sábado, 27 de julio de 2024

 

Retrato de Catalina de Erauso (hacia 1626)

Catalina de Erauso nació en San Sebastián el 10 de febrero de 1592 en el seno de una familia de tradición militar. A los cuatro años, Catalina ingresó en un convento de la villa en el que ejercía de priora una prima hermana de su madre. La joven relata que una monja viuda y robusta le tomó como objetivo de sus maltratos y vejaciones, a lo que ella decidió fugarse del convento.

Se cortó el pelo y se disfrazó de hombre antes de partir a Valladolid, donde entró como paje al servicio del secretario Juan de Idiáquez. En su nueva identidad no fue capaz de distinguirla ni su padre. En 1603 embarcó de esa guisa en Sanlúcar en un galeón del capitán Estevan Eguiño (otro primo hermano de su madre) con dirección al Nuevo Mundo. Sin saber que era su tío, el capitán vasco trató con gran cariño a aquel grumete y le enseñó el oficio desde cero. Resulta complicado comprender cómo pudo esconder su auténtico sexo en un espacio tan estrecho como un barco, donde se comía, defecaba y se lavaban todos sin ningún tipo de intimidad.

Bajo la identidad de este joven inició una serie de aventuras y desventuras en América donde los problemas siempre le fueron a la zaga. Porque puede que fuera una mentirosa, una ladrona y una pendenciera; pero también una mujer de palabra, sin miedo, que no se arrugaba si tenía que defender su honor. Cierto día mientras asistía a una comedia de teatro, un fulano llamado Reyes le tapó la vista, a lo que se lo recriminó primero de buenas maneras, según refiere ella, y luego de muy malas. Tal que Reyes le amenazó con cortarle la cara con una daga allí mismo si no se marchaba. El incidente hubiera quedado en un riña, olvidada y sin importancia, si el tal Reyes no se hubiera mostrado cerca de la tienda unos días después. El vasco, o más bien la vasca, cerró la tienda, afiló sus armas y se lanzó al asalto de Reyes, que estaba acompañado de otro hombre:

—¡Ah, señor Reyes! —gritó, a lo que se volvió él extrañado.

—¿Qué quiere?

—Esta es la cara que se corta —afirmó la vasca antes de lanzar una cuchillada en el rostro de Reyes.

Tras herir también a un acompañante, se refugió en la iglesia del lugar pidiendo asilo sagrado. Al corregidor local, sin embargo, no le frenó que estuviera en sagrado y le sacó a rastras hasta la cárcel. Le puso grilletes y cepo, en previsión de que iba a estar un largo tiempo en prisión. Un comerciante con el que trabajaba, Juan de Urquiza, intercedió para que no fuera así. En una situación típica de las novelas de picaresca, Urquiza le ofreció que se casara con una dama de su servicio, emparentada con la esposa de Reyes, para poner fin al pleito surgido en el teatro.

Ancha es América
Acorralado una vez más, el vagabundo vasco rehusó la oferta de matrimonio y se trasladó a otra ciudad. Ancha es Castilla, pero más lo eran sus posesiones en América. En Lima sentó plaza de soldado en la compañía del capitán Gonzalo Rodríguez, que formaba parte de los 1.600 hombres levantados para conquistar el último reducto opuesto al poder español en Sudamérica, la última frontera con lo salvaje: Chile.

En la ciudad de Concepción, el soldado vasco supo que uno de sus hermanos, Miguel de Erauso, que había cruzado el océano cuando ella tenía dos años, era secretario del gobernador. Frente a la mujer disfrazada, el hermano pródigo no supo distinguir quién estaba debajo del disfraz de varón, pero se alegró de dar con un compatriota y rememorar los paisajes de su infancia. La otrora monjita trabó amistad con su hermano y, de tanto roce, acabó enfrentado a él por un asunto de faldas.

En el pasado había esquivado casarse e intimar con una mujer porque, se suponía, podía echar al traste su falsa identidad. Sin embargo, poco después relata que un comerciante en Lima le pidió que se marchase de su casa porque se había pasado en el juego con dos doncellas hermanas. Especialmente con una había retozado y jugueteado entre sus piernas. Porque o bien Erauso se sentía atraído de forma sincera por las mujeres y le costaba refrenarse; o bien creía que cortejando a bellas damas sostendría mejor su falsa identidad.

A Catalina le gustaban las mujeres de buenas caras, del mismo modo que a las mujeres parecían gustarles la suya. De pelo negro corto, pero con melena, y de físico abultado; la transformación de la vasca en un hombre iba más allá de un simple disfraz. Según le confesó a Pedro de la Valle, no tenía pechos prominentes gracias a que siendo adolescente logró «secarlos» con un método que le dio un italiano. Aquello le causó gran dolor al aplicarlo, siendo de total efectividad como confirmarían todos los que la conocieron.

