declinación de la Nación”, estaban obligados a conducir sus destinos.
La vida política se congelo. Para el reordenamiento del País los objetivos fueron trazados en tres etapas, un “tiempo económico”, un probable “tiempo social” y un indefinido “tiempo político”.
Para la jerarquía sindical que había enfrentado a Illia, el golpe de Onganìa era una esperanza. En las primeras semanas de su gestión, lograron la derogación del Decreto 969. Las personerías gremiales fueron restituidas. Incluso los metalúrgicos fueron recibidos en la Casa Rosada, no solo para la asunción presidencial, sino también para la firma de un nuevo convenio laboral, con la presencia de Ongania y su Gabinete.
Las Organizaciones Sindicales, a diferencia de los Partidos Políticos, podían seguir actuando porque eran parte del “quehacer nacional”. Vandor seguía confiando en la alianza con los militares y el capital industrial.
Como católico hispano y corporativista, en el estilo del Generalisimo Franco, Ongania baño la planta del Estado con Funcionarios del “cursillismo” católico. Los cursos de cristiandad, importados de España, se proponían el renacimiento de la comunidad cristiana y formación de ciudadanos para la contrarevolución. Las áreas económicas fueron ocupadas por ejecutivos con experiencia de trabajo en holdings nacionales y extranjeros.
Su primer Ministro de Economía, José Salimei, “cursillista”, representante del capital nacional, empezó a ser acusado de inmovilismo –el mismo cargo que padeció Illia y fue asediado por el capital industrial y el sector liberan de las Fuerzas Armadas, aliados en una aplicación económica más ortodoxa de la revolución Argentina.
La tensión entre el Nacionalismo y el Liberalismo tuvo efecto en el Gabinete. A fines de 1966, Ongania debió sustituir a Salimei por AdalbertKriegerVasena, un Funcionario de confianza de los grupos económicos extranjeros y que incluso formaba parte del Directorio de al menos una docena de ellos. Krieger definió un esquema de “racionalización” para consolidar una nueva estructura productiva.
Para implementar esta reconversión económica se necesitaba un ajuste de los “patrones de eficiencia”. Uno de los requisitos fue eliminar la puja salarial. De este modo, la modernización económica y la represión militar se complementaron: se terminaron las negociaciones colectivas, se congelaron los salarios, se devaluó el peso en un 40%, se aumentaron los precios de los servicios públicos, se cerraron las empresas del Estado y se firmaron acuerdos con el FMI. La pérdida del poder adquisitivo de los salarios se trasladó a las empresas multinacionales, que aceleraron su acumulación de capital. Este proceso fue en desmedro de las pequeñas y medianas industrias nacionales, los comercios y las cooperativas. Disminuyeron en su producción o directamente quebraron.
Fragmento del libro “Argentina, un siglo de violencia política”, de Marcelo Larraqui