Historia de Secuestro y Muerte
En el paraje conocido como Cañadón del Tiro, el último día de marzo de 1911, Wilson y Evans detienen el carro en el que venían Ramos Otero y su peón José Quintanilla. Los obligan a seguirlos, primero a su estancia de donde se llevan objetos y valores, y luego hacia el escondite de los bandidos, en la montaña. Se trataba de un secuestro del que pensaban obtener un cuantioso rescate.
Por presión de sus captores, Lucio Ramos Otero escribió una carta a su madre diciéndole que lo dejarían en libertad si pagaba el rescate de 120.000 libras. De lo contrario, era de suponer, no saldría con vida.
El cautiverio duró 26 días: Ramos otero, igual que su peón, estaba deprimido y atemorizado. Sin embargo, aprovechó la ocasión cuando un custodio dejó caer un fosforo al piso, y lo guardó para prender fuego y quemar los tientos que unían los troncos del improvisado calabozo en un momento de descuido de sus secuestradores. Por la noche, los dos prisioneros pudieron escapar separando unos troncos de las paredes del calabozo.
Cuando advirtieron la fuga de los prisioneros, Wilson y Evans salieron en su búsqueda secundados por sus cómplices, el chileno Juan Vidal y Mansel Gibbon, quien, en opinión de Ramos Otero, era “el más soez de la banda”.
El primer sitio donde Ramos Otero se encaminó fue a lo de la vecina Rosalba Solís, quien se consternó al ver repentinamente al joven, tembloroso, balbuceante, dominado por el pánico. Y todavía se sobresaltó más cuando a las pocas horas aparecieron los pistoleros, hoscos y amenazantes, buscando al evadido. Revisaron todo y al no encontrarlo, se fueron sin decir nada.
Lucio Ramos Otero continuó atribulado durante varios días. Dos de sus hermanos habrían llegado desde Buenos Aires con la suma exigida para liberarlo, pero él sostuvo que se trataba de una farsa, porque el secuestro lo había ordenado su familia para hacerlo regresar al hogar.
La misma policía dudaba de su relato y recién pudo tomarlo enserio cuando Lucio los condujo hasta el escondite donde había estado cautivo. Los policías después ubicaron el campamento pero no pudieron sorprender a los bandidos.
Cuando bajaron a Río Pico a comprar vendas, remedios y provisiones, los norteamericanos fueron puestos sobre aviso de que la policía los andaba rastreando por los hermanos Eduardo y Juan Hahn. Wilson había sufrido una herida en la mano derecha a consecuencia de la explosión de un cartucho en el instante en que lo recargaba. Después de que Guillermina Hahn lo asistiera se aprovisionaron y regresaron a su escondite.
Una partida policial, al mando del subteniente Jesús Blanco y el comisario Eufemio Palleres fue al encuentro de los bandidos orientada por las primeras referencias que los daban como responsables del secuestro de Ramos Otero y del asesinato de Ap Iwan. Se mencionaba a Wilson y Evans, “en complicidad con Mansel Gibbon, argentino de 24 años, además de los chilenos Wenceslao Solís, Juan, Diego, Guillermo y Manuel Eusebio Cadagan, quienes le prestaban ayuda”.
Detenidos los hermanos Cadagan y Solís, la comisión de la Policía Fronteriza continúa rastreando todos los pasos del río hasta llegar al cerro Botella Oeste, el lugar donde había estado secuestrado Ramos Otero. Visitan la casa del poblador Claudio Solís y prosiguen hasta la vivienda del vecino Juan Holssen, a quien interrogan. Holssen cuenta que hacía pocos días había visto la lona del campamento a una distancia aproximada de una legua. El subteniente Blanco lo obliga a conducirlo hasta allí y le ordena a sus hombres “desatar las carabinas de las bandoleras” para llevarlas “en la mano, prontas para hacer fuego”.
En el parte policial Blanco afirmó que Robert Evans y William Wilson abrieron el fuego pero, según dijeron algunos vecinos, la realidad habría sido otra. Además, era conocida la predisposición de la guardia Fronteriza a tierra primero y “ver” después.
