La década del ´60 marca también el inicio de otra faceta de Comodoro Rivadavia: el aumento de la violencia, acaso como resultado de su crecimiento poblacional y urbano, por los ya comentados motivos del auge laboral producto de los contratos petroleros. El paso de “pueblo a ciudad”, si puede establecerse tal diferencia, no se dará en modo gratuito, sino que se pagará en varias cuotas, que incluyen sangre y violencia.
Así, en estos años se inicia una serie de crímenes que conmueve no sólo por su violencia, sino por la frialdad con que actúan quienes los perpetran.
Hasta ese momento, en el pueblo se habían registrado muertes violentas. Pero los crímenes se habían ligado al vandolerismo, promovido con fines de robo, antes que a la explosión de violencia sórdida que provocan ciertas patologías urbanas.
El 4 de febrero de 1964, la ciudad se conmueve por el triple homicidio cometido por un sujeto de nombre Marcos Arenas, hasta ese momento un tranquilo trabajador gastronómico, oriundo de la ciudad de Mendoza. El asesino ingresa al domicilio de los hermanos Alfredo y Ramón Moguillanes, ambos comerciantes, a quienes ejecuta con disparos de arma calibre 38, mientras ambos almorzaban con sus familias: los dos hombres caen muertos delante de sus hijos.
Sin inmutarse, Arenas sale del domicilio ubicado en Belgrano y Sarmiento, camina por esta calle hasta Italia, desciende hasta San Martín e ingresa a la parrilla “Las Brasas”: allí asesina al propietario del negocio, Norberto Ivanovich y efectúa disparos contra el parrillero Abel Rojas, quien cae mal herido, pero logra salvar su vida.
El homicida sale caminando del negocio y pasa a tomar una gaseosa en un kiosco de calle Ameghino, para luego marchar, siempre a pie, hasta barrio Las Flores, escondiéndose en una casilla de alta tensión, para cruzar el cerro a la noche, hacia Km. 3. De allí, viajando “a dedo” y a pie, logra burlar el cerco policial y abandona la ciudad.
Por esos días, los diarios anuncian la presencia de consagradas figuras del mundo tanguero, como Edmundo Rivero o Roberto Marino, en Bagatelle.
Arenas es encontrado 20 días después, en la provincia de Río Negro, luego de que un camionero diera aviso a la policía: como si tal cosa, el homicida le había contado el crimen.
Sobre los motivos del homicidio, Arenas se defiende diciendo que sus víctimas le adeudaban una fuerte suma de dinero, que él les había prestado luego de ganar un importante premio en la lotería. Lo condenan a 20 años de prisión.
Sextuple homicida
Enigmáticamente, un año después del triple crimen de Arenas, el 5 de febrero de 1965, son asesinados dos taxistas en un camino de Km. 8.
Las víctimas son identificadas como Julio Urricelqui y Félix Francesqui. El autor permanecerá impune durante 4 años, suficientes para cometer un nuevo y horrendo crimen: el 26 de enero asesina a balazos al matrimonio Ruocco y a sus dos pequeños hijos. La mujer estaba embarazada. Son los propietarios de la Cantina Italiana y el asesino resultó ser un mozo al que habían despedido, identificado como Germán Silva.
Cuando Silva es descubierto por la policía, dos semanas después del crimen de la familia Ruocco, la pericia sobre el arma lo compromete en el crimen de los dos taxistas, que el criminal termina por confesar sin atisbo de remordimientos. Con 24 años de edad, nacido en la isla de Chiloé, el homicida sorprende por la frialdad con que relata los seis crímenes cometidos.
Silva había abordado el taxi conducido por Urricelqui sobre las 20 hs del 5 de febrero de 1965. El homicida confesaría después que subió al taxi con la intención de robo. Ignorante de lo que le deparaba el destino, el taxista comentó a su pasajero que su socio debía efectuar un viaje a zona norte sobre las 23 de ese día, por lo que pasó a buscarlo para entregarle el vehículo y el turno.
Ambos trabajadores convinieron llevar primero al pasajero hasta Km. 8. Al llegar a un camino que conduce hacia Restinga, Silva intentó asaltarlos y, ante el intento de los trabajadores para salir del taxi, les disparó a quemarropa. Robó una de las billeteras, con 1.500 pesos y se llevó los elementos que serían la prueba en su contra: una radio, una linterna y las llaves del automóvil Siam Di Tella, a las que arrojó en el pozo ciego del baño de su casa. En 1968, al confesar el crimen, la policía debe efectuar un arduo trabajo hasta encontrar las llaves entre la materia removida del pozo desagotado. Las llaves y la billetera encontradas son la prueba de ese horrendo crimen: “Necesitaba dinero como sea, porque no conseguía trabajo”, dice el homicida en 1968, mientras mucha gente se agolpa en la puerta del Juzgado, porque trata de lincharlo. En plena feria judicial, el sumariante llama a los empleados judiciales para que cubran las puertas y ayuden a la policía a cubrir al reo, pero la gente no se desborda. “Ojalá me peguen un tiro”, dice Silva, pero poco después cambia de opinión: “Ojalá algún día salga y pueda rehacer mi vida”.
