sábado, 27 de julio de 2024

Una aldea aislada de Galicia, de difícil acceso y tan solo habitada por dos familias. Seis habitantes. Cuatro oriundos de la zona: Manuel Rodríguez, ‘O Gafas’, el padre; Jovita González, la madre; y sus dos hijos, Julio y Juan Carlos, el menor, con una discapacidad psíquica.

Dos de origen extranjero: el matrimonio formado por Martin Verfondern y Margo Pool, llegados desde Holanda una década atrás “buscando las aguas más limpias del mundo”. Al principio, la convivencia es casi idílica, pero desavenencias en el reparto de los montes comunales y la venta de madera de pino complican la relación. El paraíso se convierte en infierno y muerte.

Todo empezó hace 25 años. Corría mayo de 1997 y Martin Verfondern, un holandés nacido en Alemania, llegó con su esposa, Margo Pool a Santoalla. Ambos tenían trabajos burocráticos en Holanda y buscaban un cambio de rumbo. Tras recorrer diversos lugares del sur de Europa, recalaron en esta aldea aislada de Galicia prácticamente deshabitada por el éxodo a las ciudades. Su paisaje les atrapó. Era su sitio, lo dejaron todo y se asentaron allí con intención de no marcharse nunca, en un viaje sin retorno en el que se plantearon una vida idílica, ecológica y totalmente sostenible.

Además de ser una aldea remota, estaba prácticamente despoblada y tan sólo vivía allí la familia Rodríguez González, padres y dos hijos que vivieron con esperanza la llegada de estos nuevos vecinos que compraron dos casas abandonadas y las irguieron de las ruinas. Un pequeño rebaño de cabras y ovejas fue creciendo a medida que las piedras volvían a revivir y durante años la convivencia fue placentera. Una década de tregua que se quebró por dinero cuando los lugareños vieron que Martin y Margo podían disputarles los ingresos por la venta de la madera de los montes comunales que hasta entonces acaparaban como únicos habitantes de la aldea.

Empezaron los problemas y Martin vio como su quimera de vida tranquila en contacto con la naturaleza se resquebrajaba. Insultos, amenazas, robos y sabotajes hicieron imposible la convivencia y convirtieron Santoalla en lo que en el año 2018, en el juicio por los hechos que estaban a punto de suceder, el fiscal Miguel Ruiz definió “como el salvaje Oeste”.

Martin Verfondern utilizó otra descripción que en las últimas semanas ha vuelto a escucharse mucho a raíz de la película de Sorogoyen, “terrorismo rural”. Las malas relaciones le llevaron a acudir reiteradamente a la Guardia Civil para denunciar episodios que incluso llegaron a agresión y a los tribunales. En el año 2008, 11 después de su llegada a Petín, el juzgado de O Barco de Valdeorras (Ourense) le dio la razón al holandés en el conflicto por los montes, otorgándole los mismos derechos que a la otra familia. Ahí se empezó a firmar su sentencia de muerte.

El holandés empezó a temer por su integridad, viajó a Holanda, contrató un seguro de vida y empezó a extremar todas las precauciones. Su día a día estaba marcado por el miedo, instaló cámaras de vigilancia por toda la casa y no salía al exterior sin llevar una encima que grabase lo que ocurría a su alrededor. En una ocasión, incluso grabó un vídeo en el que el hijo menor de la otra familia, Juan Carlos, le decía que le mataría con la escopeta que llevaba a su espalda y su temor era tal que llegó a enviar una de esas grabaciones a Silvia R. Pontevedra, periodista de El País en Galicia, en la que le dice “Vou a por ti, que eres moi gordo xa para matarte” (“Voy a por ti, que eres muy gordo ya para matarte”, en gallego). En esa comunicación con la reportera, ya le había dicho que si le mataban, el autor sería Juan Carlos.

El 19 de enero de 2010, de repente, desapareció. Esa mañana salió de casa en su Chevrolet Blazer para hacer unas compras y ya nunca regresó. Durante los cuatro años siguientes, nada se supo de él.

Mientras su mujer seguía viviendo en la aldea, a él le buscaba incluso la Interpol, sin saber que, en realidad, Martin Verfondern ya había resuelto el crimen y, meses antes de desaparecer, había avisado de quien era su verdugo. Un mes antes de desaparecer, en diciembre de 2009, había dicho a su esposa que «tenía más miedo a Juan Carlos que al resto» de la familia.

