martes, 18 de marzo de 2025

Guardo con nitidez en la memoria la rayuela que marcábamos con tiza en la vereda de nuestra casa, allá por 1931-1932, durante mi niñez en Trelew. Nací en una chacra, donde
aprendí a caminar, pero Trelew fue el ámbito de los juegos infantiles de mis 8 años, y de mi etapa escolar en la “Escuela de Vidrios”.

Mis padres tenían una casa de pensión en la esquina de Belgrano y San Martín, que más tarde sería “La Aguada de Don Pepe” y actualmente es el hotel Rayentray. Las casas que nos rodeaban eran muy diversas en su arquitectura. En diagonal con nuestra casa estaba (y sigue estando) el edificio de la Asociación San David, inaugurado en 1915, y ocupado en ese entonces por la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia. Me alegró ver una fotografía del interior de ese comercio en una edición anterior de este Suplemento, porque recordé cuánto me gustaba cumplir con algún mandado de mis padres, y recibir la “yapa” en caramelos de empleados cariñosos y atentos. A continuación de este edificio, y por la calle San Martín, se ubicaban las bellas y características casitas de piedra que pertenecían al ferrocarril.

El teatro Verdi era nuestra alegría, porque daban ¡cine! Con matineé los domingos por la tarde y los feriados. En una oportunidad estábamos extasiados mirando una película y
gritaron: ¡Fuego! Salimos corriendo, alarmados, y estoy segura de haber volado sobre algunas personas que estaban caídas en el piso. El incendio, iniciado en la cabina de
proyección, fue sofocado rápidamente y, por suerte, sin consecuencias.

Ya en ese entonces, y frente al Verdi, estaba instalado el consultorio del Dr. Rentería Beltrán, odontólogo que se dedicó con gran amor a su profesión, y cuya calidad era
recordada por sus pacientes y reconocida por sus colegas muchísimos años después.

Por la calle Belgrano, teníamos como vecino al Bar de Celli, con su cancha de bochas al fondo, y a continuación la casa del Sr. Joseph Jones, persona muy destacada en el quehacer institucional y cultural de la zona. De sus hijos, cinco eran mujeres y nosotras, niñas, las admirábamos por sus lindísimas figuras y su habilidad para el canto. De sus hijos varones que recuerdo, el menor era Joseph Gwyn, o sea, Blanco Jones, el recordado secretario del Colegio Nacional de Trelew.

Entre esta casa -con amplio frente- y la Capilla Tabernacl, había una coqueta y llamativa casa donde vivía la familia Pagasartundúa, y una niña pequeña también, Pituca, era mi
compañera de rayuela, o mi rival cuando jugábamos solas. Frente a esa casa, tenía su vivienda y consultorio el Dr. Alberto Gallastegui, prestigioso y respetado médico. Su ama
de llaves, Raquel, preparaba unos scons con pasas riquísimos (me parece percibir su aroma); mi hermana menor y yo éramos materia dispuesta para pedir permiso en casa,
cruzar la calle y caer de visita a la hora de los scons. Bueno, no era sólo eso, también nos cautivaba Alma, secretaria del doctor, con su dulzura y belleza. Varios años después Alma se casó con el Dr. Gallastegui, y se radicaron en Córdoba.

A la Escuela de Vidrios, en Mitre y 28 de Julio, concurrí con alegría a cursar el tercer grado, con la señora Edelmira de Gaffet como maestra. Recuerdo que el personal docente
no usaba guardapolvos por aquella época, y Edelmira siempre lucía sencilla e impecable.

Me encantaba ir de compras por la avenida Fontana, un boulevard con canteros floridos en esa época, y observar una hermosa estatua que estaba frente a la Compañía Mercantil Chubut, en la esquina de Fontana y Lewis Jones. Este monumento, mal llamado hoy Monumento al Trabajo, y que fuera trasladado, fue la coronación de un anhelo de los agricultores galeses para ofrecerlo a la Nación Argentina, en el Centenario de la Revolución de Mayo. Presentaron el proyecto al municipio, y éste no solamente aceptó la sugerencia, sino que reunió una suma de dinero para apoyar y realizar la obra. Todo el desarrollo de su construcción está explicado en uno de los cinco tomos que dejara escritos el vecino de Trelew Sr. Mathew Henry Jones, y que denominó en conjunto: “Trelew, un Desafío Patagónico”. Estos libros, traducen todo el interés y sentimiento de una persona que valoró el esfuerzo de los habitantes de Trelew en la evolución de su pueblo a partir de la fundación, y me parece que su lectura debería ser ineludible para aquellos que toman decisiones respecto de la ciudad.

El monumento aludido, está fundido en bronce y tiene una figura femenina central que representa a la Patria, con el gorro frigio que corona su cabeza. Su mano derecha descansa sobre una pala, símbolo del trabajo, y la izquierda, elevada, sostiene un manojo de trigo, fruto de la cosecha, y resume el agradecimiento de los colonizadores hacia el gobierno argentino, que apoyó y sostuvo su permanencia en estas tierras. En la placa colocada al pie de la estatua, reza la intención del homenaje y sintetiza el pensamiento del Perito Moreno sobre el aporte de estos inmigrantes. En la inauguración del monumento, estuvo presente Moreno, y también representantes de todas las nacionalidades que poblaban ya este Valle, y que apostaban a su permanencia para una vida de paz.

En el pueblo de los treintas, convivían autos y caballos. Los proveedores de verdura, carne, leche, fruta, venían de las chacras en carros o vagonetas tirados por un caballo, y hacían el reparto por las calles muy temprano. Cada uno tenía alguna señal característica, y las amas de casa conocían los horarios y el sonido del rodar lento de las ruedas sobre las calles  pedregosas. Aquellos que venían de las chacras vecinas a hacer sus compras ataban sus caballos, de montar o de tiro, a aros de hierro colocados en postes enterrados, o bien a cadenas que unían un poste a otro en el cordón de la vereda. A veces los pacientes animales estaban allí por largas horas, porque los jinetes aprovechaban su venida al pueblo para reencontrarse con amigos, o armar una tertulia en el bar, y las señoras visitaban parientes.

Los automóviles que circulaban eran pocos, pero había otros sonidos característicos que rompían los largos silencios: las campanas de la Iglesia, el estruendoso pitar del tren que llegaba o partía, las campanadas del reloj del Banco Nación, los silbatos de las rondas policiales, el pregón de algunos vendedores…Cuando oscurecía, jugábamos cerca de la luz de los faroles, hasta que nos llamaban a dormir. Yo solía prolongar un poco el tiempo de juego, pero mi hermana pequeña obedecía al momento porque le tenía terror “a la gitana renga que vendría por ella” según la amenazábamos nosotros…Tampoco los más grandes nos demorábamos mucho en regresar a casa.

Época feliz para nosotros niños, pero no tanto para los mayores, que debieron sufrir a comienzos de la década del 30 la gran crisis económica, y la consecuente falta de trabajo, que obligó a muchas familias, incluidos mis padres, a buscar otros horizontes. Nos mudamos a Comodoro Rivadavia, porque dentro de la crisis, había una esperanza en el sur por la explotación creciente del petróleo. Yacimientos Petrolíferos Fiscales se consolidó lamentablemente sobre una organización política más que industrial, y no nos convirtió en el territorio más pujante del país, como debió haber sido.

Ya no volví a residir en Trelew sino hasta treinta años después, con mi título docente y mi deseo permanente de colaborar con la comunidad. Otra etapa.

 

Por Gweneira Davies de G. de Quevedo

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