La memoria de la tribu de Quilchamal estaba poblada de anécdotas que incluía como protagonistas a diversos exploradores, tal como el Perito Francisco Moreno.
En cierta oportunidad, el incansable poblador recorría las comarcas cordilleranas ya bastante avanzada la estación y una sorpresiva nevada paralizó a los expedicionarios, retrasando el viaje e impidiendo los aprovisionamientos. Quilchamal, que acampaba en las cercanías con su gente, envió a un hermano menor, niño aún, y a su sobrina Agustina, algo mayor que este, arreando algunos vacunos, para que Moreno los hiciera carnear a su gusto.
Ella y su tío caminaban descalzos detrás de los animales, sin hacer caso a la nieve, las piedras o las plantas espinosas. Moreno, compadecido, les dio bebida caliente y les obsequió medias y zapatos.
Los aborígenes recordaron con afecto esa buena acción por largo tiempo.
El contacto con otro explorador que rememoraban era el de Gregorio Mayo, colaborador del Coronel Fontana. Su paso por la zona fue accidentado. Allí cayó a las aguas del río que luego sería bautizado con su nombre. La gente de Quilchamal socorrió al accidentado, evitándole una muerte eminente. Quilchamal poseía 5.000 cabezas de ganado, de las que perdió gran parte en el crudo invierno de 1914. Fue tal la cantidad de nieve caída y acumulada ese año que una vez llegado el verano, en los bosques de la zona los pobladores encontraron las copas de los árboles pobladas de esqueletos de vacas. Otra parte de esos animales aparecieron vivos vagando a más de 200 kilómetros del lugar, en el valle de Sarmiento, se corrieron hasta allí escapando de la nieve.
En diversas oportunidades Quilchamal recurrió a ese ganado para socorrer a los exploradores. Agustina, su sobrina, recordaba cuando observaban a los viajeros hambrientos que consumían los costillares sabrosos que les acababan de proporcionar y conteniendo la risa decían en su idioma:
-“¡Cómo picotean los caranchos!”
Otra personalidad que mantuvo trato con Quilchamal y los integrantes de su tribu fue el colono galés Llwyd Ap Iwan, quien se desempeñó como explorador, agrimensor e ingeniero en obras hidráulicas.
En cada uno sus viajes exploratorios Ap Iwan instaló su carpa en la toldería Tehuelche. Conoció sus costumbres, presenció sus bailes y ceremonias, compartió sus comidas y excursiones de caza y más de una amena conversación donde oyó relatos sobre sus creencias, leyendas y tradiciones.
Para la década de 1910, los Tehuelches ya no eran un pueblo nómade que vagaba libre por el extenso y solitario territorio patagónico. La tribu comandada por el cacique Quilchamal había sido obligada a recluirse en la reservación de El Chalía. Su forma de vida había sido modificada casi por completo. Los toldos eran escasos y estaban en franco proceso de desaparición; algunos ya se habían asentado en precarios ranchos construidos con barro; en su vestir habían adoptado el ropaje de los paisanos, el antiguo y tradicional abrigo que quillango confeccionado con cuero de guanaco era un pintoresco recuerdo.
Sobrevivían trabajando en las estancias vecinas, criando pequeñas majadas de ovejas, comerciando con plumas de ñandú y cueros de guanaco.
Según sus costumbre, exceptuando algunos determinados bienes materiales que correspondían a cada familia, todo pertenecía a todos, ya que ellos no eran dueños de nada, estaban en la tierra como administradores de la riqueza de Dios. Cuando necesitaban algo simplemente lo tomaban y repartían entre todos los integrantes de la tribu. Solo lo justo y necesario para cubrir las necesidades de cada familia. Así ocurrió con el nuevo guanaco que llegó con los blancos, la oveja. En principio, esto le trajo a los colonos más de un dolor de cabeza y dio origen a la rara apreciación de que eran un pueblo de ladrones.
Muchos aspectos de la nueva sociedad les resultaban extraños y ajenos, como el concepto de propiedad. Al respecto, un dicho repetido por ellos lo definía fielmente: “Marca tuya, animal mío”. Entonces para solucionar los malos entendidos, los pobladores debía recurrir a la fuerza policial que, sabedora de las costumbres indígenas, no insumía grandes esfuerzos en esa tarea. Su trabajo se limitaba a citar al infractor o acercarse hasta la reservación y convencerlos de devolver los animales. Los hechos nunca pasaron a mayores.
Texto del libro “El Viejo Oeste de la Patagonia” Alejandro Aguado