Escuché los himnos yendo con Francia, por Griezmann y por La Marsellesa, pero entonces enfocaron el paseíllo en que ambos equipos se saludan. De azul, un anuncio de Yves Saint Laurent, todos altos, guapos e impecables. De albiceleste, el reparto de una serie de David Simon para HBO, como si The Wire se hubiera rodado en Buenos Aires y no en Baltimore. No hay maquinilla para tanto degradado, tinta para tanto tatuaje discutible, ni alma sensible que no simpatizase con esos tipos que habían viajado hasta Qatar con la única intención de robar la Copa del Mundo para su héroe. Argentina no afrontaba un torneo de fútbol sino una misión de Dios y para su dios. El 10. Cumplieron, vaya si cumplieron. Tuvieron que ganar la final tres veces, pero Messi logró su Mundial y el debate que nunca tuvo sentido al fin se zanja. El mejor de la Historia sigue siendo el mejor de la Historia, pero ya no habrá que escuchar cuñadeces. Su leyenda está grabada a fuego y es descomunal.
La sensación de los saludos se confirmó a los pocos segundos de echar a rodar la pelota. Francia, que se sabía guapísima, había llegado hasta la final siendo un sobrado en un bar: en cada partido se paseó perezoso durante muchos ratos hasta que un guiño y un detallito le llevaban a meta. Tan superior era que le bastó hasta que se encontró a un rival al que no le impresionan las sonrisas perfectas. En los dos primeros minutos, Argentina había dado tres hostias. Como tres panes. Ahí se le manchó el esmoquin a Deschamps, y resultó que no tenía más ropa en la maleta: o iba de gala o iba desnudo. Durante 80 minutos, fue un meneo como ha habido pocos en finales de este calibre, la venganza de la clase obrera. Que Di María, la estrella con menos pinta de estrella, pareciera decidir la final fue poesía…
Y entonces apareció Mbappé. Es un futbolista que no entiende el fútbol como la suma de muchas situaciones relacionadas entre sí sino como una antología de momentos inconexos. No sabíamos si había ido a la final y, de repente, nunca podremos olvidar que allí estaba. Apareció un minuto, marcó dos goles, lloró Argentina.
En realidad, Argentina se pasó el día llorando. Di María abrió el grifo a los 36 minutos y el resto fue pura lágrima. De felicidad, de desesperación, de histeria. Si el fútbol se resume en un partido, éste se jugó una tarde domingo de 2022 en Lusail. Y allí, cómo no, estaba Messi.
El fútbol no le debe nada a nadie y Leo lo sabe. Cuando Francia se sintió campeona con el 2-2, él agarró la final por el cuello y, de no ser por Lautaro, la hubiera ganado antes de los penaltis. Cuando se dirigió a lanzar el primero, todos pensamos en Baggio, en Zico, en el mismo Maradona. En tantos gigantes que se encogieron en la tanda. Lo metió sin titubear. La final de todos los tiempos la ganó el futbolista de todos los tiempos. Fue justo, fue hermoso, fue memorable.
Fuente: El Mundo