En la víspera de la expulsión de España, Abraham Seneor había ofrecido una fortuna mayor a la de un rey a Fernando e Isabel para inducirlos a anular el Decreto. Esta táctica había sido utilizada muchas veces durante la edad media para evitar Decretos malignos de ese estilo. Era la única que había funcionado, pero esta vez falló. Las fuerzas alineadas en contra de los judíos eran demasiado poderosas e intransigentes.
Los exiliados, especialmente los conversos que salieron de España para recuperar su judaísmo, se transformaron pronto en un poder económico internacional. Entre ellos había banqueros y comerciante internacionales. La prosperidad económica de las ciudades más importantes de Europa dependía en gran parte de sus actividades. A mediados del S XVI apareció una figura extraordinaria Doña Gracia Nasi. Ella comandaba una fortuna importante y la utilizó para desafiar e intentar humillar a una persona tan poderosa como el mismísimo Papa Pablo IV. Abraham Seneor pudo haber enviado un regalo muy generoso para persuadirlo a ser más amable con los judíos; Doña Gracia atacó sus intereses económicos como Gobernador temporal de las posesiones papales. Durante los tiempos por venir, algunos judíos volvían a caer en las viejas técnicas de apaciguamiento, pero Doña Gracia representó un giro hacia la resistencia.
DOÑA GRACIA, LA MARRANA MILITANTE
La entrada a la nueva era comenzó con una de las figuras más fascinantes y heroicas de toda la historia judía, Doña Gracia Nasi. Nació como Beatriz de Luna en 1510, en una rica y distinguida familia de judíos ocultos de Portugal. A los 18 años se casó con el banquero Francisco Mendes, que falleció 8 años más tarde. Poco después de la muerte de su marido, Doña Gracia Nasi cerro la sucursal portuguesa del negocio de su familia y se mudó con su hija a Amberes, la capital comercial del norte de Europa. Allí se reunió con su cuñado Diego Mendes, un mercader internacional con habilidades excepcionales que acaparaba el comercio de la pimienta y era conocido como el “Rey Europeo de las Especias”. Diego también murió joven y legó a Doña Gracias, no a su esposa, el control de una de las fortunas más grandes de Europa: todos los bienes y negocios de la casa Mendes. Diego había aprendido a admirar el talento, el coraje y el discernimiento de su cuñada.
La inquietud y el peligro de vivir como judíos ocultos muy ricos en Amberes se volvió intolerable, por lo que Doña Gracia se mudó con su familia a Italia, primero a Venecia y luego, bajo la protección del Duque, a Ferrara. Por primera vez en su vida vivió a la vista de todos como una judía practicante. Pero el respiro en Ferrara fue de corto aliento; la reforma, la guerra de la Iglesia Católica, atravesó pronto los Estados Papales.
En 1553, Doña Gracia volvió a mudar su casa y sus negocios; esta vez a Constantinopla, la capital del Imperio Otomano.
Al Sultán Otomano, Suleiman I, le encantó tener en sus dominios al corazón del imperio comercial de la familia Mendes. Doña Gracia no tardó en convertirse en una presencia formidable dentro de la Comunidad judía. Sus obras de caridad tenían escala real. Estableció y financió Sinagogas y academias para estudios judíos, pagó una traducción de la Biblia al español y siempre dejó libre un lugar en su mesa para cualquiera que lo necesitara.
Como líder aceptada de los marranos de su generación, Doña Gracia, prefiguró el rol central que tendría los Rothschild en la comunidad judía mundial en el S XIX y a principios del XX. Pero Doña Gracia fue más que una mujer piadosa a la que le gustaba llevar a cabo actos bondadosos. Poseía una mente política y una militancia de un tipo que no se había visto entre los judíos durante los 14 siglos de exilio.
Los problemas comenzaron en julio de 1555 cuando el Papa Pablo IV envió un comisionado apostólico a Ancona para llevar a cabo acciones en contra de los conversos que habían vuelto al judaísmo. El representante papal ordenó el arresto de cientos de personas, la mitad de las cuales se escaparon gracias a sobornos. Así que el Papa despachó un segundo enviado que no podía ser tentado por el oro y las joyas. Los prisioneros fueron esposados y torturados hasta que “confesaban”. Tras recibir los primeros informes del ultraje de Ancona, Doña Gracia pidió la intercesión del Sultán del Imperio Otomano que, a principio de marzo de 1556, envió un mensaje al Vaticano exigiendo la liberación de todos los prisioneros que fueran súbditos otomanos. El Papa se negó. En Abril de 1556, las víctimas fueron exhibidas en una plaza pública, ante una muchedumbre que gritaba y se burlaba. Entre los primeros en morir estuvieron Doña Majora, la única mujer del grupo, y Jacobo Masso, uno de los representantes locales de Doña Gracia. Antes de deshacerse de sus cuerpos en la hoguera de la inquisición, el ejecutor los estranguló. Otra de las víctimas, Salomón Jachia, rechazó la misericordia del ahorcamiento. Recitó la bendición hebrea tradicional previa al martirio y salto a las llamas.
Judah Faraj, uno de los prisioneros de Ancona y representante de Doña Gracia, escapó al Imperio Otomano. Llevaba consigo una carta de los prisioneros que describía la tragedia de Ancona y pedía un boicot a la “ciudad de sangre”. Una reunión de emergencia fue convocada en Constantinopla, a la que asistieron los líderes rabínicos y laicos más distinguidos del Imperio Otomano, incluyendo, por su puesto, a Doña Gracia Nasi. Acordaron imponer un boicot de 8 meses sobre Ancona, el puerto principal de los Estados Papales; cualquier comerciante judío que desobedeciera podría ser excomulgado. Por un tiempo breve el boicot tuvo éxito y Ancona fue llevada al borde de la bancarrota, pero la división en las filas judías no permitió sostener el esfuerzo por mucho tiempo. Los judíos que rompieron el acuerdo argumentaron que éste estaba amenazando su supervivencia y que solo enojaría más al ya hostil Papa. Autoritaria por naturaleza, Doña Gracia no tenía paciencia para este tipo de posiciones. Tomó medidas inmediatas en contra de los judíos que se le opusieron. Quitó por ejemplo, su subvención a la Academia Talmúdica del Rabino Joseph Ashkenazi porque éste se atrevió a desafiarla, comerciando con Ancona.
Doña Gracia insistió en que el interés económico debía ceder ante los principios. La tortura y quema de judíos no podía quedar sin castigo. Retirarse ahora, argumentaba, haría que todos se burlaran del poder judío durante siglos. Pero, al final, el boicot falló. Doña Gracia lo tomó como una derrota personal.
Semejante drama volvería a desarrollarse en 1930 después de que los nazis llegaran al poder en Alemania. El Rabino Stephen S. Wise, fundador y Presidente del Congreso Judío Americano, propuso un boicot mundial a los bienes alemanes. La opinión de los judíos norteamericanos estaba dividida. Los que se oponían veían poca chance de éxito y advertían que enfurecerían aún más a los nazis. Temiendo el odio de Hitler, los líderes de los judíos en Alemania pidieron a Stephen Wise que desistiera. Él no lo hizo. Pero, debilitado por el faccionalismo su esfuerzo falló tanto como la abortada campaña de Doña Gracia. Sin embargo el fracaso de ella fue honroso y heroico. Aún derrotada, emergió como primer líder político judío verdaderamente moderno. Hasta que Golda Meir se convirtió en Primera Ministra de Israel, ninguna otra mujer judía logró alcanzar su estatura.
Párrafos extraídos del libro “Los Judíos”, de Arthur Hertzberg