Cientos de aficionados duermen en ‘Caravan City’, una ciudad de ‘roulottes’ instalada en un erial en el centro de Doha
Donnadas, la mujer de Arkadash, no quiere salir en el reportaje. Se asoma por la portezuela de la caravana y, al ver a su marido hablando con un extraño, se esconde con una agilidad de ardilla. Están en viaje de novios y, como son aficionados al fútbol y devotos de Cristiano Rolando, han decidido pasar cuatro días en Qatar. «Encontramos esto por internet y nos pareció una manera de vivir una nueva experiencia», dice Arkadash. Ambos ocupan una caravana de mediano tamaño, con un ventanuco central y unas escaleritas que permiten subir al habitáculo sin romperse la crisma. Llegaron esta mañana y todavía no parecen arrepentidos, al menos él. «Por ahora estamos muy contentos», asegura.
Viaje de novios en una caravana
Arkadash y su mujer están pasando el viaje de novios en Caravan City, una enorme explanada polvorienta en el centro de Doha, en la que la organización ha instalado cientos de caravanas, varadas sobre la arena, que ofrece como alojamiento a partir de 110 euros la noche. El recinto está acotado por un murete sobre el que están dibujadas, con el estilo sonriente de los libros infantiles, amables escenas de camping, con las roulottes aparcadas entre arbolitos. En la realidad, sin embargo, apenas hay árboles en esta explanada calcinada por el sol, salvo tres o cuatro palmeras y unos pocos arbustos heroicos e indefinibles que arrostran una vida de escasez y sufrimiento. El parque -llamémosle así- está dividido en calles y en cuadrículas numeradas y en las vías principales han echado piedras con algo de brea. De vez en cuando, agentes de la organización se pasean en motocarro por el recinto, como si se hubieran escapado de una película de Paco Martínez Soria. Llevan maletas o clientes. En la calle mayor han colgado unos banderines y unos farolillos que le dan al conjunto un aire de fiesta de pueblo y al fondo se escuchan los ecos impetuosos del locutor que está narrando el Países Bajos-Ecuador. Son las ocho de la noche y el termómetro marca 23 grados. Por el cristal de una caravana se ve a una chica durmiendo, envuelta en un edredón, mientras su amiga juguetea con el móvil.
«No hay pasión por el fútbol»
Los ventanucos iluminados van descubriendo retazos de vida cotidiana. Hay habitaciones minimalistas, de cama y mesilla desnudas, y otras que parecen amuebladas para recibir hoy mismo al emir. En una de las caravanas, alguien se ha dejado la portezuela abierta y sobre la mesa se adivinan los restos de una épica batalla: hay cocacolas, vodka, ginebra y colillas. En otra se ve a un indio meditando, sentado con las piernas cruzadas. Pero la mayoría de ellas están cerradas a cal y canto, con las persianillas bajadas. A la entrada de su roulotte, Mohammed y Ehsan, dos amigos iraníes, toman la fresca. Por dentro se escucha el trajín del tercer integrante de la cuadrilla, otro Mohammed, que está buscando algo en su maleta. Cuando ven que su interlocutor lleva la acreditación colgando y parece dispuesto a escucharles, empiezan a desgranar sus quejas. «Hemos estado en varios Mundiales y este tiene cosas que no nos gustan. Empezando por la gente. Se nota que aquí no hay pasión por el fútbol. A los gobernantes les habrá interesado traer aquí la Copa del Mundo, pero al pueblo no», sentencia Mohammed. «La gente aquí es muy hospitalaria, pero no sienten el fútbol y no estaban preparados para algo tan grande», tercia Ehsan.
La alternativa más barata
A Eshan, sin embargo, la ciudad de las caravanas le parece una buena idea: «Es una manera de resolver la falta de plazas hoteleras y de ofrecer una alternativa más barata. Lo malo es que la atención es pésima». El metro está a 500 metros y, aunque asuste encontrarse en un erial no muy iluminado, con trazas de suburbio peligroso, en Doha no parece haber navajeros ni carteristas. En la entrada principal del parque, no solo hay una tiendecita orgullosamente llamada ‘hypermarket’ y un restaurante, sino también dos campitos de fútbol cuyo césped, que de lejos da el pego, es en realidad una alfombra de color verde tendida sobre el desierto. Un aficionado está dándole patadas a un balón con más entusiasmo que destreza.
Sin microondas, ni lavadora
«Lo malo es que no tenemos ni microondas ni lavadora… Pero al menos la presión del agua es decente», sonríe Mohammed. En la parte exterior de la caravana, un lavabo macilento parece lamentar su extraño destino. Los tres iraníes no solo se dejan fotografiar, sino que permiten al cronista acceder a su caravana. Tiene dos habitaciones separadas por un mueble central. En una de ellas hay una cama bastante grande y en la otra tal vez haya un sofá, aunque oculto por una confusión de bolsas, ropa y maletas abiertas, con un desorden adolescente, como de residencia universitaria.
Una ‘ciudad’ más allá de Doha
Eshan y los dos Mohammed se cambiaron de caravana hace dos días. La anterior se les hacía pequeña y alquilaron otra más grande. Cuando el cronista se despide de ellos, uno de los Mohammed revuelve en una bolsa y saca una camiseta de la selección española nuevecita, metida en una bolsa de plástico crujiente, con todos los logos en su sitio. Sucede entonces un momento de estupor y titubeos, porque la frontera entre el regalo y la venta bajo cuerda es una línea borrosa, demasiado sutil, así que el cronista se escabulle como puede. Les da las gracias muchas veces, pero les indica con mucha gravedad que, cuando está de servicio, un periodista no debe mostrar abiertamente sus colores. Los amigos iraníes no parecen muy convencidos, pero se despiden con una sonrisa y un sobrio agitar de manos.
Cientos de caravanas iluminadas
Lo difícil de Caravan City es salir. De pronto uno se ve metido en un laberinto de roulottes y a la tercera equivocación aquello cobra aires de pesadilla. Solo se ven caravanas iluminadas. Cientos de caravanas iluminadas. Una sucesión casi infinita de caravanas iluminadas, una tras otra, una tras otra, una tras otra… El cronista piensa en Arkadash y en Donnadas, los novios indios, y en el extraño paisaje de su luna de miel.