Conocida la noticia, muchos testigos que han trabajado con Silva comentan la obsesión que éste tenía por conseguir un trabajo o mantenerlo, una vez que lo obtenía. La mayoría lo atribuye a su carácter extraño. Hijo de un obrero petrolero muerto en un accidente en Pico Truncado, Silva ha sido criado por un hermano de su padre, obrero de Comferpet y que no puede creer que su hijastro le haya robado el revolver que él ocultaba en su casa.
En cuanto al crimen de la familia Ruocco, el homicida dice ante el juez que los mató por odio a su ex patrón, por haberlo despedido del trabajo, “solamente porque en un mes llegué tarde dos veces”. La obsesión de Silva por la falta de empleo pinta más su personalidad patológica, antes que la preocupación genuina de una persona para conseguir un empleo estable. La frialdad con que ha ejecutado sus crímenes, sin atisbo de piedad ni siquiera por los dos pequeños hijos de los Ruocco, conmueve aun hoy, al punto que cuesta examinar los archivos policiales sobre el caso. Tras las muertes, el homicida ha esperado durante más de una hora la llegada de la policía, pero después se arrepiente y se retira a su domicilio. Una firme investigación policial logra atar cabos hasta llegar a dar con él.
Condenado a cadena perpetua, Silva es liberado tras 15 años, por buen comportamiento.
La violencia provoca xenofobia
En abril de 1965 se produce otro crimen que conmueve a la comunidad comodorense y que permanecerá impune, pese a detectarse a los autores del hecho. El sábado 17 de abril, previo al domingo de Pascua, el fotógrafo Antonio Ostoich es asesinado en su estudio, por tres sujetos que fingen requerir una fotografía, con el fin de robar el dinero que guarda en su negocio, que además funciona como casa de cambio de moneda, especialmente chilena. Cuando Ostoich está junto a la cámara, cubierto por el paño negro para disparar el flash sobre uno de los hombres que ha pedido la foto, los otros dos aprovechan para golpearlo con un fuerte objeto en la cabeza, causándole la muerte.
Durante 5 años, la investigación policial se maneja con una única pista, que al final da sus frutos: antes de morir, Ostoich alcanzó a disparar la cámara fotográfica sobre el homicida que fingió ser retratado. Su rostro impreso en el negativo guio la pesquisa hacia el vecino país de Chile.
En efecto, los sujetos se habían conocido en Osorno, Chile. Sin trabajo y deslumbrados pro el “crecimiento” de la Argentina, decidieron viajar a Comodoro Rivadavia, a probar suerte. Sin embargo, por requisitos legales en su documentación, o tal vez porque llegaron cuando el “boom” ya había terminado, no consiguieron el ansiado empleo buscado. Fue así que planificaron un asalto a un comercio importante de la ciudad. Omar Gallardo Provoste fue el que puso su rostro ante la cámara, sin saber que la trampa para el comerciante sería también su propia trampa. Sin embargo, la justicia no llega a actuar sobre él: muere en agosto de 1969. Sus cómplices son identificados como Omar Soto Riquelme y Filiberto Martínez. Ambos son traídos a Comodoro Rivadavia por Interpol en 1970, pero el crimen quedará impune: la justicia no logra reunir pruebas suficientes sobre cuál de los dos criminales aplicó el golpe mortal al comerciante.
También en 1965 se produce un violento asalto al relojero Basujno, en tanto la policía comprueba que los autores del hecho son de nacionalidad chilena. Cuando la policía comprueba que los autores del hecho son de nacionalidad chilena, muchos sectores de la comunidad reaccionan en reclamo por mayores controles en la frontera, alimentándose así un fuerte sentimiento de rechazo a los nuevos migrantes del vecino país. Comodoro se siente amenazado.
En esa generalizada corriente de opinión, no se tiene en cuenta que muchas de las víctimas de los hechos de violencia también son extranjeros, de nacionalidad chilena o italiana, pero inmigrantes al fin: gente de buena voluntad que había llegado a este suelo, a construir con su trabajo. Pero no hay tiempo de análisis, en tiempos tan agitados, lo que prevalece es el temor de una comunidad que de pronto se descubre vulnerable, casi indefensa.
Para colmo, ni siquiera hay seguridad en los sitios destinados a confinar a los delincuentes.
El 25 de julio de 1968, se produce una violenta fuga de la Alcaidía Policial, en la que el agente Eleuterio Urrutia, de 27 años, resulta muerto por los prófugos, que escapan abriéndose paso con las armas conseguidas tras reducir a uno de los guardias. Se dirigen especialmente hacia el domicilio de un oficial retirado, al que acribillan a balazos, pero éste felizmente salva la vida. Uno de los evadidos ha participado en el asalto a Basujno. Los atrapan tras varios días de búsqueda, pero la ciudad ya no duerme tranquila: las fugas de la Alcaidía se repetirán, siempre con el aviso de “peligro para la población, los delincuentes están armados”. También ocurrirán otros crímenes, no menos violentos: una mujer decapitada, un hombre asesinado por su esposa, en complicidad con el amante, engrosan las páginas de noticias policiales de fines de los ´60, además de otros hechos que suman al alcohol y la marginalidad como contexto.
Comodoro Rivadavia ha dejado de ser un pequeño pueblito del sur, para asumirse con todas las miserias de las grandes urbes.
*Texto extraído del libro “Crónicas del Centenario” editado por Diario Crónica.