
La escuela N° 18 es un trozo de la historia de la colonia 16 de octubre y es por ello que le dedicamos algunas líneas aparte. Por sus aulas han pasado la mayoría de los habitantes de la colonia y conservan de ella gratos recuerdos. Antes de la nacionalización de la escuela, la misma ya funcionaba en la capilla vieja, frente a la actual y su maestro era el señor T. G Prichard, a quien pagaban los padres. Las clases se dictaban en idioma gales.
El 1° de enero de 1895, el Concejo Nacional de Educación oficializa la escuela y el 23 de junio del mismo año confirma a su primer maestro, el señor Prichard.
Esta escuela es la primera Nacional de la Cordillera Austral y la cuarta del territorio, y funcionaba todo el año, pero sus registros hablan claro de la poca asistencia durante los meses de invierno. No funcionaba los sábados y aun cuando después se hizo obligatoria la asistencia en ese día, la concurrencia era escasa, pues los niños iban al “Band of Hope” (reunión de niños). El único hombre de origen español en el primer registro es Vicente Calvo y luego, en 1897, se asienta el primer aborigen, Alejo Nahueltripan.
En noviembre de 1897 se retira el maestro Prichard y la escuela permanece cerrada hasta principios de 1898 en que se hace cargo de la misma el director Leonardo Jones, de origen también gales, soltero, que ejerce hasta mayo de 1899, mes en que aparece ahogado al vadear el crecido rio Corintos, ya de noche volviendo a su casa. El accidente ocurrió en el paraje que se llama comúnmente aquí “el cuarto de lengua”, propiedad del Sr. Elías Owen, frente casi a la Estancia Owen, de hoy. Durante trece largos días, los colonos buscaron en vano el cadáver del maestro amigo quien a pesar de la corta permanencia en la localidad habíase granjeado la amistad genera, y que todavía hoy es recordado con cariño. A la décimo tercera noche de la tragedia, William Evans, ve en sueños el cuerpo de Jones flotando en cierto lugar. A la mañana siguiente, guiados por Evans, varias personas se dirigen a lugar indicado y encuentran efectivamente el cadáver, tal como soñara el colono, más o menos en la confluencia del Nant y Fall (arroyo de los Saltos) con el Corintos, como a media lengua del accidente.
Sucede al maestro Jones, el primer maestro argentino, Don Antonio Molins, quien ejerce solo hasta diciembre de 1899.
A pesar del corto tiempo que estuvo al frente de la escuela, muchos lo recuerdan como persona tolerable y buena. “Demasiado buena para la gavilla de bandidos que éramos”, según el decir de uno de sus alumnos.
En julio de 1900, es nombrado director de la escuela el señor Owen Williams, que se hace cargo al iniciarse el curso de ese año. En 1901, la escuela es trasladada a un local nuevo y más amplio en la Lengua N°15, cerca del local actual, y que fue construido por los vecinos y cedido al Concejo Nacional de Educación.
El día 30 de abril de 1902, la escuela fue escenario del hecho más trascendental, quizás de la historia de la colonia.
Había llegado la Comisión de Limites que estudiaba la difícil cuestión de límites con Chile, integrada por el árbitro inglés Sir Thomas Holdich, el representante argentino perito Francisco P. Moreno y el delegado Chileno Dr. Balmaceda. Se citó a toda la población a fin de consultarlos sobre esta comarca. Solicitada su opinión por Sir Holdich, manifestaron unánimemente querer seguir cobijándose bajo los pliegues de la blanqui-celeste. Creo que la opinión de los colonos galeses de entonces, influyo grandemente para que esta colonia sea hoy territorio argentino. El 4 de enero de 1906, la escuela es visitada por primera vez por un inspector, siendo este el señor Marcelino B. Martínez.
El maestro Owen Williams, ejerció hasta mayo de 1914, en que se retira definitivamente, radicándose en Gales, su país Natal. Es el que permaneció más tiempo al frente de la escuela y su recuerdo es grato para todos los colonos, aun después de su muerte acaecida hace cosa de un año, en su retiro de Gales, que llamo simbólicamente “Andesonia”.
Permaneces cerrada la escuela hasta el 20 de diciembre de 1915 en que se hace cargo el director suplente, señor Carlos S. Amaya, argentino que presta servicios hasta fines de octubre de 1916.
El 6 de noviembre de 1916 llega el primer maestro normal nacional, don Néstor González Salvatierra, quien es el que, después del señor Owen Williams, permanece más tiempo al frente de la escuela, puesto que ejerce hasta marzo de 1928, en que es ascendido a visitador.
Los maestros Williams y González Salvatierra, lógicamente son los más recordados entre todos, por los largos periodos en que actuaron y vieron desfilar por las aulas de la vieja escuela, a casi todos los pobladores actuales de la colonia.
