Los suicidas más famosos de la literatura: ¿por qué ejerce la muerte tanta huella en los escritores?

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«El suicida, gran impaciente», como lo definió en un verso Jorge Guillén, ha sido un tema literario desde que Platón lo ‘inauguró’ tras la muerte de Sócrates. La historia de la literatura ha estado atravesada desde el mundo clásico por múltiples reflexiones sobre el suicidio enhebradas por autores como, entre otros, Hume, Flaubert, Montaigne, Nietzsche, Novalis, Camus… Una lista larga a la que se suma una copiosa nómina de escritores que, por diversos motivos y medios se lanzaron al encuentro de la muerte. Reunimos aquí a algunos de los suicidas más famosos de la literatura.

LOS QUE LUCHARON O HUYERON DEL PODER
De los suicidios de los escritores romanos Petronio y Séneca, debidos a la megalomanía del emperador Nerón, las persecuciones políticas y el exilio han forzado a muchos autores a quitarse la vida. Por ejemplo al conde polaco Jan Potocki, autor de la novela El manuscrito encontrado en Zaragoza, quien deprimido por la derrota napoleónica en Waterloo, que acabó con las ilusiones de los patriotas polacos de lograr una Polonia independiente se pegó un tiro con una bala de plata que él mismo había limado a partir del asa de un azucarero.

Pero fue el siglo XX el más prolífico en suicidas políticos. Vladímir Maiakovski, creador del futurismo ruso y defensor de la Revolución, fue señalado y perseguido por Stalin en un preludio de lo que serían las purgas. Se suicidó de un disparo en el corazón en 1930. Mucho más sufrió Marina Tsvetáieva, cuya vida fue un cúmulo de desgracias: una de sus hijas murió de hambre en la Revolución, su marido fue fusilado por Beria, su otra hija fue internada en un gulag y su hijo moriría en el frente en la Segunda Guerra Mundial. Exiliada en Tartaristán, se ahorcó en 1941.

De la opresión soviética a la nazi, la vida de Walter Benjamin fue fiel reflejo de la época que le tocó vivir, esa brutal primera mitad del siglo XX donde tantas cosas desaparecerían para no volver jamás. Perseguido por el nazismo por media Europa, en Portbou le fue denegada la salida de España, lo que le llevó a suicidarse con pastillas de morfina. Un caso singular es el de la filósofa Simone Weil, que internada por tuberculósis en un sanatorio inglés se empeñó en compartir las condiciones de vida de la Francia ocupada por la Alemania nazi, lo que la habría llevado a no alimentarse lo suficiente y morir de inanición. Sin embargo el suicidio por antonomasia del nazismo fue el que cometió Stefan Zweig en Petrópolis sumido en la más absoluta depresión y creyendo que Hitler conquistaría el mundo.

Quizá tan célebre, aunque sin duda mucho más espectacular, fue el del japonés Yukio Mishima, artista complejo obsesionado por la pureza y la belleza, nacionalista acérrimo y fascinado por una idea de Japón que ya había dejado de existir en su época. En 1970, tras fracasar su plan de alentar un levantamiento para volver al Japón anterior a la Segunda Guerra Mundial, no dudó en practicar seppuku, clavándose una espada en el propio vientre hasta morir. Después uno de sus compañeros completó la ceremonia con su decapitación. También en el exilio murió el ejemplo más reciente, el poeta Reinaldo Arenas, lejos de su querida Cuba, de la que escapó de la persecución castrista que no toleraba su doble condición de homosexual y opositor. En su carta de despedida escribió: «Cuba será libre. Yo ya lo soy».

LOS QUE NO SOPORTARON LA ANGUSTIA VITAL
Quizá el motivo por excelencia para el suicidio de escritores, seres sensibles a menudo en conflicto con el mundo, sea la angustia y la desesperanza. Por ahí fueron los tiros con nuestro Larra -a quien sus amigos lograron hacer pasar por loco para que pudiera ser enterrado en sagrado, que completa la nómina de suicidas patrios junto al suicida premeditado Gabriel Ferrater y a Ángel Ganivet. También fue el de Emilio Salgari, harto de deudas y pérdidas -la última, la locura de su esposa, que tuvo que ser intenrada en un psiquiátrico-, y el del malogrado Cesare Pavese.

Sólo y desesperado estaba el japonés Yasunari Kawata, quien siempre manifestó que las mayores influencias de sus obras fueron la muerte de sus familiares y la guerra. Cuando se enteró de la muerte provocada de su amigo y discípulo Mishima él también se suicidó inhalando gas. Idéntico pesimismo embargaba el húngaro Sándor Márai, también maestro de un mundo desaparecido al que le tocó sufrir la opresión de los nazis primero y de los comunistas después,. En 1989, anciano, sólo, deprimido y parcialmente ciego, sin ninguna esperanza en el futuro, se disparó en la cabeza en su casa de San Diego, California. Irónicamente, sólo unos meses después se producía la Caída del Muro de Berlín y el desplome del bloque soviético.

