sábado, 27 de julio de 2024

Costumbres de una época dorada (1950-1960)

Un pueblo mirando al mar, chiquito, callado, calles anchas y de tierra, así era Madryn. Pero uno llegaba a la playa y era como si el mundo se ensanchara, el horizonte se corría y la mirada se iba perdiendo en los matices azules donde el cielo y el mar se daban cita. Cada habitante podía tener una complicidad distinta con la playa, de lo que no había dudas era que la playa, la rambla o las casillas eran el lugar de reunión, paseos y de aventuras.

A la mañana generalmente se elegía la playa: mar sereno, muchos chicos en la arena, castillos, pozos, lonetas con flecos… Y nadar y nadar hasta que la piel quedara arrugadísima y los dientes no pararan de temblar. Mientras tanto los grandes caminaban del muelle al Club Madryn por la orilla, ellas por un lado, ellos por otro… A veces se juntaban, por ahí aparecía alguna parejita, pero todos iban y venían.

Anita Carrera

Las chicas lucían mallas de tela con la infaltable pollerita, tal vez para evitar “insinuaciones impúdicas”. Y si se les ocurría bañarse, estaba el gorro de baño, que podía ser según la época de goma con pétalos, flores… O en la época del Paralelo 42, con aplicaciones de pelo sintético y colores fosforescentes. En ese tiempo las mallas adquirieron un estilo Hollywood, reconocidas marcas como Mistinguette, Catalina… Telas rasadas ciñendo el cuerpo con grandes ballenas que, a modo de corset, modelaban las siluetas. Breteles finos y a ajustar la respiración para que todo el glamour ¡dejara huellas por la arena… o por el mar! Como lo hacía Anita Carrera, Ada Scodellaro y Lita Paredes.

En la década del 50 llegaron las mallas de dos piezas, con las hermanas Ongini y su mamá, venían de Italia y atrapaban las miradas. Luego aparecieron las bikinis, con toda su osadía mostrando y ocultando. A la vanguardia de la moda, las chicas del Dr. Isola, pero nunca tan miradas como cuando salían a pasear en su alazán con botas y pantalones de montar.

Después de comer se volvía a la playa, parecía que la mañana era más familiar y a la tarde se veía más juventud. Se mezclaban, charlaban, tomaban mates, escuchaban música, jugaban al fútbol, al vóley, a la paleta. Se juraban amor eterno. Y cuando llegaba la noche, nuevamente la cita era en la rambla, entre el mar y las casillas. Las farolas encendidas dibujaban una hilera de lunares redondas. Cambiaban los atuendos, para ellas solteras, breteles sobre los hombros, alguna tricota si la brisa era fuerte, un poco de rouge, cola de caballo, algún corte carré. O si no, ondas sobre los ojos, sandalias con tacos altos. Y ellos con pantalones bombilla blancos, chombas, los vaqueros Kitty Carson, por ahí alguna Boyero o Pampero. Y el pelo corto, apenas un jopo al costado, como Elvis o al estilo rebelde de James Dean.

Muchos salían a caminar para estrenar y lucirse. Algunas familias preferían sentarse en las galerías de las casillas a mirar ese desfile cotidiano, hasta que a las doce la música callaba, y entonces el silencio de la noche acompañaba a cada uno hasta su casa. El pueblo se iba a dormir, y cuando salía el sol, todo empezaba otra vez.

Sede del Club Social y Deportivo Madryn

Mirando al mar, estaban las casillas que ponían un tinte particular a la zona costera. Casi todas de chapa y madera pintadas, por resolución municipal de color gris perla, con techo rojo bermellón y aberturas y barandas exteriores de verde nilo. Mientras que las de material, el cuerpo exterior debía ser pintado con cal y agua en blanco o crema, y los techos y barandas mantenían el rojo y el verde de las de chapa. Todas en hilera parecían custodiar la rambla. Y adentro, los infaltables percheros para que cada uno de los que iba a la playa tuviera donde colgar su ropa. Allí se cambiaban, guardaban las cosas que usaban y se organizaban para disfrutar de la playa. Al principio eran de chapa de zinc, tiempo más tarde empezaron a aparecer las de mampostería. La primera fue la de Bimboni, sobre la esquina de Hipólito Yrigoyen. Luego, entre otras, las de Meisen, Viñas, Meyer, Giménez, Gomes… Las del ferrocarril, hechas para los empleados, eran las únicas que tenían un banco detrás y una explanada. Y por lo tanto, era la envidia de toda la playa a la hora de la brisa.

Cuando se decidió sacar las casillas, algo de la identidad del pueblo desapareció junto a ellas, quedó un vacío en la geografía costera y en el corazón de los madrynenses. Poco tiempo después, en el año 1960 o 1961, por intermedio de la “Sociedad Anónima Playas de Puerto Madryn”, se colocaron en su lugar 60 carpas de lona sobre armazones de hierro, las que funcionaron durante dos temporadas, pero el clima ventoso y la ubicación que tenían no favoreció el proyecto.

El devenir de la rambla

Este sector costero, que fuera previsto en el trazado de la ciudad realizado por el ingeniero Allan Lea en el año 1906, contemplaba un lugar de aproximadamente 100 metros con la orilla del mar, lo que permitía un amplio espacio para las actividades socio-recreativas de la comunidad. En 1936 se construyó el primer tramo de la rambla, de cemento alisado, con una extensión de 300 metros de largo y 4 de ancho, que se iniciaba junto al muelle en la avenida Hipólito Yrigoyen y llegaba hasta la calle 9 de Julio. Tiempo más tarde se extendió hasta la calle Sarmiento, utilizando en esta oportunidad piedras laja. Muchos años después se proyectó la prolongación y mejorar la zona costera, rindiéndoles el culto a los pioneros y así surgió el Monumento a la Galesa y al Indio Tehuelche.

Por Elida Fernández para el libro “Cuadernos de Historia Patagónica”, del Centro de Estudios Históricos y Sociales Puerto Madryn

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