Durante la dirección del señor González, se construye, con aporte del vecindario y del Concejo Nacional de Educación, el edificio que ocupa actualmente la escuela, con ligeras modificaciones y agregados.
González falleció el 28 de agosto de 1943.
Desde el ascenso de González se suceden periodos de actividad y de vacancias, en que ejercen los siguientes maestros:
Abril de 1928 a octubre del mismo año, con carácter provisorio, Don Isidro J. Gaig.
Desde 29 de octubre de 1928, hasta septiembre de 1929, don Pedro Baliño.
Desde el 30 de diciembre de 1930 hasta octubre de 1931, don Arnaldo I. Díaz.
Desde septiembre de 1933 hasta abril de 1937, don José R. García.
El 5 de octubre de 1937, se hace cargo el director señor José N. La Rocca, al que le toco, juntamente con los ex alumnos, organizar en 1945 los festejos del cincuentenario de la escuela, oportunidad en que se publicó el folleto del cual extraemos estos datos.
Ocupa la dirección de la escuela el señor Carlos Martínez.

Tal es, a grandes rasgos, la historia de la primera humilde escuela de la zona, y primera como dije, en toda la Cordillera Austral. No he podido evitar, al escribir esto, que vuelvan los recuerdos de la infancia, allá por el año 1920 en adelante, cuando después del consabido trabajo de la mañana, que consistía en ayudar a la mama, y los hermanos mayores en el ordeñe de las vacas, ensillábamos el petiso (yo tenía uno colorado y chueco por añadidura, sin que le faltaran las numerosas mañas que caracterizan a esta especie animal), para dirigirnos a la escuela. Habían otros chicos que disponían de caballos. Me acuerdo que uno de ellos era tan largo que cabían cómodamente cuatro chiquillos sobre su lastimado lomo. Otro era dueño de un ejemplar negro, llamado Chil (Chileno), montar al cual era un suplicio, por lo afilado de su lomo. En fin, todos disponíamos, ya sea del petizo o del viejo caballo que no podía prestar más servicios en la chacra o en el campo, pero se adaptaba admirablemente para la conducción de estudiantes.
Las clases comenzaban a eso de las diez de la mañana, para dar tiempo a que llegaran los que venían desde lejos. A pesar de la hora, había quienes llegaban lo más frescos a eso de las doce horas, con el pretexto de no haber podido agarrar el caballo, o cualquier otra excusa. Nosotros los teníamos perfectamente identificados y supongo que el maestro también, puesto que los hacía cumplir su horario después de clase.
En nuestro maletín de corderoy, confeccionado por mamá, llevábamos la merienda, que consistía, casi siempre, en un buen bife, o huevo frito, entre dos rebanadas de pan casero, bien enmantecado; tampoco faltaba la botella de leche. El guardapolvo, que no siempre era blanco, y el infaltable sombrerito de alas anchas, que usábamos a guisa de rebenque, más que en cubrir nuestras cabezas, eran también de confección casera, lo mismo que los tradicionales pantalones de corderoy, que no eran ni largos ni cortos, sino más bien a “media asta” y que producían agradable música al caminar, por el roce de una pierna contra la otra.
El juego preferible era la “Liebre”, del que participábamos varones y niñas. Uno o más se constituía en “perros”, mientras los otros, las “liebres”, subían una pequeña loma cercana. Los “perros” subían de caza, obligando a las “liebres” a huir en busca de un refugio ya especificado. Las “liebres” casadas se convertían a su vez en “perros”, continuando la cacería hasta terminar con el dañino roedor. Había una chica que por lo crecido de sus uñas, y los manotones que daba, constituida serio peligro para los “perros”, porque casi siempre optábamos por no darle caza, o esperábamos ansiosos el toque de campana, que podía fin al recreo, y salvaba nuestro honor de “canes”. Después el recreo había temporadas en que el juego de la payana estaba de moda y antes de entrar a clase debíamos lavarnos las manos, lo cual hacíamos a medias, en una palangana común, pagando la pobre toalla, también común, las consecuencias; no se quien lavaba estas toallas, si es que quedaba algo de ellas, al cabo de algunos días, por los tirones que les dábamos, en un intento vano de secarnos todos a la vez.
A eso de las cuatro de la tarde llegábamos a casa, siempre que no nos entretuviéramos comiendo calafates, lo cual dejaba nuestras bocas, manos y ropas a la miseria. ¡Pero eran tan ricos esos calafates de antes!
Luego de una buena taza de té con leche y pan, había que hacer los deberes, para luego encerrar los terneros. Si conseguíamos el permiso de mama, para ir a lo del vecino, o algún amiguito nos visitaba, la diversión más grande era “jinetear los terneros y reducirlos a la mansedumbre, sirviéndonos después para arrear a los restantes terneros al corral.