martes, 20 de mayo de 2025
El Extremo Sur: onas y yámana-alakaluf

José María Borrero, en su histórico testimonio La Patagonia trágica (1928), menciona por lo menos tres masacres más: la de Punta María en la que perdieron la vida 25 onas después de casi un día de tenaz resistencia; los 80 cadáveres descubiertos por un italiano buscador de oro y la de la playa de Santo Domingo, pergeñada por Alejandro Mac Lennan, en la que fueron muertos cerca de 300 indios después de un banquete al cual habían sido aviesamente invitados con la promesa de un establecimiento de paz efectivo y duradero.

Algunos autores contemporáneos como Belza (1975) o De Imaz (1972) relativizan la dimensión de estas matanzas; otros, como Chapman (1985), по dudan en utilizar la palabra “genocidio”. Lo concreto es que por encima de las dificultades de establecer los alcances de las masacres estas efectivamente se produjeron.

No solo los salesianos las denunciaron sin eufemismos inclusive con la publicación de fotografías en sus revistas, sino que el propio Congreso Nacional a través del canciller Amancio Alcorta se pronunció en su oportunidad sobre la situación.

Este derrotero de martirio en que todo un pueblo transitó angustiosamente tuvo un clímax que resume el horror vivido: en 1899, en la Exposición Universal de París fueron expuestos en una jaula nueve onas que habían sido “cazados” y trasladados hasta allí. Un letrero advertía a los visitantes: “Indios Caníbales”. Al misionero reverendo José María Beauvoir le cupo la fortuna de poder rescatar a los desdichados y volverlos a su tierra.

Los escasos grupos de onas que pudieron resistir y se mantuvieron rebeldes se fueron retirando cada vez más al sur, encabezados por el jefe Kauchicol. Muchos de ellos encontraron refugio en las estancias del colono Bridges, la Harberton y la Viamonte; otros, en la misión salesiana de Río Grande, adonde de todas maneras las posibilidades de mantenerlos estables eran escasas, porque añorando sus bosques y sus playas iban y venían constantemente. En 1901 quedaban en la misión solo 70 onas.

Hacia 1905 la despoblación se había consumado: la cultura ona no alcanzaba los 500 individuos, que bien podrían ser definidos como sobrevivientes.

Indígenas onas (selk’nam) de la misión salesiana de Río Grande, Tierra del Fuego. Archivo General de la Nación

La desaparición de los yámanas

Si la situación geocultural de los onas era muy difícil, la de los yámanas era extrema. Inmediatamente al sur de aquellos, esparcidos en la costa de la isla de Tierra del Fuego sobre el canal de Beagle y en las islas del confín del continente, los yámanas observaron impotentes el desmoronamiento de su cultura cuando llegaron los primeros colonos hacia 1880.

Estos singulares isleños, junto con los alakaluf del lado chileno, alcanzaban un número de aproximadamente 7500 habitantes hacia esa época, superando casi en el doble a los onas (Chapman, 1985). Pero al igual que estos, fueron desapareciendo en forma vertiginosa.

Al parecer no hubo matanzas sistemáticas, excepto los “ejercicios de tiro” que realizaban los navegantes europeos contra los isleños al atravesar los canales o los envenenamientos organizados por los loberos, necesitados, al igual que los colonos, de territorios “limpios”.

Las epidemias parecen haber sido determinantes en la extinción de esta cultura. Fueron famosas la de sarampión en 1884 y la de neumonía y de tuberculosis en 1886 en las que los yamanas, concentrados en la misión anglicana de Ushuaia fundada en 1868, murieron por centenares.

Estos colapsos no solo destruían biológicamente a las comunidades, sino que las inundaban de terror ante un enemigo que desconocían por completo y frente al cual su medicina tradicional no surtía efecto.

La brutal caída demográfica es elocuente: de los 3000 yámanas que vivían a la llegada de la colonización, quedaban cerca de 1000 en 1890 (solo diez años después) y hacia 1910 su número no pasaba el centenar.

Las islas habían quedado vacías.

Indígenas onas (selk’nam) de San Sebastían, Tierra del Fuego, mayo de 1909. Archivo General de la Nación.

 

Fragmento del libro “Nuestros paisanos los indios”, Carlos Martínez Sarasola

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