En junio de 2014, finalmente, una avioneta del servicio de extinción de incendios descubrió su coche parcialmente quemado y la Guardia Civil acabó localizando, al lado, su cráneo. Estaba a apenas 12 kilómetros de su casa y cinco meses después, en noviembre, fueron detenidos los hermanos Julio y Juan Carlos.

Desde entonces, ya solo vive en Santoalla Margo, pues los padres de los detenidos se mudaron al pueblo de Petín a casa de otro hijo y poco después, antes incluso de que un jurado juzgase los hechos, fallecieron. El día que le tocó declarar en el juicio ya anunció, además, que nunca se iría. Primero se lo dijo a la prensa: “es donde vivo y donde moriré. La vida en Santoalla es muy tranquila”. Luego, en el estrado: “Es el sitio donde mi marido y yo hicimos nuestro sueño y estoy feliz. Quiero seguir viviendo ahí”.

Para llegar a juicio hubo que esperar cuatro años más, pero, para entonces, Juan Carlos ya había confesado. Ante el jurado, un agente de la Guardia Civil relató esa confesión, tan de argumento de película como todo lo que había ocurrido hasta el momento. Le contó que vio como el holandés bajaba en su coche por una pista forestal “como un loco” y él hizo “pum, pum”. “Me escondí y que me busquen”, dijo en esa declaración, en la que también le reveló el motivo que subyace tras el crimen: “este holandés quiere meterse con nosotros por los pinos y así tocamos a menos dinero”.

El jurado popular le consideró culpable de un delito de homicidio y otro de tenencia ilícita de armas y la sección segunda de la Audiencia Provincial de Ourense le condenó a diez años y medio de prisión al ver la pena atenuada por la anomalía psíquica del procesado, que tiene una discapacidad mental leve. Concluye la sentencia que Martín murió el mismo día que desapareció, cuando Juan Carlos le disparó un tiro por la ventanilla del vehículo, causándole una muerte inmediata.

El otro hermano, Julio, también fue juzgado por encubrimiento, pero acabó absuelto por su relación de parentesco con el autor del homicidio. Según la sentencia, aquel 19 de enero este segundo hijo de ‘O Gafas’ y Jovita iba en tractor cuando, en la entrada de la aldea, encontró el cadáver del holandés dentro del coche y a su hermano en las proximidades.

Con la intención de taparle, aparcó el tractor, puso el cadáver en el asiento de atrás y llevó el Chevrolet Blazer de Martin por pistas forestales hasta una zona de nulo tránsito, de muy difícil acceso y vedada a la caza. Lo escondió entre unos pinos, entre los dos sacaron el cadáver del vehículo, lo trasladaron al otro lado del camino, a unos 150 metros, y le prendieron fuego con unas ramas de pino.

Martin y Margo compraron un par de casas del pueblo, comenzaron a restaurarlas con esmero. Criaron un pequeño rebaño de cabras y ovejas que empezó a crecer. Llegó a haber una treintena de casas. Tras la muerte de él, casi todas las viviendas están destrozadas y hay muros derruidos y ventanas a ninguna parte por doquier.

“Me encuentro con Margo cerca de su casa, la única que veo habitable hasta donde alcanza la vista. Es una mujer alta, saludable, con una sonrisa perenne en la cara, que habla un castellano con fuerte acento holandés y me invita a un café en su cocina, sencilla y espartana. No se ven electrodomésticos modernos, aparte de un microondas, sin duda porque la electricidad va y viene con demasiada frecuencia y las fluctuaciones de voltaje achicharran los aparatos eléctricos. Fotos de Martin cuelgan de la pared, así como las de algunos voluntarios que han venido a lo largo de los años a echarle una mano en una estancia limpia, fresca y oscura”. “Cuando me despido de ella, rodeados por los mastines que mantienen a los animales salvajes a raya, me vuelve a sorprender la serenidad que transmite, el rimo pausado de sus movimientos”. “Me gustaría regalarte un queso de mis cabras”, dice a modo de despedida. “Y vuelve siempre que quieras”.

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