El caballo del aborigen era criado para la caza. Cuando se acercaba a una tropilla de guanacos, bufaba y deseaba atropellar como furioso caballo de guerra, y si a uno se le aflojaba la rienda, era casi imposible sujetar a los demás. Tal vez la virtud mayor de los aborígenes pampeanos haya sido el arte en domar caballos. Éstos eran capaces de cruzar salitrales, médanos y hasta continuar la carrera aun con las patas boleadas, de allí que las persecuciones generalmente resultaran estériles por parte del blanco.
Caballo y jinete formaban como un solo ser en el malón. Terminado el saqueo, no había ejército que pudiera seguirlos pues esos caballos sabían atravesar volando, sin caer jamás, lagunas y bañados, médanos y vizcacheras; y en la invasión infundían la sensación del rayo.
Era tal el sentimiento que le dispensaban que lo incorporaron a sus costumbres sociales como religiosas: era frecuente que el novio regalara caballos y prendas al padre, la madre y demás familiares de la pretendida. Se mataban caballos por casamientos y muertes, por la salida de los dientes de los muchachos, cuando comenzaba la menstruación de las mujeres, por cualquier leve mal, para aplacar al ídolo enojado cuando tenían enfermedades, cuando les costaba mucho trabajo poder cazar, cuando sus contrincantes tenían mayor fuerza de ataque para hacerles la guerra.
Se transcriben a continuación párrafos del diario de viaje de Antonio de Viedma realizado en 1780 a San Julián, extractados de la obra de Pedro de Ángelis: “(…) Junio: En los toldos murió la mujer de un sobrino del cacique Julián (…) de 15 años y bonita, murió de sobreparto e inmediatamente ensillaron su caballo, pusieron encima de él toda la ropa y alhajuelas de la difunta, montaron luego en él a una hija de Julián, que dio una vuelta al caballo alrededor del toldo, bajaron después la muchacha, y dos indios echaron un lazo al cuello del caballo, del que, tirando cada cual por su punta, dieron con él en tierra casi ahogado, y otros dos indios con otros dos lazos, lo acabaron de ahogar.
Concluido, lo despojaron del aparejo, ropa y demás que le habían cargado, todo lo cual dieron al fuego en una hoguera que tenían preparada, añadiendo cada pariente y amigo alguna otra alhajilla, que de sus toldos traían para quemar con los de la difunta. Mataron luego una yegua, y haciendo de ella y del caballo trozos, se fueron repartiendo entre cuantos al fuego echaron algo (…) El duelo duró 15 días, matando caballos en cada uno de ellos, y siguiendo las viejas en aquel continuo alarido (…)” En otros textos mucho más recientes -y de este siglo- habla de caballos muertos, embutidos de paja, y puestos sobre palos como piernas que parecían vivos.
En 1869, Charles Musters encontró a Casimiro Bigua sumido en profunda miseria “dueño sólo de dos caballos para él, su mujer, un hijo y una hija”, producto de la matanza de animales que había tenido que realizar para respetar las tradiciones anteriormente comentadas. Contradictoriamente, los aborígenes consideraban que el que tenía más caballos, tenía más bienes, más fortuna y por ende más poder. Los más ricos llegaban a disponer de 40 a 50 caballos.
Tal vez el caballo más querido, y sin lugar a dudas el único caballo que recibió honores de héroe fue el Malacara, que el 4 de marzo de 1884 salvó a John Evans de una muerte segura en medio de una celada tendida por varios aborígenes, que confundieron a cuatro galeses por avanzadas del ejército argentino en la precordillera chubutense.
Textos de Luis B. Colombatto