Cuenta Ariel Dorfman (Buenos Aires, 1942) que, el 11 de septiembre de 1973, tenía que haber estado en el Palacio de La Moneda, junto a Salvador Allende: «Ese día trabajaba, pero me salvé por una serie de milagrosas casualidades. Como todo superviviente de una catástrofe, me sentí culpable de no haber muerto, de que otros murieran en mi lugar, algo que en mi caso parecía seguro, porque había cambiado el turno con un amigo que sí fue asesinado. Es decir, que él amaneció en La Moneda y yo no». Además, el ministro Fernando Flores le borró de la lista de quienes debían ser llamados en caso de emergencia y pudo huir.
Aquel día, el del golpe de Estado de Chile y la muerte de Allende hace 50 años, Dorfman era asesor de prensa y cultura del Gobierno, además de amigo personal de la familia del mandatario, al que había jurado lealtad tres años antes al ser elegido para el cargo. «Cuando uno ha declarado estar dispuesto a morir por sus ideales y termina saliendo del país para salvar su vida, es imposible no sentir una tremenda angustia. El mundo se me vino abajo y sentí miedo, mucho miedo, pero también que tenía que sobrevivir para poder contar la historia que estaba… que estábamos viviendo», añade el escritor chileno, que acaba de publicar ‘Allende y el museo del suicidio’ (Galaxia Gutenberg).
La novela, más cerca del reportaje que de la ficción, y con el propio Ariel Dorfman como protagonista, cuenta la historia de cómo el escritor regresa del exilio, en 1990, para investigar la muerte de Allende durante la insurrección liderada por Augusto Pinochet. El autor juega, por lo tanto, al ‘thriller’ con sus propias vivencias personales, inventándose para ello el encargo de un multimillonario filántropo llamado Joseph Hortha, a quién el propio mandatario también le salvó la vida, según reconoce este, y dice estar en deuda con él: «Para mí es imperativo saber, antes de fin de año, si Salvador Allende se suicidó. Saberlo con absoluta certeza. Si su vida fue trágica o épica», revela el personaje.
«¿Trágica o épica?», pregunta Dorfman, un tanto confuso, a lo que el millonario responde: «Trágica si se suicidó, épica si luchó hasta el final». Una cuestión sobre la que se han vertido numerosas teorías durante las últimas décadas, manteniendo dividido a Chile desde que, el mismo día del golpe de Estado, Pinochet y la nueva Junta Militar declararon que el presidente se había quitado la vida durante el asalto a La Moneda. Fidel Castro, Gabriel García Márquez y millones de chilenos más, en cambio, clamaron a los cuatro vientos que el líder socialista había sido ejecutado vilmente defendiendo el palacio presidencial
«Murió combatiendo»
En el exilio, la viuda de Salvador Allende, Hortensia Bussi, y sus hijas, Beatriz e Isabel, sostuvieron siempre que el presidente «murió combatiendo», pero las investigaciones llevadas a cabo en los últimos años por el juez Mario Rolando Carroza –que llegó a ordenar la exhumación de los restos en 2011– determinaron que se suicidó. El único testigo de su muerte, según cuenta Mario Amorós en su reciente biografía del mandatario, publicada en España por Capitán Swing, fue Patricio Guijón, quien ese mismo año relató que, mientras sus compañeros iban bajando hacia la puerta, se le ocurrió regresar en busca de su máscara antigás para llevársela de recuerdo a su hijo.
«En un momento determinado me encuentro frente a una puerta ubicada en ese pasillo –desveló– que, por lo general, se mantenía cerrada; no obstante, en esa ocasión se encontraba abierta y me llamó la atención. Instintivamente miré hacia el interior y, a seis o siete metros de distancia, estaba el presidente. Se encontraba sentado en el sofá con una metralleta en sus manos [que le había regalado Castro dos años antes] y, en ese instante, vi cómo se disparó, saliendo eyectado parte de su cráneo y masa encefálica en dirección al techo de la habitación y la pared posterior. Instintivamente, me acerqué a ver cómo estaba y le tomé el pulso, pero no había nada que hacer».
Dorfman –cuyos libros han sido traducidos a más de cincuenta idiomas tras saltar a la fama en 1990 con ‘La Muerte y la Doncella’, obra de teatro adaptada al cine por el director Roman Polanski, con Sigourney Weaver y Ben Kingsley como protagonistas– tardó en aceptar esta versión: «Soy de los que proclamé durante años que a Allende lo mataron. ¿Por qué iba a creer a los militares que lo habían traicionado y que mentían a destajo? Con el tiempo, a medida que se iba acercando la posibilidad de recuperar la democracia, me permití atender a los indicios que decían que, en efecto, se había suicidado. Y claro que me quedaron muchísimas dudas que se reflejan en la novela, porque si no, no había tensión en la historia. De hecho, dos de los testigos de la muerte de Allende en la novela llegan a conclusiones diferentes sobre lo que pasó». .