Ilustración de Catalina de Erauso luchando contra los mapuches en Chile.

Sea como fuere, la riña con su hermano por frecuentar a la misma dama se resolvió con su traslado a Paicabí, un puesto en pleno contacto con los temidos mapuches. Tras destacarse en combate, Catalina de Erauso fue ascendida a alférez, el que mandaba la compañía en ausencia del capitán y se encargaba de defender con su vida la bandera, un blanco predilecto de los enemigos. Su carácter pendenciero y su afición a las cartas, algo habitual entre los soldados españoles de la época, malogró su carrera en el Ejército y, finalmente, arrojó a la Justicia sobre ella. Catalina de Erauso lanzó otra bomba de humo.

En Cuzco, ciudad que rivalizaba en poder con Lima, se enemistó en una casa de juego con un rufián llamado «el nuevo Cid», moreno, velloso y de gran envergadura. Nada nuevo en su vida: un mal perdedor que termina por ofender a Catalina y ella saca su acero a pasear. El insulto fue respondido, esta vez, con una daga clavada sobre la mano del Cid contra la mesa. Se la sacó entre borbotones de sangre y llamó a cuatro amigos. Tirándole una estocada al pecho descubrió que, para mayor dificultad, el bellaco Cid estaba armado bajo la ropa. Aquel Cid de pelo en el pecho le atravesó con una daga la espalda de lado a lado y, en una segunda puñalada, le penetró un palmo. Cayó a tierra, que era en ese momento un charco de su propia sangre.

El Cid y sus esbirros dieron por muerta a la vizcaína. El villano debió de quedarse pálido al ver levantarse moribundo al alférez de rostro dulce pero mirada terrible. Apenas acertó a preguntarle:

—Perro, ¿todavía vives?

Una estrella de la época
En el nuevo combate la mujer disfrazada de hombre le tiró una estocada letal al Cid, que le entró en la boca del estómago y no le dejó más oportunidades que pedir un confesor. El Cid de Cuzco murió poco después. Herida de gravedad, la Monja Alférez reveló, por primera vez en su vida, su gran secreto a un sacerdote ante la negativa del cirujano a curarla si no confesaba primero sus pecados. El confesor absolvió a la Monja Alférez y se asombró con su engaño.

La segunda vez lo hizo después de que el obispo y su secretario al frente la cercaran y amenazaran con ejecutarla allí mismo. Catalina reveló su auténtica identidad y su condición de virgen al obispo de Guamanga, que le pareció un hombre piadoso. Frente a sus ojos magnánimos, no fue capaz de sostener la mentira ni un segundo más:

—Señor, todo esto que he referido a Vuestra Señoría ilustrísima no es así: la verdad es esta: que soy mujer…

Tras escuchar en silencio y sin pestañear la larga confesión de Catalina, el obispo rompió en lágrima viva y tardó aún en creer que fuera cierto. Dos matronas inspeccionaran en privado a la Monja Alférez, incluida su virginidad, para que el obispo dejara de frotarse los ojos. La noticia corrió como la pólvora por la población de Guamanga. Cuando el obispo pidió que ingresara en un convento local en calidad de monja, la gente se arremolinó en la entrada para ver a aquel guerrero feroz vestido con el hábito.

A partir de entonces se convirtió en un personaje mediático. A finales de 1624 volvió a España y pasó una temporada dentro de conventos. Vestida otra vez de hombre, Catalina de Erauso trató de pasar inadvertida en la Península. Luego recorrió Francia, Nápoles, Saboya, Roma y Génova con esa forma tan particular de atraer los problemas.

Monumento a Catalina de Erauso en Orizaba, México

Durante una audiencia con Felipe IV, le presentó un memorial de sus servicios a la Corona y estiró la mano para que le premiara, omitiendo, obviamente, el servicio que había dado también a tantos alguaciles y corregidores. De gesto pétreo, el monarca no pareció asombrarse ante aquel caballero llamado Catalina, aunque él rara vez exteriorizaba sus sentimientos. Se limitó a trasladar el asunto al Consejo de Indias, que resolvió darle una renta de 800 escudos de por vida, «poco menos de lo que yo pedí».

Pero aún mejor fue el privilegio del Papa Urbano VIII, quien concedió permiso a la Monja Alférez para seguir con su vida como hombre. Con su permiso se atrevió a responder poco después una grave grosería a dos muchachas que le preguntaron con burla hacia dónde se dirigía usando el nombre de Señora Catalina. El hombre bendecido por el Papa contestó:

—Señoras putas a darles a ustedes cien pescozones, y cien cuchilladas a quien las quiera defender.

Cansada de su popularidad, que en realidad era una suerte de asombro por lo que se consideraba en la época un freak de circo, Catalina de Erauso lanzó en 1630 su última bomba de humo. Vivió como un discreto arriero en México hasta sus últimos días. La tradición local asegura que murió transportando una carga en un bote.

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