El pasado julio de 2018, la prensa internacional informó del ajusticiamiento de Shōkō Asahara en la horca; un método que, aunque sorprenda, todavía se utiliza en Japón para ejecutar las sentencias de muerte. La noticia pasó casi desapercibida. De hecho, en España algunos medios de comunicación ni siquiera le dedicaron un espacio en su edición de papel. Aunque hoy a pocos veinteañeros les sonará este nombre, lo cierto es que hubo un tiempo en el que, tan solo escucharlo, provocaba un escalofrío. Puede que no dentro de nuestras fronteras, pero sí en el país del sol naciente, donde, el 20 de marzo de 1995, cinco acólitos de la secta que dirigía perpetraron un ataque terrorista con gas sarin en el metro de Tokio que se cobró la vida de 13 personas y llevó al hospital, según los recuentos más pesimistas, a otras 6.200.
Mediante la ejecución de Asahara –a quien acompañaron al patíbulo, apenas dos semanas después, la última media docena de seguidores relacionados con el ataque en el suburbano– se cerró un enfermizo círculo de depravación, muerte y demencia.
Con este personaje se marchó, en definitiva, uno de los últimos vestigios vivos de la secta ‘Aum Shinrikyō’ (‘Verdad Suprema’), el mismo grupo que llegó a sumar más de 40.000 seguidores en todo el mundo durante los años noventa y que, a lo largo de dos décadas, logró fabricar desde gas sarin hasta agente nervioso VX (considerado un arma de destrucción masiva por las Naciones Unidas); coqueteó con la posibilidad de hacerse con explosivos nucleares; adquirió un helicóptero de ataque y tenía capacidad para equipar a sus discípulos con armamento militar.
Escuela de yoga
La historia de este grupo empezó mucho antes de que la revista Time’ dedicara su portada al líder del culto tras los atentados. Su origen se remonta a un tiempo en que el país vivía una dolorosa resaca provocada por la capitulación en la Segunda Guerra Mundial. Durante aquellos años, la victoria Aliada puso fin a la idea de que el Emperador era una suerte de divinidad incapaz de doblar la rodilla ante sus enemigos y derivó, a la larga, en el afloramiento de cientos de movimientos religiosos (hasta 180.000 en 1995) con unos fines tan diversos como gente que se unía a ellos.
Fue en dicha época, entre 1987 y 1990, cuando Chizuo Matsumoto (el verdadero nombre de Ashara) fundó ‘Aum Shinrikyō’, un grupo espiritual basado en los fundamentos budistas e hindúes y centrado en la práctica del yoga.
Poco duró aquella primera fase. Con el paso del tiempo, Asahara moduló su discurso y se convirtió en un profeta del Apocalipsis. Aupado por la fe ciega de sus seguidores, el autodenominado ‘Iluminado’ comenzó a predicar contra la supremacía de Estados Unidos y criticó a Japón por haber caído presa de sus tentáculos. Su paranoia fue en aumento y no tardó en enarbolar un discurso de odio contra una supuesta organización secreta encargada de dirimir el destino del mundo desde Norteamérica.

También proclamó la llegada de la Tercera Guerra Mundial antes del cambio de milenio e instó a sus acólitos a entregarle sus posesiones para huir de las riquezas mundanas. «Las almas apegadas al materialismo o los placeres carnales irán al infierno», solía repetir. Gracias a esta máxima atesoró un patrimonio de unos mil millones de euros en 1994.
Su discurso, por extraño que parezca, caló entre las clases más cultas de Japón. Y todo ello, a pesar de que se atribuía superpoderes como levitar o saber leer la mente. A sus seguidores, Asahara les ofrecía la iluminación y la vida eterna. A cambio, debían abandonar su trabajo, trasladarse hasta los dominios de Aum y dedicarse en cuerpo y alma al grupo.
Los métodos para convencer a sus acólitos eran los típicos de cualquier secta; la privación de sexo y comida, la ingestión de drogas (entre las que destacaba el LSD) o la exposición a descargas eléctricas que -presuntamente- aumentaban la capacidad mental son solo algunos ejemplos. «Su estrategia es desgastarte y tomar el control de tu mente. Te promete el cielo, pero te hace vivir un infierno», explicó un miembro arrepentido después de escapar de la congregación en 1995.
La hora que sobrecogió a Japón
Tras coquetear con la producción de sustancias tóxicas y usarlas en pequeños ataques contra los jueces que trataban de poner fin a su reino del terror, Asahara orquestó su acción más deleznable en marzo de 1995. Ese mes estableció que un equipo de cinco hombres se internaría en tres de las principales líneas del metro de Tokio (las céntricas Hibiya, Marunouchi y Chiyoda) y liberaría un gas letal en los trenes cuando estos convergieran en la parada de Kasumigaseki, sede de las oficinas de los ministerios nipones y de una de las comisarías más grandes de la policía metropolitana.
A sus seguidores les vendió aquel golpe de mano como una reivindicación religiosa, pero la realidad es que las autoridades cerraban cada vez más el cerco sobre el culto y el líder buscaba despistar a los servicios de inteligencia haciéndoles creer que el ataque era obra de Estados Unidos.
Asahara escogió como arma unos pequeños paquetes de gas sarin camuflados como bolsas de comida precocinada y ordenó a sus acólitos que, cuando llegara el momento, liberaran su letal contenido en los vagones con la ayuda de la punta afilada de un paraguas. «Este gas produce una congestión de los pulmones, sudor intenso, vómitos y convulsiones que ocasionan la muerte en quince minutos», explicaba, en 1995, la prensa española con preocupación.

No se puede decir que el comando ignorara la ingente cantidad de muertos que se producirían, pues el grupo estaba formado por tres jóvenes con conocimientos superiores en físicas (Masato Yokoyama, Kenichi Hirose y Toru Toyoda), un licenciado en inteligencia artificial (Yasuo Hayashi) y un veterano cardiólogo (Ikuo Hayashi). Como día de autos, el líder seleccionó el 20 de marzo, un lunes, por ser la jornada en que más personas utilizaban el metro.
La operación terrorista comenzó poco antes de las ocho de la mañana. A esa hora, cada uno de los cinco miembros de Aum se subió a un tren distinto. Cuando se hallaban cerca del objetivo rompieron los paquetes y liberaron el contenido, aunque no sin remordimientos. «Cuando miré a mi alrededor ver tantos viajeros me conmocionó. Soy médico y he dedicado mi vida a salvar vidas. Sabía que, si perforaba esas bolsas, moriría mucha gente, pero no podía desobedecer órdenes», afirmó después a la policía Hayashi.
Salvo en el caso de Yokoyama (al que los nervios le impidieron cumplir la tarea y apenas pudo hacer un pequeño agujero a uno de los fardos) el resto cumplió la misión y, entre las 8:09 y las 8:17 de la mañana el sarin se abrió paso en un total de 16 estaciones. A partir de entonces se vivieron escenas de auténtico pánico. «Vi a un hombre sufrir espasmos en el suelo, parecía que nadaba como un pez fuera del agua», desveló Nobuo Serizawa, uno de los fotógrafos enviados al lugar. Los miembros de la secta escaparon.