Frustraciones eminentemente literarias espolearon a los muy distintos John Kennedy Toole, que no logró el ansiado éxito con La conjura de los necios; Paul Celan, que se arrojó al Sena tras unas falsas acusaciones de plagio; Alejandra Pizarnik, desesperada y deprimida tras ser convertida por el mundo literario de su época como enfant terrible; o Anne Sexton, que a pesar del reconocimiento fue incapaz de superar sus traumas familiares y terminó suicidándose inhalando monóxido de carbono. Y quizá fue la culpa lo que puso fin antes de tiempo a la vida de dos supervivientes como fueron Jean Améry y Primo Levi, incapaces de superar, incluso muchos años después de los campos, el horror que habitaba su pasado y su memoria.

LOS QUE SUCUMBIERON A LA ENFERMEDAD
El capítulo de enfermedades que derivaron en suicidio tiene dos grandes bloques: el de las depresiones, locuras y males mentales, y el de aquellos que, viejos o muy deteriorados, no quisieron enfrentarse al dolor. Entre estos últimos están Gilles Deleuze, aquejado de una enfermedad respiratoria, Guy Debord, incapaz de sobreponerse a una polineuritis alcohólica, Don Carpenter, que se suicidó de un disparo a los 64 años debido a la complicación de varias enfermedades como tuberculosis, diabetes y glaucoma y Horacio Quiroga, quien se bebió un vaso de cianuro a los 58 años, tras enterarse de que padecía cáncer de próstata.

En lo referente a desórdenes mentales, canónico es el caso de Virginia Woolf, que sufría de un trastorno de doble personalidad, y que por temor a volverse loca, se llenó los bolsillos de piedras y se arrojó río Ouse. Brutal es la historia de la danesa Tove Ditlevsen, aún hoy una de las escritoras más leídas de Dinamarca. Estuvo interna en varios psiquiátricos, obligó a uno de sus cuatro maridos a perforarle un tímpano para acceder a narcóticos y analgésicos, y terminó suicidándose en 1976.

Proclive también a las depresiones, Alfonsina Storni quedó devastada tras una mastectomía que, aunque en principió la libró del cáncer de mama le dejó grandes cicatrices físicas y emocionales. Versiones romántica dicen que se internó lentamente en el mar, pero se suicidó en Mar del Plata arrojándose de la escollera del Club Argentino de Mujeres, al lado de donde dos obreros descubrieron el cadáver en la playa esa mañana. Se despidió escribiendo a su hijo «suéñame, que me hace falta».

Y un caso chocante fue el del posmoderno David Foster Wallace, que ahorcó en el garaje de su casa en 2008. Tras el deceso, su padre contó que el autor de La broma infinita sufría depresión desde hacía más de 20 años y tomaba antidepresivos que dejó tras sufrir graves efectos secundarios. Tras volver a tomar fenelzina y ver que apenas le hacía ya efecto, la depresión lo golpeó con tanta dureza que le llevó a la muerte.

LOS QUE FRACASARON O PUDIERON NO HABER SIDO
Además de quienes sí lo consiguieron, existe una lista de autores cuyo suicidio quedó en intento o cuyo final deja dudas de si fue voluntario o no. Si ya es inimaginable pensar qué sintieron Joseph Conrad al sobrevivir a un disparo en el pecho o Edgar Allan Poe al intentar sin éxito quitarse la vida con láudano tras la muerte de su mujer -lo mismo que le pasó a Dante Gabriel Rossetti-, más duro y triste es el caso de la sureña Carson McCullers: sobrevivió a un intento de quitarse la vida pero su marido, obsesionado con un supuesto pacto suicida, se mató poco después.

Tradicionalmente se ha pensado que el aventurero Jack London se suicidó con una sobredosis de morfina, pero quizá fue accidental, pues la usaba para tratar sus problemas renales y su uremia. Algo similar ocurre con el genial dipsómano que fue Malcolm Lowry. El autor de Bajo el volcán murió en 1957 por ingesta excesiva de alcohol y, posiblemente, una sobredosis de antidepresivos. Otra, de barbitúricos, también fue el final del frustrado y póstumamente influyente Raymond Roussel, quien tras pulirse una cuantiosa fortuna en publicar sus obras, arruinado, se encaminó a un hotel en Palermo, donde murió de una sobredosis de barbitúricos en 1933, hecho cuestionado por Leonardo Sciascia en su obra Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel.

Un caso muy curioso es el del infortunado poeta Gérard de Nerval, que tras una vida trepidante fue hallado ahorcado en un callejón por un borracho. Se había ahorcado, pero tenía el sombrero puesto, por lo que sus amigos siempre negaron que fuese un suicidio. Pero sin duda el más famoso suicidio dudoso es el del rudo Ernest Hemingway, cuya personalidad no parece encajar con quitarse la vida. Sin embargo, es un hecho que el escritor intentó quitarse la vida hasta tres veces, hasta lograrlo con un tiro de una escopeta de caza. Dada la ausencia de una nota de suicidio y el ángulo del disparo, es difícil determinar si realmente su muerte fue autoinfligida o un accidente, aunque sus antecedentes familiares (su padre y sus hermanos se suicidaron) parecen sugerir que este trágico final estaba escrito.



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