
“Trudy” Bohme es descendiente de inmigrantes alemanes, tiene 74 años de edad y reside en Los Tamariscos; nombre que se le da al comercio que fundó su padre, Kurt Bohne el 18 de junio de 1938. Se sitúa unos treinta kilómetros al norte del pueblo de Facundo, sobre la margen este de una meseta, una tierra ruda, vasta, árida y permanentemente azotada por el viento. El edificio es bajo, amplio y confortable. Hoy en día el visitante solo puede acceder al salón del boliche y a las habitaciones en las que habilito un museo. Por décadas también funcionó como hotel.
A Trudy le apasiona el pasado y se ocupó de recuperar objetos, fotos e historias de los colonos y aborígenes que poblaron el valle de Colonia Ensanche Sarmiento. Su museo, armado con esmero y escasos recursos, es muy rico e ilustrativo: centenares de flechas, puntas de lanza y rapadores tallados en piedra, bolas de boleadoras; una galería de fotos antiguas; sables y puntas de lanzas de hierro que fueron utilizados por las tropas del ejército argentino durante la campaña de la Conquista del Desierto (1878-1885); revólveres y fusiles en desuso; artesanías confeccionadas por los tehuelches en metal o diversos elementos naturales y cientos de objetos que remiten a la vida cotidiana de los colonos.
Frente al boliche se sitúa un destacamento de vialidad; pero de todos modos la cinta asfáltica de la ruta está muy deteriorada, con los bordes carcomidos y minada de pozos que parecen cráteres. En algunos tramos está tan destrozada que resulta casi intransitable. Para los conductores, esquivar la sucesión de cráteres resulta un calvario. Cuando los empleados de vialidad consiguen remendarla, la lluvia, la nieve y el hielo la vuelven a devastar. Es algo de nunca acabar. Aunque el mal estado de la ruta provocó accidentes que costaron varias vidas, todo sigue igual.
De haber nacido en una gran urbe, posiblemente Trudy seria historiadora o arqueóloga, aunque tal vez habría cultivado los dos campos de estudio si se tiene en cuenta los elementos que recolectó para dar forma a la colección de su museo. En cambio, su vida se desarrolló en una remota y extinta colonia ganadera de la Patagonia, en un micromundo rural. Creció acunada entre dos culturas, la europea de sus padres y la indígena de sus vecinos y allegados. Su identidad, por ambos lados, se forjó en relación directa con la tierra. La de sus padres correspondía a la de colonos arraigados y adaptados a la tierra que los cobijó, la de sus vecinos se originó y era parte Integral de esa misma tierra. En un territorio mayormente ignorado por los investigadores por resultar en apariencia vacío y estéril, tanto de gente como de sucesos y procesos relevantes. Trudy descubrió un mundo desbordante de historias y registros del pasado. En los relatos e historias de vida que aun persigue con pasión, se integraron ambos mundos, aunque no sin cierto grado de conflictividad. En el boliche fundado por su padre convergían unos y otros viajantes, comerciantes, ganaderos, peones de estancias –entre los que mayormente se encontraban tehuelches y mapuches-, entre otros.
Su admiración por los naturales de estas tierras se originó de su trato casi cotidiano con los tehuelches de la familia Kankel, vecinos del lote de su abuelo y del boliche y de muchos de los tantos indígenas que habitaban en la colonia o de varios de sus empleados. Su abuelo y su madre, la deleitaban de pequeña con los relatos de las historias de la vida en la toldería que se erigía a escasos metros de su vivienda. O bien de la descripción de los rituales y costumbres que conocieron y a los que medianamente se integraron, como así también de la honestidad e integridad que caracterizaba a los milenarios tehuelches. Trudy conoció a los Kankel, durante la transición entre preservar y llevarse con ellos su cultura.
Para no contrariar su voluntad, tuvo que aceptar con resignación que se llevaran con ellos sus costumbres, lengua e historia. Optaron por negarse a transmitir su cultura a una persona ajena a su pueblo. “Son cosas sin importancia, mejor no hablar”, le respondía una y otra vez Juan Kankel cada vez que Trudy lo interrogaba. Durante un crudo invierno, ese mismo Kankel, hijo del cacique y por lo tanto un príncipe de la realeza patagónica, murió anciano y en paz en una habitación del boliche. El día anterior, cuando lo encontró acurrucado junto a la cocina a leña, este le había anticipado su muerte con una honestidad brutal: “Tengo mucho frio. Me parece que hoy cagué”.
Queupumil Quintulaf, vecino y ocasional empleado suyo, hijo de padres manzaneros (hoy mapuches), fue otro de los tantos indígenas con los que trabó amistad. Quintulaf no se decía tehuelche ni mapuche, él era manzanero, al igual que su padre y sus abuelos, aunque no había conocido el País de las Manzanas, situado entre el centro y sur de Neuquén. Tenía por costumbre encerrarse entre cuatro paredes, trabar el tiraje de las cocinas o estufas a leña para provocar una humareda tal, que a cualquier persona le resultaba insoportable de permanecer unos pocos minutos en ese ambiente denso. Se pasaba horas apagando las llamas de los leños para provocar humo. Disfrutaba sobremanera del olor y el ambiente que generaba.
Desde mediados de los años setenta, cuando Trudy Bohme optó por hacer de ese páramo despojado su residencia permanente, su boliche-museo se transformó en la parada obligada de curiosos y esporádicos investigadores que transitan por la zona. Arqueólogos, geógrafos, historiadores, periodistas y literatos comenzaron a dar cuenta de su existencia a través de sus artículos y recurrir a sus conocimientos y colección. Su memoria y su labor colaboraron a dar contenido a la obra de otros, el conocimiento e interpretación del pasado y la realidad de la región en temas muy puntuales. Los tamariscos y Trudy gozan de un modesto reconocimiento entre los que entienden y valoran la cultura.
Libro “El valle de los ancestros”, de Alejandro Aguado