¿Qué sucedía mientras tanto en el Extremo Sur?

¿Qué pasaba en aquellos parajes aparentemente olvidados, en lo que hoy es la Tierra del Fuego y adonde convivían los onas y los yámanas, desparramados sobre las islas del confín del continente?
El desarrollo cultural había proseguido su marcha, con las características de zona de arrinconamiento y su consecuencia, una configuración cultural particular, sin mayores posibilidades de crecimiento, pero defendida en un hábitat difícil que ellos habían aprendido a entender, a lo largo de miles de años.
Hacia 1880, fecha de la llegada de los primeros colonos, los onas alcanzaban el número de 3500 a 4000 habitantes y los yámanas otro tanto, lo que hacía un total aproximado de 6000 a 6500 indígenas en el Extremo Sur (Chapman, 1986), cifra relativamente importante si la comparamos con otras regiones culturales del territorio argentino a fines del siglo XIX.
Esas culturas del sur, con una rica tradición a pesar de sus dificultades ecológicas, con elaborados rituales comunitarios (el kloketen ona) o con diferencias sustanciales en la forma de vida respecto a sus hermanos de la parte continental (la cotidianeidad marítima de los yámanas), tenían también entonces un porcentaje de población realmente significativo.
Pero un día todo empezó a desmoronarse. La quietud de siglos terminó abruptamente. El trabajoso poblamiento conformado durante miles de años fue pulverizado en apenas dos décadas. De los casi 6000 indígenas que nuestro Extremo Sur tenía en 1880, a principios de este siglo solo quedaban poco más de 1000.
Las causas de semejante debacle son muchas. Pero una vez más, en el centro de todas ellas, encontramos el choque impiadoso y compulsivo con la “civilización blanca”, generador en las culturas indígenas de disturbios múltiples que al final terminan por aniquilarlas.
El problema no fue el contacto, el problema fue cómo sucedió, bajo qué valores, con qué concepción de la vida y de la dignidad humanas se enfrentaron dos culturas diferentes.
En nuestro extremo sur muchas fueron las posiciones esgrimidas; las ideas; los proyectos. Pero al fin y al cabo triunfó aquí también el que tenía que ver con el desprecio por la vida de los semejantes.
El latrocinio cometido en Pampa y Patagonia continuó así extendiéndose, hasta toparse con las aguas congeladas del mar Austral.
El martirio de los onas
Ubicados en un hábitat de arrinconamiento extremo, como la isla de Tierra del Fuego; tradicionalmente “encerrados” por sus hermanos tehuelches del continente (no olvidemos que los onas eran desde el punto de vista cultural un componente, el más meridional, de los tehuelches) y por las condiciones geográficas que los obligaban a estar rodeados por los océanos; y empobrecidos en su organización social, los onas, convertidos en una cultura casi sin defensas, sufrieron desde fines del siglo XIX una sistemática persecución que provocó una constante de sufrimientos y vejaciones hasta llegar a manos de los colonos, hasta llegar a su virtual extinción.
La llegada de los colonos, especialmente los criadores de lanares (otros fue ron los buscadores de oro y los “bolicheros”), estuvo acompañada por la necesidad de tener vacío el territorio. Rápidamente, los colonos se convirtieron en despobladores, y originaron matanzas, traslados y epidemias que diezmaron a los onas.

Estos prácticamente fueron encerrados entre dos fuegos, porque a la penetración colonizadora del Estado argentino hay que agregar la presión chilena, que desde Punta Arenas provocó la huida de los indígenas hacia el interior y el sur de la isla.
El estado de violencia generalizado aceleró también las contradicciones internas en los propios grupos onas, y esto produjo algunos enfrentamientos a los que de todas maneras no estaban ajenos los intrusos: las armas, muchas veces, eran provistas por ellos mismos, como sucedió con la sangrienta matanza del Yehuin en febrero de 1902 facilitada por algunos Winchester 44 de repetición provistos por un comerciante chileno.
Las enfermedades constituyeron otro factor de despoblación. Epidemias de sarampión, neumonía, difteria, tisis y gripe, transformadas en armas letales, aniquilaron a los onas.
Ni siquiera el refugio que posibilitaba la misión salesiana de Río Grande (fundada en 1893 y organizada como proyecto de autonomía indígena, ante lo cual interponía toda clase de obstáculos el gobierno nacional) quedó exento de la gripe y la tuberculosis que hacia fines del siglo XIX produjeron la muerte de por lo menos 200 indios.
Otra causa de despoblación fueron los permanentes traslados y detenciones. El arrebatamiento súbito del entorno familiar y social, el maltrato, el traslado a lugares insólitos para la cultura indígena como comisarías o ferrocarriles provocaron cimbronazos de magnitud entre los onas, violentados hasta traslado a lugares insólitos para la cultura indígena lo impensable: en ocasión de la muerte de dos peones en 1896, las autoridades policiales ordenaron la detención masiva de 81 indígenas, de los cuales 26 eran menores de 10 años (13 de ellos entre 2 y 5 años) 27 mujeres Un año más tarde hubo otra situación similar. Cualquier motivo era suficiente para intervenir entre las bandas y provocarles desmanes. Pero más allá de todos estos hechos y más allá de las contradicciones entre los distintos autores y/o fuentes, cuando no el encubrimiento de lo verdaderamente acaecido, todo parece indicar que las matanzas planificadas por los nuevos dueños de la tierra ocuparon un lugar principalísimo en la explicación del porqué de la rápida despoblación.
Conocidos son los desastres producidos por los “cazadores de indios”, empleados de las nacientes estancias que tenían por misión erradicar a los indígenas de las propiedades; finalizadas las “excursiones”, los cazadores retornaban con las pruebas de sus éxitos: orejas, testículos, senos o cabezas, piezas que eran trocadas por libras esterlinas.
Otras veces la sofisticación ganaba el lugar de las balas: en la playa de Spring Hill, cerca de 500 onas fueron muertos cuando abalanzados sobre una ballena yacente para devorarla, ingirieron también el veneno inoculado por los “cazadores”.
Fragmento del libro “Nuestros paisanos los indios”, Carlos Martínez Sarasola