viernes, 13 de diciembre de 2024

A pocos pasos de la Casa de Gobierno, encerrado en el edificio del Banco Hipotecario Nacional, actual Administración Federal de Ingresos Brutos, se encuentra el recinto de sesiones del Antiguo Congreso. La furia de la piqueta se detuvo allí cuando, en 1942, fue demolida la sede del Parlamento para dar lugar a la nueva e imponente construcción. No obstante que se haya abierto al público desde que lo custodia la Academia Nacional de la Historia, ese lugar sagrado, como lo definió el entonces Presidente de la Cámara de Diputados, Ángel Sastre, en la última reunión realizada en su seno, pasa casi inadvertido para la gente que circula por la calle Balcarce.

A pesar de la pobreza de las arcas públicas, el presidente Bartolomé Mitre logró reunir los fondos para recuperar la precariedad con que se sesionaba en el Parlamento en la sede prestada de la Legislatura porteña. De ese modo, el 12 de mayo de 1864 pudo leer su segundo mensaje al pueblo de la República en el sobrio y bello edificio construido por el arquitecto Jonás Larguía, quien había sabido aprovechar con habilidad los 500.000 pesos votados por la “patria pobre”. Ubicado en la calle de la Victoria, frente a Plaza de Mayo, poseía una fachada de tres arcos con puerta de trabajadas rejas, un frontis clásico, un trazo colonial en las ventanas y en los cuerpos laterales.

Las carencias eran tales que aquel Congreso, integrado por grandes argentinos apenas disponía de unos pocos libros, algunas resmas de papel y contadas plumas y frascos de tinta. Carentes de espacio por las propias características del edificio, las comisiones sesionaban alternándose en cuartos apenas provistos de mesas y sillas. El frío mordía agudamente en invierno y el calor agobiaba en verano. Como la primera Corte Suprema de Justicia Nacional, integrada hacia poco, los senadores y diputados trabajaban envueltos en sobretodos o capas o combatían el calor estival con el agua fresca que le alcanzaban contados ordenanzas.

Las dietas eran magras, los legisladores residentes en Buenos Aires subsistían con dificultad excepto los pocos que poseían fortuna, pero los representantes del interior soportaban verdaderos sacrificios. No pocos vivían durante el periodo de sesiones en hoteles, donde a veces compartían las habitaciones con otros colegas o arrendaban casas dividiendo los gastos entre varios. Apenas un puñado traía a sus familias, arrancadas de la vida sencilla y patriarcal de las provincias, para incorporarlas al creciente bullicio de la ciudad porteña. La comida no siempre era abundante y mientras prolongaban en sus moradas el trabajo de las profesiones, engañaban el estómago cebando hasta el cansancio el compañero mate.

Hombres graduados en la universidad y ciudadanos formados en la dura escuela de la inmigración a lo largo del gobierno autoritario de Juan Manuel de Rosas, que se habían visto obligados a tomar las armas y desempeñar los más diversos oficios para garantizar su subsistencia, interpelaron con fundamentos irrefutables a los ministros, cumplieron a rajatabla con los deberes inherentes a su cargo y dictaron a lo largo de cinco décadas leyes memorables que fundamentaron el desarrollo argentino.

Al comenzar las sesiones de 1906, el congreso comenzó a deliberar en su sede actual mármoles y bronces, bellas esculturas y notables cuadros reflejaban el tránsito de la patria pobre, de los días de la Organización Nacional a la patria opulenta, que habían hecho posible las leyes previsoras y los sacrificios personales de quienes, por encima de sus compromisos políticos y conveniencias individuales, privilegiaron el bien de la República.

Fragmento del libro “Historias de la historia Argentina”, de Miguel Ángel De Marco

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1 comentario

  1. Lastima que don Costa no haya podido esquivar la clasica historia..malo don Juan Manuel…benemeritos los ya entrgados al colonialismo cipayo que nos engañó tantos años escondiendovla realidad del granero del mundo…

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