viernes, 8 de noviembre de 2024
Julián Ripa

Sobre mi caballo atravieso la alta y ancha planicie.

Sopla el viento y hace frío, mucho frío, en la mañana de principios de septiembre.

He regresado hace unos días a la escuela, después de las vacaciones. He izado la bandera al tope del mástil. Informo a la población por distintos conductos que la escuela está abierta. Ningún alumno se presenta.

Esta fría mañana de septiembre he ensillado mi caballo y he salido a recorrer la Colonia para juntar alumnos.

El ensillado es un malacara que ha vendido un vecino. El vecino me ha dicho que se trata de un caballo excepcional.  Él lo usó en largos recorridos y “nunca le dejó el recado”…

Estoy muy orgulloso de mi caballo porque creo que realmente es bueno –el mejor- y porque es mi más valioso bien. He pagado 50 pesos por él. También estoy orgulloso de mi recado. Lo compré de segunda mano, pero fue sabiamente armado por un auténtico criollo del oeste pampeano que, radicado en la ciudad, ya no necesitaba caballo ni recado.

He atravesado la alta planicie cubierto por un poncho que me he metido por la cabeza. Es el mejor elemento para defenderse del frio y del viento cuando se va a caballo. La cabeza la llevo envuelta en una bufanda. Pero siento mucho frío, las manos y los pies como si no me pertenecieran.

He llegado al término de la planicie y comienzo en descenso hacia el cañadón Railef. En ese cañadón, cercanos unos de otros, hay varios ranchos con niños en edad escolar.

Llego al rancho de Don José. Don José está arreglando un corral de matas espinosas en el que encierra a sus chivitas. No me bajo del caballo. Saludo a Don José y le expongo el motivo de mi visita. Don José se endereza. Es viejo, flaco, consumido.

Sí, Don José tiene un colegiante para echar a la escuela. Lo estaba pensando, justamente. Pero por ahora no es posible. Los caballos están muy flacos y ninguno aguantaría el viaje diario a la escuela que está a 10 kilómetros. Además tiene al chico desnudo. Sí, lo mandará pero cuando compongan los caballos, cuando pueda comprar alguna ropa al chico.

No insisto, sé que Don José dice la verdad. Y me voy con un apretón de manos y una promesa.

Me dirijo al rancho próximo. Salen a recibirme, con sus ladridos, unos cuantos perros flacos. Detrás, su dueño, Don Juan, los hace callar. Me invita a bajar, ato mi malacara al palo que oficia de palenque. Al lado del palenque, una pequeña pila de “charcao”, la leña que los niños juntan en las inmediaciones, la leña que se consume rápidamente.

Entro en la casa de Don Juan. Una habitación de adobe hace de cocina y de todo. Piso de tierra, techos de viejas chapas sin cielo raso, un fogón agoniza. Estaqueado en las paredes, cueros de liebres y zorrinos. Cueros de zorrinos con un olor que impregna la casa y las ropas. Don Juan ordena arrimar un cajón al fogón. El cajón se cubre con una matra. Me invita a sentarme mientras expongo el motivo de mi visita.

No; Don Juan no tiene más colegiantes.

-¿Cómo, y Lucía, que iba a la escuela el año pasado?

-Ah, la Lucia. La Lucía se casó.

-¿Y con quién se casó Lucía?

-Casó con fulano.

Sé que fulano es un hombre maduro. Y recuerdo a mi alumna Lucia, una delgada y tímida niñita de largo e informe vestido.

-¿Lucía se casó por la ley?

-No, Lucía no casó por la ley, Lucía se casó así nomás.

Don Juan ordena traer leña para el fuego. La leña está húmeda y antes de arder, despide una densa humareda que llena el ambiente. Y que pone lágrimas en mis ojos.

Continúo mi visita en lo de Don Francisco, en lo de Don Bernardino, en la de Don Antonio, recibo las mismas respuestas. Caballos flacos, niños desnudos. Promesa de echar a los colegiantes a la escuela el mes que viene.

Las casas de Don Francisco, de Don Antonio, de Don Bernardino son iguales a las de Don José, iguales a la de Don Juan. En todos la misma pobreza. Los mismos hombres vencidos por el mismo ciego destino. Un destino sin ayer, sin hoy, sin mañana. Sobre todo sin mañana. Sin ningún mañana.

Resuelvo suspender por hoy mi visita, ya he visto demasiada miseria, demasiado dolor.

Fragmento del libro “Recuerdo de un maestro patagónico”, de Julián Ripa.

Compartir.

Los comentarios están cerrados