
En Oswiecim (Polonia), todo el mundo se niega a identificar con el nombre del pueblo a una de las mayores atrocidades de la historia de la humanidad. Décadas después, hasta los lugareños llaman al campo por su nombre en alemán, Auschwitz. En Castrillo Mota de Judíos (Burgos), sin embargo, el nombre es una cuestión de corrección histórica y una declaración de intenciones. Nacido de un asentamiento sefardí, este municipio burgalés se despojó en 2015 de su apellido ‘Matajudíos’ y recuperó el que tenía originalmente para honrar su memoria y convertir al Castrillo actual en un referente para visitantes y estudiosos. No obstante, la formidable atención mundial y el apoyo que han recibido desde entonces tiene su contrapartida en los ataques antisemitas –van siete– que desde entonces turban la paz de la pequeña localidad, de apenas cincuenta habitantes.
Aún no había caído la noche del todo en aquel miércoles de verano, el pasado 3 de agosto, pero sólo la casualidad quiso que un vecino viese el contenedor de basura arder. Sus gritos pusieron en guardia al pueblo: todo el mundo dejó la cena a medio hacer y acudió «con cubos, mangueras o lo que pilló» para evitar que el fuego fuese a más, reconstruye Patricia Pascual Iglesias, que acaba de mudarse a Castrillo. Otros habitantes coinciden, sería en torno a las diez, y el peligroso ‘cóctel molotov’ aparecía a la vez que pintadas que deformaban el nombre del pueblo o escribían ‘Auswisch’ haciéndose un lío con las letras. No era la primera, y por desgracia, temen que no sea la última vez, aunque los atacantes sólo se habían atrevido a prender algo más (una bandera) el pasado diciembre.
«Hubo suerte porque el contenedor era de metal, lo que hizo fue ponerse al rojo vivo y se apagó pronto, pero media hora más y podría haber ardido el pueblo», señala su alcalde, Lorenzo Rodríguez Pérez, que es también uno de los principales valedores del proyecto de recuperación de memoria histórica judía y cuenta haber recibido cartas de amenaza personal. «Yo no me voy a dejar arrollar, pero me preocupa la gente de mi pueblo, que lo pasa mal», confiesa, y añade que «los mayores no duermen, hay estrés y algunos piensan en abandonar el pueblo».
«Hombre, asusta un poco», reconoce Patricia, que a los 43 años ha dejado Burgos y ha comprado una casa en Castrillo. Sin vínculos previos allí, se siente muy bien acogida por sus nuevos vecinos y reforma la vivienda, ilusionada por crear un nuevo hogar y atraída por la «tranquilidad» del pueblito, aunque algo preocupada porque se ha resquebrajado. «Ahora que empiezo a quedarme aquí a dormir, lo veo de cerca, y te preguntas, ¿qué es este lío de los carteles? Porque todavía eso lo veo como una chiquillada, pero que empiecen con contenedores…».
Los habitantes no quieren ni oír hablar del asunto, unos por miedo, los más, por enfado, y casi todos por el hastío de que se les conozca sólo por víctimas. Un hombre de paseo se desentiende: «No me meto en el tema porque hablo cabreado», refunfuña, «pero ya me gustaría que los encontrasen para hablar yo con ellos». Se quejan por la inconsciencia de poner todo el campo en peligro o por el desembolso que supone que estropeen su mobiliario. «No hemos hecho nada mal», subraya Montse, una de las vecinas de toda la vida. «Sólo querría que les cogieran, les dieran un cepillo pequeño y les pusiesen a limpiar ahí, al sol, luego ya les aplaudimos todos y les damos un vaso de agua», propone, sarcástica.
Seis años de quejas
La primera denuncia data de 2016, porque Rodríguez explica que aunque al principio intentaron quitarle hierro al asunto para no conceder protagonismo a los vándalos, una «asociación neonazi» se jactó de ser la autora en redes sociales. Desde ese año, hay dos personas en libertad con cargos a la espera de juicio por delito de odio, y la Guardia Civil «hace un magnífico trabajo», pero no llegan a todo ante unas actuaciones que se han producido siempre de noche y a escondidas. Salvo una vez.
