El hijo de doña Lindu hizo historia hace dos décadas, cuando se convirtió en el primer presidente de Brasil sin título universitario, el primer obrero en la cúspide del poder en un país desigual y clasista como pocos. Ahora tiene la oportunidad de ofrecer a sus compatriotas un nuevo horizonte y reescribir el último capítulo de su historia. Luiz Inácio Lula da Silva (76 años, Garanhuns, Pernambuco) acaricia el regreso a la presidencia por la puerta grande este domingo. Si el retrato que emana de las encuestas hace meses es acertado, el izquierdista derrotará al presidente Jair Messias Bolsonaro, 67 años, de extrema derecha. Significaría el regreso de los progresistas al Gobierno tras el trauma de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, en 2016, y la culminación a lo grande del giro a la izquierda de América Latina, tras la estela de Colombia, Chile, Argentina y México.
La principal duda es si Lula consigue el 50% más uno de los votos válidos —sin nulos ni blancos— que necesita para sentenciar este domingo la disputa o tiene que ir a una segunda vuelta con Bolsonaro —un antiguo militar que coquetea con el golpismo— dentro de cuatro semanas. Lo más probable es que los brasileños vuelvan a las urnas electrónicas el 30 de octubre. El último sondeo le otorgó al izquierdista este sábado un 50% y al ultraderechista, un 36%.
Si Bolsonaro se anotó un gol al conseguir que Neymar pidiera el voto para él en TikTok, la red que hace furor entre la juventud, el compositor Chico Buarque ha apelado este sábado en Instagram a “los que no les gusta Lula” para pedirles que lo voten porque “se trata de salvar la democracia”. Los padres del cantante participaron de la fundación del Partido de los Trabajadores (PT) en plena dictadura.
Otra gran incógnita es cómo reaccionará el líder ultraderechista ante la derrota que pronostican los sondeos en vista de la gran campaña que impulsa contra el sistema de votación, que ha minado la credibilidad de las urnas electrónicas, que Brasil utiliza hace 25 años. Buena parte de los bolsonaristas —un tercio del electorado— se declara convencido de que todo está amañado para robar el triunfo a su líder. El asunto es técnico y delicado. El temor a una ruptura del orden constitucional y las especulaciones al respecto llevan meses en el ambiente. Los fieles a Bolsonaro tampoco confían en las encuestas. Sus constantes embates contra el poder judicial, la prensa y cualquiera que discrepe —al que considera enemigo— han erosionado la democracia brasileña, una de las mayores del mundo.
Para Lula, es una disputa entre democracia y barbarie. Para Bolsonaro, un pulso entre el bien y el mal. El electorado —156 millones de personas— vota también la Cámara de Diputados y un tercio del Senado, además de los gobernadores y las asambleas parlamentarias de los 27 Estados.
La enrevesada normativa electoral brasileña impide desde el viernes los mítines, pero no los paseos. Así que este sábado, Lula ha comparecido en una especie de papamóvil en la principal avenida de São Paulo, la Paulista. Y Bolsonaro ha circulado por el norte de la metrópoli al frente de un grupo de moteros.
La biografía del izquierdista es extraordinaria, pero fue arrastrado al lodo por el escándalo de corrupción Lava Jato, que se llevó por delante a políticos y empresarios intocables. Más de 20 meses estuvo preso, condenado por corrupción. Aquellas penas, ahora anuladas por cuestiones de procedimiento, le impidieron disputar las anteriores elecciones, en 2018, en las que también era favorito. Siempre defendió su inocencia.
Hijo de analfabetos y el pequeño de siete hermanos, nació en Pernambuco, en el Brasil más pobre, el noreste, históricamente azotado por la sequía. Era un crío cuando emigró en familia en un viaje de 13 días a São Paulo, donde se reunieron con su padre, Aristides, que siempre se esforzó en garantizar comida, pero que maltrataba a los niños hasta que un día su esposa los agarró y lo abandonaron. Ella protagoniza muchos de sus discursos.
Lula —que nunca fue buen estudiante, pero siempre exhibió labia y carisma— supo aprovechar las oportunidades que brindaba São Paulo. De niño trabajó de limpiabotas antes de entrar en una escuela técnica que le abrió la puerta a un empleo fijo en la metalurgia. Allí, perdió el meñique izquierdo, motivo por el que Bolsonaro le llama “nuevededos”.