El informe del teniente Blanco afirmaba lo siguiente: “los policías avanzaron con tanta rapidez que Robert Evans, que ya había gastado la carga de su winchester, no tuvo tiempo de volver a cargar, e hiriendo de un balazo en el pecho al soldado Urbano Montenegro, dejó el winchester y empuño una pistola máuser calibre 45, haciendo algunos disparos en momentos que se dejó ver, siendo herido por una descarga de la comisión a mis órdenes.
El soldado Cándido Ríos, en vista de que aún seguía haciendo fuego Evans, una de cuyas balas hirió en el brazo derecho al soldado Pedro Peña, le pegó un tiro al bandolero en el pecho, muriendo minutos más tarde.
Entre tanto William Wilson aprovechó la ventaja que le daba la espesura del bosque y lo escabroso del terreno para huir, después de que Ríos le hizo saltar la pistola parabellium de dos balazos, uno de los cuales le inutilizó el mecanismo de disparo y el otro pasó rozándole la culata de la pistola atravesándole la mano izquierda. Wilson huyó por el monte como ocho cuadras, protegido por los árboles, tiró su winchester entre el monte y se sacó una bota para correr más ligero siendo alcanzado por el soldado Pedro Rojas, quien le hizo un disparo de a caballo que erró, y al aproximarse al bandolero, hecho pie a tierra y en el momento en el que aquel levantó el revolver para hacer fuego, disparole primero el soldado Rojas, cayendo Wilson con el pecho atravesado por dos balas”.
La persecución concluyó después de un año, durante el cual la policía Fronteriza se tiroteo con la banda de Wilson en cuatro enfrentamientos sin consecuencias. Ramos Otero, que tenía poca estima a los fronterizos, sostuvo que la policía, por temor a los bandoleros empezaba a tirar prematuramente.
El soldado Montenegro falleció pocos minutos después de ser baleado. Pedro Peña, herido en un brazo, fue trasladado a la casa de Eduardo Hahn para su primera curación y luego transportado a Tecka. En la casa del colono alemán fue velado Montenegro y según el teniente blanco: “hice llamar a todos los vecinos del Río Pico en cinco leguas a la redonda de la casa de Eduardo Hahn, he hice reconocer a los dos cadáveres de los bandoleros, quienes fueron unánimemente reconocidos, por cuanto los han visto, por los norteamericanos Robert Evans y William Wilson, levantándose Acta que firmaron los vecinos Juan Holessen, Emilio Herman, Juan B. Munita, Belisario Contreras, Ernesto Stann, Claudio Solís, Martín Erath y Juan Hahn.
Después de cumplidas algunas diligencias hice enterrar los cadáveres de los citados a una cuadra aproximadamente de la casa de Eduardo Hahn”.
Constantino Salina Jaca, respetado vecino de la zona, refirió una versión distinta de los hechos:
“confiadamente Evans condimentaba un guiso, mientras Wilson, son su mano diestra terriblemente inflamada, permanecía tendido, quizás dormía y no fue difícil a los fronterizos acercarse inadvertidos a corta distancia. El teniente Blanco dio la voz de ¡fuego!, y Evans cayó exánime. Wilson, con la celeridad de un rayo, pudo empuñar su pistola y haciendo fuego mientras huía mató a uno de sus perseguidores, malhiriendo a otro. Viéndose Wilson perdido, prefirió suicidarse a caer vivo en manos de la Fronteriza, conocedor de la suerte que en tal caso le esperaba”.
Wilson y Evans permanecieron sin ser inhumados varios días, tiempo más que suficiente para hacer fotografías y terminar un sumario bien nutrido, que mostraba en forma inconfundible la identidad de los cadáveres, pues no eran despreciables los cuarenta mil pesos fuertes ofrecidos para apresar a los bandidos.
“Pero –añadió Salinas Jaca- ni aún terminado el sumario se preocuparon los polizontes de dar tierra a los inanimados cuerpos. Me consta que fueron abandonados en la explanada de la única casa de negocios y que fueron sus dueños, los señores Hahn, quienes, a la vista de tan censurable abandono, tomaron sobre sí la caritativa y misericordiosa misión de cavar la fosa en donde los ajetreados cuerpos de Evans y Wilson habían de encontrar eterno descanso”.
En la opinión de Salinas Jaca los hermanos Hahn cumplieron con la máxima cristiana: “Odia el delito y compadece al delincuente”.
Texto tomado del libro “Barridos por el Viento – Historia de la Patagonia Desconocida” – Roberto Hosne