Juan Carlos Livraga es la secuela viviente de una de las mayores atrocidades políticas del siglo XX en Argentina. El 10 de junio de 1956, veinte años antes del inicio de la última dictadura militar, un comando de la policía fusiló en un descampado a una decena de personas acusadas de levantarse contra el presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu, uno de los generales responsables del golpe contra Juan Domingo Perón. Livraga tenía entonces 23 años, vivía con sus padres en la localidad de Florida, a las afueras de Buenos Aires, y era chofer de autobús. No participaba en política, no sabía de ninguna revolución y esa noche tenía una cita con una chica. Pero nunca llegó. Un hecho fortuito lo desvió y lo hizo chocar de frente con el hito que determinaría su vida:…
Esa noche salió hacia la cita bien vestido, con una campera de gamuza. Iba en camino cuando se topó con su amigo Vicente Rodríguez, que lo invitó a la casa de otro compañero para escuchar por radio la pelea en el Luna Park del campeón argentino Eduardo Lausse y su retador, el chileno Estanislao Loayza. La casualidad ya había decidido por Livraga, como escribiría Walsh. Porque la rebelión contra Aramburu había estallado en distintas ciudades, donde civiles y militares intentaban copar regimientos, cuarteles y edificios públicos. El régimen buscaba esa noche a sus cabecillas, los generales Juan José Valle y Raúl Tanco. Y la Policía Bonaerense estaba a punto de irrumpir en la casa donde Livraga y el resto escuchaban la pelea. Solo una persona del grupo sabía de la revolución en marcha. El propio jefe de la Policía, Desiderio Fernández Suárez, estaba al mando.
Todo el grupo quedó detenido. Un rato más tarde, entrado ya el 10 de junio, los fusilaron en un descampado de José León Suárez, al noroeste de la ciudad de Buenos Aires. A su amigo Rodríguez lo mataron de once tiros. Livraga se salvó. Cuenta que se tiró en una zanja y quedó a salvo de la luz del vehículo policial y de las balas. Después lo vieron, lo supusieron medio moribundo y le dispararon en la cara: las balas le destrozaron la mandíbula, pero no lo mataron. Comenzaba la odisea de un hombre común que estuvo en el lugar equivocado en el momento inoportuno.
Los milagros de Livraga
El 10 de junio, las enfermeras del Policlínico de San Martín lo curaron. Además, cumplieron un rol heroico: preservaron “un papelito” que el moribundo llevaba en un bolsillo. Era el recibo de sus efectos personales, emitido por la Unidad Regional donde había estado detenido antes del fusilamiento. Era la prueba de que no se había tiroteado con policías, como pretendía instalar el régimen militar, sino que había sido fusilado cuando estaba bajo su custodia.
Después del hospital, Livraga estuvo preso dos meses y medio. Primero, 28 días en una comisaría, desnudo en un calabozo y desaparecido para sus familiares. “Ahí estuve más muerto que vivo. Fui un invisible. Había un perro al que tapaban con un sobretodo. En cambio por mí no venían. Estuve en ese calabozo tirado, con frío, sin comida ni bebida. No existía. El perro sí: lo venían a ver, le daban huesos. A mí me quisieron dar un hueso, cuando no tenía dientes. Todo esto –se señala la boca– había desaparecido con la bala, que destrozó todo”.
Livraga era un espectro: la cara desfigurada, muchos kilos menos, la boca putrefacta de las heridas infectadas y el pelo crecido. Estaba enloqueciendo. Su primera comida en semanas fueron unas naranjas y mandarinas que le dieron dos policías jóvenes que se apiadaron: “Me devoré hasta las cáscaras”. Ahí se sintió resucitar. Dice que oyó una voz suave y “extra humana” que le indicó que su suerte comenzaba a cambiar.
Y así fue. Al otro día lo vistieron con una ropa extraña que había en la comisaría: zapatos marrones y blancos y una camisa de buena marca. Le sirvieron un mate cocido caliente, el “el champán más rico que tomé en mi vida”, dice Livraga. Y lo trasladaron al penal de Olmos, en La Plata, sin siquiera esposarlo. Vaya si su suerte había cambiado.
Pero la cárcel superó todas sus expectativas. Alguien había esparcido el rumor de que venía de matar a cuatro policías y los presos lo recibieron como un héroe. El espectro hediondo de la comisaría era ahora el ídolo del penal. “Un mecánico de carros finos que parecía Don Corleone, al que todos respetaban, ordenó que me dieran vino y un bife jugoso, como a mi me gustaba. Me lo cortaron chiquito, para poder comerlo. Fue mi primera comida en mucho tiempo. De golpe todo cambiaba. ¡Yo era un grande!”, se ríe Livraga. Nunca supo quién le inventó un prontuario salvador: “Yo no preguntaba ni hablaba, porque me favorecía. Mi verdad la tenía adentro”.
En la cárcel, Livraga encontró a un compañero de fusilamiento que también había sobrevivido: Miguel Ángel Giunta. Estaba detenido con los presos políticos y ya le había contado su historia al abogado Máximo von Kotsch, que no le creyó.
Pero Von Kotsch creyó en Livraga, habló con su padre e hizo valer el papelito rescatado por las enfermeras, prueba del fusilamiento clandestino. El 16 de agosto de 1956, los fusilados quedaron libres. A Livraga se le pone la piel de gallina cuando recita de memoria la “voz de ultratumba” del altoparlante del penal que informaba su libertad y la de Giunta, con sus nombres completos.
Von Kotsch también fue el nexo con Rodolfo Walsh. “El doctor me dijo: ‘Si te quieren matar, te van a matar hablando o sin hablar. Te conviene hablar’. Y ahí me reuní con el periodista”. Walsh ya había oído en un bar la famosa frase “hay un fusilado que vive”, germen de Operación masacre.
Livraga le dio tres entrevistas a Walsh y su compañera de trabajo, la periodista española Enriqueta Muñiz. Tirando de este testimonio, la pareja llegó al resto de los sobrevivientes, siete en total. La historia probó que los fusilaron en nombre de una ley marcial dictada después de que estaban secuestrados (se promulgó el 10 de junio y ellos estaban detenidos desde la víspera). Y que los fusilamientos en José León Suárez no fueron un hecho aislado: la represión al levantamiento del general Valle produjo 27 fusilamientos de civiles y militares.
Livraga atravesó siete cirugías de rostro, nunca volvió a escuchar bien y se tuvo que ir del país. Poco después de la segunda edición del libro (1964), migró a Estados Unidos “Yo tenía los revólveres detrás de mí”, explica. “Lloré en el avión el 26 de junio de 1965, por la mentira que les dije a mis padres”. Dijo que partía en busca de progreso económico, pero se fue para sobrevivir.
En EE UU casi no habló de la historia que no lo deja dormir. Le gusta compartirla en su lengua materna y cuando vuelve a su país: “El cariño de Argentina es muy distinto, y allá muy pocos saben de mi vida. Hoy siento cariño y reconocimiento. Me siento halagado cuando preguntan por mi historia. Pensé que no iba a llegar a la vejez y llegué. Soy un agradecido de la vida”.