Huelgas contra la dictadura
El tornero se convirtió en un líder sindical. Y él, que no vio con malos ojos que los militares tomaran el poder en 1964 para poner orden en Brasil, según la biografía Lula, Volumen I, lideró las grandes huelgas contra la dictadura. Desde el primer intento en 1989, perdió tres veces antes de alcanzar la presidencia y ser reelegido. Sus ocho años en el poder (2003-2010) fueron una época de bonanza gracias a la demanda china de materias primas. Pudo implantar ambiciosos programas sociales para los desheredados históricos. “Metimos a los pobres en el presupuesto”, suele decir. Las vidas de millones de personas mejoraron como nunca. Llegaron para muchos la electricidad, el frigorífico, la lavadora… Los hijos de las empleadas del hogar entraron en la universidad. Levantó ampollas. Las élites consideraron que desplazaban a sus hijos. Gracias a aquella prosperidad, muchos pobres, negros y mestizos, volaron en avión.
Era el Brasil que sedujo al mundo y a Barack Obama. En los corrillos de un G-20 el entonces presidente de EEUU dijo: “Adoro a este tipo. ¡Es el político más popular de la tierra!”. Al año siguiente, Lula abandonaba el poder con un 87% de popularidad.
Ese es el Brasil que ha vendido en esta campaña, no el que vino después, con Dilma Rousseff, a la que eligió como heredera política. El de la sistémica corrupción y la recesión que derivaron en el impeachment que acabó con 14 años de gobiernos progresistas. En ese caldo de cultivo germinó un odio feroz contra los políticos en general y el PT en particular, una ola a la que hábilmente se subió Bolsonaro, un mediocre diputado, para convertirse en la sorpresa de los comicios de 2018.
Ahora, la situación económica es sombría. Más de 33 millones de brasileños pasan hambre, el desempleo ronda el 9%, la inflación alcanza el 8,7% y el Fondo Monetario Internacional calcula que el PIB cerrará este año con un aumento del 1,7%.
Si pierde, Bolsonaro será el primer presidente que no logra ser reelegido en lo que va de siglo. Su gestión inhumana y nefasta de la pandemia, que ha matado a 670.000 brasileños, es el principal motivo por el que muchos de los que apostaron por él como el salvador le han dado la espalda. Para sobrevivir en el cargo, se echó en brazos de la vieja política, de partidos que ofrecen apoyo parlamentario al mejor postor e impulsó un generoso programa de ayudas económicas a 20 millones de pobres. La economía ha aguantado el tirón tras la pandemia.
Nostálgico de la dictadura, ultraconservador, machista, ha cumplido su promesa de desmantelar la política ambiental, facilitar la venta de armas y colocar en el Tribunal Supremo a un juez “terriblemente evangélico”, como dijo Bolsonaro. Con él, la deforestación se ha acelerado, Brasil es visto como un villano ambiental y está diplomáticamente más aislado que nunca.
A ojos de muchos, el líder del PT es el nuevo salvador. Otros lo votarán con desgana o tapándose la nariz porque lo consideran el único capaz de echar a Bolsonaro. Esta vez, para mejorar sus opciones, lleva de candidato a vicepresidente a Geraldo Alkcmin, antigua figura del centroderecha clásico y firme defensor del impeachment de Rousseff. Ahora, el público de los mítines lulistas lo aclama.
Lula ofrece el regreso a un Brasil feliz y próspero, donde todos puedan tomar los fines de semana churrasco y una cervecita sin entrar en incómodos detalles sobre cómo pretende resucitar una economía que lleva casi una década de crecimiento estancado y de dónde saldrá el dinero para sufragar la inclusión de esa mayoría pobre.
El equipo de Lula ha reservado la avenida Paulista para el domingo por la noche, pero Lula solo se dejará ver si gana en primera vuelta. Si no, se reservará. Los bolsonaristas también querían reunirse allí, pero solo lo podrán hacer en el remoto caso de que el presidente sea reelegido esa misma noche. Se espera un recuento rápido gracias a las urnas electrónicas, que ahora solo son un orgullo nacional para medio Brasil.
Fuente: El País