En la primera década del siglo XIX, las opciones laborales en Buenos Aires eran limitadas. Entre el señorío y la servidumbre había pocas posibilidades. Los afanes de muchos plebeyos decididos a mantenerse trabajando por cuenta propia resultan admirables. Estos pequeños artesanos, pequeños comerciantes, pequeños operarios, configuraron la rica galería de personas porteños que dieron tanta vida a la época de Rosas.
En orden de importancia, y porque tenían comercio instalado, los peluqueros alcanzaban el mayor predicamento. En el centro de la ciudad sus locales consistían en una pieza a la calle, no muy grande, que varias familias decentes se avenían a alquilar para mejorar las entradas. En los suburbios estaban detrás de la puerta del rancho; atendían menos clientes pero no pagaban rentas.
Las peluquerías lujosas, ubicadas en las calles de abolengo y empedradas, tenían una puerta de vidriera a la que casi siempre le faltaban los vidrios, tapada por cortinas con grandes florones. Las paredes del interior, muy sucias, a penas mostraban rastros del último blanqueo a la cal y confundían estampas religiosas con perchas cargadas de trapos dispuestos para cubrir a los clientes y evitar que salieran pegoteados con recortes capilares. Los elementos de trabajo consistían en un sillón de baqueta, una palangana, toallas, peines jamás demasiados limpios y un brasero que mantenía caliente la pava de agua para remojar la barba y cebar unos mates que se alternaban sin parar con el parroquiano.
Casi todos los barberos eran pardos o negros, charlatanes incansables, excelentes narradores de chistes, cuentos, anécdotas y chismes de la vecindad, aledaños y confines. Las caras se enjabonaban a mano, más bien a dedo, porque no usaban brocha; se introducían narices y boca del paciente a medida que se aseguraba la confianza entre tantos mates, murmuraciones, y la inevitable exaltación de la faena.
El servicio mejoró cuando se establecieron peluqueros franceses, menos chistosos, prescindentes del mate, más prolijos. No eran profesionales, tan solo marineros obligados en las largas travesías a recortar las barbas de los superiores. Como el miedo es buena escuela, llegado a Buenos Aires, último puerto, optaban por no volver a las humillaciones del barco y ganarse la vida con los sacrificios aprendidos. Empeñosos capitalistas autóctonos, dueños de grandes caserones en los que siempre había una salita a la calle que no se usaba demasiado, fueron sus patrocinantes. En la ciudad se sentía de buen tono alquilar un pedazo de casa a razas superiores.
Fuente: Revista Todo es Historia