La crisis económica que enfrentó el presidente Carlos Pellegrini requería de inteligencia y firmeza en las decisiones, pero además, de abundante respaldo financiero. Por este motivo acudió en 1891 a Vicente Casares, a Ernesto Tornquist, Ángel de Estrada y otros poderosos, con el fin de que lo auxiliaran en el objetivo de crear el hoy ya centenario Banco de la Nación Argentina.
Aquella vez el gringo Pellegrini escribió una carta los integrantes de la bolsa de comercio, donde volcó una frase que se pondría de moda por aquel tiempo: “Dadme la liebre y yo me ocupo del guiso”. Debe haber sido la liebre más cara de todos los tiempos. La obtuvo y se transformó en el mayor logro de su gestión, según confesó en un reportaje ya retirado de la función pública. Más allá de los hechos principales, la célebre carta provocó una interna entre periodistas.
Rafael Manzanares pertenecía a La Prensa. No bien le informaron que el presidente Pellegrini les había escrito a los hombres de la Bolsa, se presentó en la casa del mandatario, en Florida y Viamonte, para solicitarle una copia. El gringo, hombre de casi un metro noventa de estatura, lo recibió con mucha amabilidad pero le explicó: “Tengo yo más interés que usted en que su publique pero como se la he dado a La Nación, lo más sencillo es que vaya usted con esta tarjeta mía a ver a Bartolito y le pida una copia”. Bartolito no era otro que Bartolomé Mitre y Vedia, el hijo del general homónimo fundador de La Nación.
El periodista concurrió a la redacción de La Nación en la Calle Florida y Corrientes. Era tarde en la noche y los colegas se hallaban invertidos en el vértigo del cierre del próximo número. El hombre La Prensa se entrevistó con el editor principal. Le entregó la esquela firmada por el mismísimo presidente de la Nación. Sin embargo, “bartolito” Mitre le negó la copia.
-Por favor, comprenda, no soy yo quien se lo pide. ¡se lo está solicitando el Dr. Pellegrini!
Son armas legítimas las que se emplean para el triunfo periodístico. Ustedes no tienen la carta y yo si. No dándole la copia, solo La Nación la publica y eso es lo que va a suceder. Por muy presidente que sea Pellegrini, no manda aquí en el diario. No le doy la prueba.
El redactor presintió que tocaba fondo. Su incipiente en el periodismo argentino –era inmigrante español- se vería estropeada por este revés. La espera para ser atendido más la discusión, conspiraron para encontrar una alternativa viable. Solo quedaba un último recurso: ir a golpear la puerta de la casa de Pellegrini a media noche.
La entrada del hogar del presidente más grandote de nuestra historia estaba custodiada por un sargento del ejército. En ese tiempo no existía el regimiento de granaderos a caballo, se había disuelto al acaba la guerra de la independencia. El renacimiento del cuerpo, para cumplir funciones de ceremonial y custodia presidencial, se produciría recién a comienzos del siglo XX. El sargento en custodio no permitió el ingreso del periodista por una razón más que entendible: era demasiado tarde y el presidente ya estaba durmiendo. Manzanares le rogaba pero sin lograr conmover al portero. La discusión subió de tonos y pasó a ser una competencia de gritos, que solo se interrumpió cuando se oyó una queja, también en voz alta, “pero me van a dejar dormir o no, Que pasa?” el portero y el periodista habían interrumpido el sueño presidencial.
Manzanares respondió como para ser bien escuchado hacia el interior oscuro de la casa: “Es que bartolito no le hace caso a usted, señor presidente, no quiere entregarme la carta. ¡Dice que en La Nación él es más presidente que usted!”. Estas palabras conmovieron al mandatario gigantón. De inmediato invitó a pasar al periodista, fue entonces cuando Rafael Manzanares se sorprendió al toparse con otro Pellegrini. EL elegante presidente fundador del Jokey Club, portador de unas galeras costosísimas, refinado y pulcro por donde se lo mire, apareció con un inmenso camisón blando hasta las rodillas, piernas de tero a la vista y pantufla. En su mano llevaba un platito con candelabro y la vela de su mesa de luz. “Vamos a embromar a Bartolito”, dijo. Arrastrando sus pantuflas llegó hasta el escritorio y tomó de un cajón la carta original, la que él había escrito a mano antes de que fuera copiada por un amanuense. Lo despidió diciéndole: “Ahora váyase pronto. A usted la carta le ha costado una rabieta pero a mí me costará un resfrío”.
La Nación publicó el texto de la histórica carta que daría origen al Banco de la Nación Argentina. La Prensa publicó el texto y el manuscrito. El codiciado original quedó en manos de Manzanares como recuerdo.
“Historias inesperadas de la historia Argentina”, Daniel Balmaceda