INSOLENCIA
En la olimpiada de 1936, el país natal de Hitler fue derrotado por la selección peruana de futbol.
El árbitro, que anuló 3 goles peruanos, hizo todo lo que pudo, y más, para evitar ese disgusto del Fûhrer, pero Austria perdió 4 a 2.
Al día siguiente, las autoridades olímpicas y futboleras pusieron las cosas en su sitio.
El partido fue anulado. No porque la derrota aria resultara inadmisible ante una línea de ataque que por algo se llamaba el Rodillo Negro, sino porque, según las autoridades, el público había invadido la cancha antes del fin del partido.
Perú abandonó las olimpiadas y el país de Hitler conquistó el segundo puesto del torneo.
Italia, la Italia de Mussolini, ganó el primer puesto.
NEGRO HALADO
En esas olimpíadas que Hitler había organizado para consagrar la superioridad de su raza, la estrella más brillante fue un negro, nieto de esclavos, nacido en Alabama.
Hitler no tuvo más remedio que tragarse cuatro sapos: las cuatro medallas de oro que Owens conquistó en velocidad y salto largo.
El mundo entero celebró esas victorias de la democracia contra el racismo.
Cuando el campeón regreso a su país, no recibió ninguna felicitación del Presidente, ni fue invitado a la Casa Blanca, volvió a lo de siempre:
Entro a los autobuses por la puerta de atrás,
Comió en restaurantes para negros,
Uso baños para negros,
Se hospedó en hoteles para negros.
Durante años, se ganó la vida corriendo por dinero. Antes de que comenzaran los partidos de beisbol, el campeón olímpico entretenía al público corriendo contra caballos, perros, autos, motocicletas.
Después, cuando las piernas ya no eran lo que habían sido, Owens se convirtió en conferencista. Tuvo bastante éxito exaltando las virtudes de la Patria, la religión y la familia.
ESTRELLA NEGRA
El beisbol era cosa de blancos.
En la primavera de 1947, Jackie Robinson, también nieto de esclavos, violó esa ley no escrita, jugo en las grandes ligas y fue el mejor de los mejores.
Lo pagó caro. Sus errores costaban el doble, sus aciertos valían la mitad. Sus compañeros no le hablaban, el público lo invitaba a regresar a la jungla y su mujer y sus hijos recibían amenazas de muerte.
El tragaba veneno.
Y al cabo de dos años, el Ku Klux Clan prohibió el partido que los Dodgers del Brooklyn, el equipo de Jackie, iba a disputar en Atlanta. Pero la prohibición no funcionó. Negros y blancos ovacionaron a Jackie Robinson, al entrar al campo de juego, y a la salida una multitud lo persiguió.
Para abrazarlo no para lincharlo.
SANGRE NEGRA
Era de cordero la sangre de las primeras transfusiones; y corría el rumor de que esa sangre hacia crecer lana en el cuerpo. En 1670, Europa prohibió las experiencias.
Mucho tiempo después, hacia 1940, las investigaciones de Charles Drew aportaron técnicas nuevas para procesamiento y almacenamiento de plasma. En merito a sus hallazgos, que salvaron millones de vidas durante la segunda guerra mundial, Drew fue el primer Director del Banco de Sangre de la Cruz Roja en Los Estados Unidos.
Ocho meses duró en el cargo.
En 1942 una orden militar prohibió que la sangre negra se mezclara con la sangre blanca en las transfusiones.
¿Sangre negra? ¿Sangre blanca? “esto es una estupidez”, dijo Drew, y se negó a discriminar la sangre.
El entendía del asunto: era científico y era negro.
Entonces renunció o fue renunciado.
VOZ NEGRA
La empresa Columbia se negó a grabar esa canción, y el autor tuvo que firmar con otro nombre.
Pero cuando Billie Holiday cantó Strang Fruit, calló en las barreras de la censura y el miedo. Ella cantó con los ojos cerrados y la canción fue un himno religioso por obra y gracia de esa voz nacida para cantarlo, y desde entonces cada negro linchado pasó a ser mucho más que un extraño fruto colgado de un árbol, pudriéndose al sol.
Billie, la que a los 14 años lograba el milagro del silencio en los ruidosos puteros de Harlem donde cambiaba música por comida, la que bajo de la falta escondía una navaja, la que no supo defenderse de las palizas de sus amantes y sus maridos, la que vivió presa de la droga y de la cárcel, la que tenía el cuerpo hecho un mapa de pinchazos y cicatrices, la que siempre cantaba como nunca.
Fragmento del libro “Espejos”, de Eduardo Galeano