Las últimas horas
El 11 de septiembre de 1973, el presidente llegó a La Moneda a las siete y media de la mañana, acompañado por algunos de los jóvenes militantes socialistas que integraban su escolta del Grupo de Amigos Personales (GAP). Allende cargaba con la mencionada ametralladora, pues desde hace semanas preveía lo que iba a pasar. Desde su despacho telefoneó a los comandantes en jefe de las tres ramas de las Fuerzas Armadas, pero no encontró respuesta. Menos de una hora después, se dirigió por primera vez a los chilenos por radio para anunciar el inicio de la «insurrección».
En su segunda intervención, consciente del fracaso y de que ya nadie le apoyaba en el Ejército, empezó a barajar la idea de que no saldría de allí con vida: «Solo acribillándome a balazos podrán impedir mi voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo […]. Permaneceré aquí en La Moneda, inclusive, a costa de mi vida», declaró. A las nueve, en su empeño por informar a los chilenos de lo que sucedía, comentó a través de Radio Magallanes, la única emisora que todavía no había sido incautada por los golpistas: «En estos momentos pasan los aviones. Es posible que nos acribillen, pero que sepan que aquí estamos».
Su célebre último discurso, con la voz serena y digna, el micrófono agarrado con firmeza y el casco puesto, llegó un cuarto de hora después: «Esta será, seguramente, la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Portales y Radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura, sino decepción, y serán ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron […]. Estas son mis últimas palabras, teniendo la certeza de que el sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una sanción moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición».
«Matarlos como ratas»
Pocos minutos después, hacia las nueve y media, el vicealmirante Patricio Carvajal le ofreció la posibilidad de abandonar el país en avión, junto con su familia y sus colaboradores más cercanos, pero se negó. Según el relato de Amorós, el teléfono por el que había hablado se quedó descolgado y pudo escuchar al militar gritar: «Tenemos que matarlos como a ratas, que no quede rastro de ninguno de ellos, en especial de Allende». En 1985, la revista ‘Análisis’ publicó la transcripción de otra grabación que les entregó un radioaficionado, en la que Pinochet le comunicaba a un mando del Ejército: «Rendición incondicional, nada de parlamentar. ¡Rendición incondicional! Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país…, pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando».
Con esa pregunta de si finalmente fue asesinado o se pegó un tiro, los dos protagonistas de la novela de Dorfman inician un peligroso viaje que les llevará de Washington DC a Londres, pasando por Nueva York, Valparaíso y Santiago de Chile, mientras ambos exploran la culpa y el trauma por catástrofes personales ocultas en ese mismo pasado. «La idea de que alguien, un exiliado, retornara a Chile para investigar esa muerte me rondaba desde hace décadas, pero escribía una página y ahí me quedaba. Una situación frustrante, pues no identificaba quién podía contar la historia, hasta que hace cuatro años se me ocurrió que podría ser un alter ego mío, que tuviera mi nombre, mi familia y mi biografía. Es decir, que podía mandarme a mí mismo hacer esa investigación», explica.
El humo sale del palacio presidencial chileno, La Moneda, este 11 de septiembre de 1973 después de ser alcanzado por cohetes disparados por los aviones de combate Hawker Hunter de la Fuerza Aérea durante el golpe militar liderado por el general Augusto Pinochet que derrocó al presidente marxista Salvador Allende.
El general Augusto Pinochet, en el centro, señalando una bandeja, preside una reunión con su estado mayor militar en Santiago, Chile, el 20 de septiembre de 1973, once días después de arrebatarle el poder al presidente Salvador Allende.
El palacio presidencial La Moneda es bombardeado durante el golpe liderado por el general Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973 en Santiago.
Humo sale del palacio presidencial chileno, La Moneda, en esta fotografía de archivo del 11 de septiembre de 1973, después de ser alcanzado por cohetes disparados por los aviones de combate Hawker Hunter de la fuerza aérea.
Fotografía tomada el 11 de septiembre de 1973 del ataque contra el Palacio de la Moneda en Santiago durante el golpe militar liderado por el general Augusto Pinochet contra el presidente constitucional Salvador Allende.
Foto de archivo que muestra a asesores y miembros de la presidencia del expresidente socialista Salvador Allende siendo custodiados por soldados afuera del palacio presidencial de La Moneda, durante el golpe de estado en Santiago
Oficiales de policía asignados a proteger el palacio presidencial chileno, La Moneda, en Santiago, Chile, se rinden al salir del edificio durante el golpe militar.
Fuente: ABC