«Me acuerdo perfectamente», rememora Montse, «Vinieron un día de fiesta en el que nos visitaba el embajador de Israel y se pusieron allí con una pancarta en contra del cambio de nombre». La mujer indica que uno de sus paisanos se acercó y les espetó: «Hala, majillos, ya habéis tenido vuestro minuto de gloria», y se marcharon. «Yo respeto que puedan no estar de acuerdo con algo, pero que vengan y nos lo digan a la cara. ¡Quizás hasta lleguemos a un acuerdo!», pide.
Además, en Castrillo Mota de Judíos defienden que tienen mucho más que ofrecer a aquel que llega a sus calles que una historia de pintadas racistas a medianoche: enclavado en las rutas peregrinas hacia Santiago, en sus tierras nació Antonio de Cabezón, músico de cámara de Felipe II. Humilde pero orgulloso, este es un pueblo compacto, que en una plaza concentra la iglesia de San Esteban (con la reliquia del cráneo de Santa Laura), el Ayuntamiento, un bar-teleclub, los antiguos pilares de la sinagoga, la que fuera la casa de la Inquisición y, pronto, el nuevo Centro de la Memoria sobre los judíos en el Camino de Santiago.
En la casona dispuesta para acoger este último se apuran las radiales: el 7 de septiembre está prevista una gran recepción para inaugurarlo, con embajadores y representantes de todo el mundo. Para entonces, confían, esperan haber recibido el visto bueno del Gobierno para instalar cámaras de seguridad en el pueblo, lo único que se les ocurre para disuadir a los delincuentes.
En el Centro de Memoria, la Asociación Mota de Judíos prevé organizar conferencias y exposiciones. La primera será sobre conversos. Habrá espacio para una pequeña biblioteca con textos hebreos, el jardín conducirá directamente a una visita de la iglesia y desde las ventanas se ve la Mota, la colina adyacente en la que permanece el yacimiento arqueológico de la aljama original, que también nutrirá los fondos históricos del centro.
Un proyecto ambicioso
Con otros 250 municipios, Castrillo Mota de Judíos, hermanada con Kfar Vradim (Israel), se ha convertido en «la punta de lanza» de la Fundación de Itinerarios Sefardíes de Castilla y León y promete «un proyecto de comarca» en el que trabajar mano a mano con Castrojeriz o Melgar de Yuso. Tras varios congresos internacionales, se está tramitando la creación de una fundación, pues las posibilidades comienzan a hacerse «demasiado grandes» para el Ayuntamiento, reconoce el alcalde.
Las actividades proyectadas incluso podrían revertir la despoblación que reconcome a la zona, ya que una familia israelí acaba de mudarse al pueblo y cuentan con varios interesados en afincarse en Castrillo por su historia. Otros, como Patricia, podrían verse atraídos por la tranquilidad, o por una nueva vitalidad que se traduzca en servicios para atender una demanda creciente.
El propio rey Felipe VI o el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se han interesado recientemente por los avances, refiere Lorenzo Rodríguez, pero también atesoran incontables historias de autoridades y comunidades judías que les respaldan en Panamá o Ceuta, así como ‘peregrinos’ que viajan desde Estados Unidos.
«Nosotros apoyamos al Ayuntamiento en todo lo que está haciendo», refrenda Celso, otro de los habitantes, «pero no sabemos hasta cuándo podremos aguantar», completa. Viudo, vive con su hermana en su pueblo por aquello de que «donde se nace, se pace», sonríe. Pero admite que se nota la inseguridad, y por eso rehúyen la «publicidad» y esperan que esto cese: «Todos tenemos derecho a vivir», subraya Celso.
Lo sepan los atacantes o no, también en Auschwitz los nazis intentaron borrar la memoria histórica. Derruir los barracones y que allí no quedase ni rastro de lo ocurrido. Pero a pesar de la brutalidad de lo que evoca, se conserva todo lo posible, porque los pueblos que no recuerdan su historia están condenados a repetirla. Y, aunque por suerte el de Castrillo no enfrenta un horror similar, esta es razón de más para recordar su comunidad judía. Recuerda un pueblo próspero que quiere volver a serlo y superar el odio destilado a través de los siglos.
Fuente: ABC